lunes, 23 de noviembre de 2009

Vuelvo a la VILLA SUR


A los Farfán, Martínez, Gallardo, Fernández, Bordel, Ortiz, Godoy, Maldonados, mis vecinos de la calle Aurelio

Cuando llegamos a la Villa Sur, parecía que nos habíamos mudado al sur de Chile. Estaba tan lejos de nuestros tíos y primos, de nuestra escuela, del centro de Santiago, que el viaje en la Matadero Palma muchas veces se hacía interminable. Era un viaje tan largo que yo lo hacía en dos etapas. Me bajaba de la micro en el paradero 2 o 3 de la Gran Avenida, caminaba por el césped y bajo los árboles del parque Subercaseaux. Volvía a tomar otra en el paradero 9 y medio. El fin del trayecto se acercaba cuando avistábamos la Escuela Consolidada, en Ochagavía, donde aún no se vislumbraba la Norte-Sur. Llegaba a mi casa muerto de hambre y mareado por el olor a bencina que abundaba en las deterioradas micros de aquella época.
La población, aparte de la implantación de casas, no tenía aún vida propia ni estaba “armada”. Todo ese terreno en que hoy está la Iglesia, la Cancha de Fútbol, la Escuela Gonzalo Rojas, era sólo un campo de yuyos. En verano, cuando el yuyo se había secado, se formaban inmensos remolinos de tierra, que arrastraban papeles, cartones y parte de la eterna basura que esperaba por días la llegada del camión, y sobre todo, tierra, polvo que venía de lo que entonces era un terreno baldío al norte de la Villa Sur. Un buen día de octubre nos despertamos con el Parque La Feria lleno de gente, de carpas y de banderas chilenas. En medio de un tenso ambiente, se veían carabineros por todas partes. Estuvimos una semana llevándoles baldes y garrafas con agua que ellos recibían al borde de la naciente población La Victoria.
Tampoco estaba poblado Lo Valledor. Los días transcurrían entre la escuela, las pichangas y las excursiones que comenzaba nada más cruzar la línea del tren. Una vez que la cruzabas, ya estabas en el campo. Inmensas plantaciones de cebollas, habas y arvejas cubrían los terrenos. Largos senderos de tierra, bordeados de zarzamora y acequias de regadío nos llevaban hasta la reja que encerraba la pista de aterrizaje de Los Cerrillos. Cerca, estaba el vertedero de basura del aeropuerto. Ahí recogíamos extraños y valiosos tesoros. Entre ellos las cajetillas de cigarros Kamel y Chesterfield, que valían por diez o quince de los Liberty, Ideales o Baracoas chilensis. Las despegábamos con cuidado y le doblábamos los bordes, así se convertían en nuestros billetes, que después nos jugábamos a las bolitas.
Todo era nuevo. Evidentemente, también los amigos. Las noches tenían dos centros de reunión, los más pequeños nos juntábamos en el monolito y los más grandes se paraban a conversar en la esquina donde vivían los Melo. Yo alternaba los dos grupos, los pequeños me parecían demasiado niños y, aunque los grandes eran todos mayores que yo, prefería escucharles narrar sus increíbles aventuras. Una de aquellas eternas noches de esquina, se decidió formar un Club de Fútbol. En ese entonces ya existía el Villa Sur, pero, creo, a nosotros nos quedaba demasiado lejos de nuestras casas. No había más de 10 personas en el grupo, entre ellas el Teo y el Nardo Gutiérrez, el Guataca y el Comecacho, el Melón, el Dorian Gallardo y yo. No recuerdo bien si también formaban parte del grupo el Flaco Tito y el Mono Pancho. De la esquina de los Melo nos fuimos a la casa de los Gutiérrez, en la misma calle Aurelio, donde también se adhirió el padre. Ahí, en un cuaderno escolar, hicimos un acta y firmamos. Nacía así el Villa Central. Por esos días me parecía increíble que de un grupo tan reducido, que sólo hablaban de cosas intrascendentes, pudiera nacer una organización que pudiera funcionar y perdurar en el tiempo. Un par de años después, como descendido del Villa Sur, también nació el Juventud La Línea y después, también derivado de éste, nació El Águila, que fue, se podría decir así, un invento de don Lucho Guerra, padre del Roca y del Chico Vito.
Por el Villa Central pasaron enormes jugadores. Sin embargo, a ninguno de ellos los conocimos por sus nombres. Los Gutiérrez se encargaban de bautizar a todo el mundo. Recuerdo a dos enormes arqueros, el Pantera Negra y el Flaco Tito, que vivía frente a lo que hoy es la Escuela Gonzalo Rojas. Otro arquero, de desiguales actuaciones, fue el Guataca, había días en que lo atajaba todo, incluso penales; otros en que entraban las pelotas más fáciles. Uno de los ídolos de los niños de entonces fue Gustavo “El Vinito”, era un maestro, jugaba de forma elegante, nunca se alteraba, aunque le dieran patadas a mansalva. Todo lo contrario a otro jugador de la época, quien, creo, fue uno de los más representativos jugadores del Villa Central; el Loco Tato, bueno para el fútbol y bravo para los combos.
En esos tiempos la cancha no estaba cerrada y su situación era de forma longitudinal al solar. Uno de los arcos quedaba en lo que hoy es la puerta de la escuela y los espectadores nos situábamos pegados a la línea de borde. Recuerdo un día en que se jugaba una disputada final; Villa Central contra Villa Sur, partido de máxima rivalidad. Faltaba poco para terminar el segundo tiempo y seguían cero a cero. Yo estaba apoyado en la parte de afuera del poste que defendía el Guatón Aníbal, arquero del Villa Sur. En un contrataque del Villa Central, llegaba al arco una pelota muy lenta y ligeramente desviada. El Guatón Aníbal hizo vista y se proponía dejarla salir. Yo, en uno de esos actos mecánicos, irreflexivos, sin mucho esfuerzo, sin moverme de mi sitio y sin sacar las manos de los bolsillos, puse el pie, desvié la pelota y ésta entró suavemente al arco. El arbitro estaba lejos de la jugada y, de forma inexplicable, señaló el gol. Primero, los jugadores perjudicados acudieron a él de buenas formas. El arbitro se mostró inflexible y remarcó con su pito y su brazo el gol. Fue cosa de segundos. Alguien lo empujó, otro le lanzó un golpe y al momento estaban los 22 jugadores y muchos espectadores trenzados en una descomunal batalla campal. Yo no ví toda la pelea. Cuando me di cuenta de que algunos buscaban al “cabro chico” que había desviado la pelota, me dio mucho miedo, me escabullí del montón y busque el refugio en mi casa.

A los pocos años de vivir en la población, llegó a nuestra casa, a vivir con nosotros, un primo algo mayor que yo. Formaba parte de esa generación a la que llamaron los “Coléricos”, o los “Carlotos”, por el famoso Carlos Boassi Valdebenito, quien era algo así como el James Dean chileno y de cuyo grupo formaba parte un entonces jovencísimo Peter Rock. Mi primo hizo muchos amigos en la Villa Sur. Un buen día llevó a casa a dos de ellos que cantaban muy bien, Tadeo Menares y Ramón Aguilera. En el barrio había mucha gente que cantaba bien, entre ellos la Lolita Melo, pero ninguno como estos dos amigos de mi primo. Comenzó a ser normal tenerlos en casa las tardes de domingo. También nos acostumbramos a tener gente en el antejardín para escucharlos cantar. Tadeo Menares, al tiempo, emigró hacia algún país europeo. Ramón Aguilera se convirtió en uno de los más populares cantantes chilenos.

Aurelio fue algo así como una calle de puertas abiertas. Los amigos y las amigas entraban en tu casa y en la de los vecinos sin mucho recato. Era usual compartir herramientas, el diario, la manguera para regar el jardín, utensilios de cocina, etc. Claro que, como en todas partes, siempre había vecinos que compartían menos que otros. Durante las fiestas de Pascua y Año Nuevo, las puertas estaban más abiertas que en el resto del año. La noche de Año Nuevo podías comer y, fueras grande o pequeño, emborracharte, sólo con ir a saludar de casa en casa a los vecinos. Tampoco nos gastábamos mucho dinero en fuegos artificiales. Los Gallardo, que siempre inventaban cosas raras, compraban potasio y azufre y con esa mezcla, entre grandes piedras, más otra que lanzábamos desde el monolito, sonaban más fuerte que cualquier petardo.

El calor de las tardes de verano muchas veces se combatía con una guerra de agua. En ella participaban generalmente todos los integrantes de las familias de la calle Aurelio. No necesariamente en el mismo bando, ya que no había dos ni tres sino tantos bandos como combatientes. En esas batallas, muy pocos acababan completamente secos; daba igual si estabas en tu dormitorio, en medio de la calle, estudiando o sentado en el inodoro, siempre corrías el riesgo de recibir un chorro de agua en la espalda o en la cabeza. Las que te caían en la cabeza procedían generalmente del techo de las casas, donde los más jóvenes eran amos y señores. La batalla comenzaba en esa hora de la tarde cuando el calor más aprieta y en la que casi todas las tareas domésticas estaban relacionadas con el agua. El Lucho Gallardo pedía prestada una manguera en cualquiera de las casas vecinas y comenzaba tranquilamente a regar el jardín; era normal que, inocentemente, se le escapara un chorro hacia algún mirón. La señora Tita mandaba a alguna de sus hijas a lavar la ropa, mientras ella comenzaba a amasar la harina para el pan de la tarde y también era muy fácil que a través del patio, por encima del muro medianero, les tiraran un poco de agua a algún vecino para refrescarlos. En mi casa, la Marta comenzaba a lavar los platos y las ollas, sin intención de acabar pronto para no recibir otro encargo, y con su humor sutil y a veces desconcertante había días en que no podía reprimir la necesidad de lanzar un vaso de agua a la cara de alguno y así, de un modo u otro, sin saber exactamente cómo ni dónde, comenzaba una batalla sin cuartel y sin tregua. A partir de ese momento cero, que nadie marcaba con un cronómetro pero que todos sabían detectar al segundo, la orden era una sola; mojar y no ser mojado. Las normas éticas en cuanto a dónde esconderte y cómo atacar no existían. Sólo una ley no escrita y ni siquiera discutida se cumplió siempre; nunca nadie se enojó por un mucho de agua mas o por un poco de agua menos. Era difícil terminar con la agradable batalla, los más pequeños no tenían límite de tiempo en el juego y los más mojados no encontraban su gloriosa acción de venganza. Generalmente, el fin de la contienda lo marcaba el agradable olor del pan recién horneado de la señora Tita, que era la única que terminaba la tarde totalmente seca. Ni siquiera don Ángel, su marido, se atrevía a mojarla. El aroma del pan amasado, o las ricas sopaipillas, atraían a los vecinos con una bolsa vacía que, unas veces pagando, otras regalado o, incluso, al fiado, volvía llena a las casas cuando ya hervía la tetera y se calentaba la leche para la once.


Si ustedes, que leen esta nota, no alcanzaron a comer el pan amasado que hacía la señora Tita, es que no saben lo que es un verdadero pan amasado. Eran grandes, gruesos, bien cocidos y con un sabor inconfundible. No les hacía falta mantequilla ni nada para echarle adentro. Ese pan, las sopaipillas y los calzones rotos de la señora Tita, es lo más rico que he comido en mi vida. Lástima que ninguna de sus cuatro hijas heredara ese don. Aunque, evidentemente, heredaron otros dones más femeninos.

Por aquel entonces yo estaba profundamente enamorado. Ella vivía en Aurelio, frente a la cancha del Gabriela Mistral, el club de Basketball fundado por don Julio. Se llamaba Elisabeth. A costa de vueltas y vueltas por el frente de su casa, lograba verla cuando por las tardes salía a comprar el pan, a pasear a sus hermanitos o a visitar a sus primas. A veces me dejaba acompañarla, otras, porque estaba su padre en casa, me volvía de vacío. Seguramente no fui lo suficientemente guapo, ni inteligente para conquistarla. No logré tomarle la mano y menos darle un beso. Sin embargo, estuve enamorado de ella durante mucho tiempo. Aún la recuerdo como la niña más hermosa de la población. Y éste título, el de la más hermosa, no era fácil ostentar en un barrio donde vivía “La Ciclón”, una joven tan hermosa que por donde pasaba desordenaba el gallinero, o una pequeña niña, hermana del Carlos, del “Pollito” y del “Rucio Martín”, que cuando creció se convirtió en un monumento a la mujer. Con esos guapos hermanos, nadie se atrevía a decirle un piropo. Pobre Ximena, una cruel enfermedad se la llevó de la población y de este mundo. Su prematura muerte nos conmovió a todos.

El tiempo es inexorable. No nos damos cuenta cuando crecemos, nos casamos, tenemos hijos. Muchos nos fuimos a vivir fuera de la población y otros a tierras más lejanas. Los Bordel se fueron a vivir a Arica; el Nano Fernández y el Carlos Castro se fueron a Australia; el Tic-Tac, que era relojero, creo que terminó en Suiza; el Ramón y la Mercedes Godoy se fueron a Suecia, donde también llegaron parte de las hermanas Maldonado; el Arturo Martínez se embarcó en un barco griego; uno de los Aránguiz, mi hermano y yo, llegamos a España. Con eso se acababa la infancia, las primeras novias y los furtivos atraques cerca de la línea del tren. Creo que demasiado de prisa nos fuimos haciendo mayores y así, dejamos atrás los mejores años de nuestra vida. Años de pobreza y necesidades, pero años felices.
Hace ya un tiempo, con motivo del centenario nerudiano, fui invitado por la Universidad de Estocolmo para dar unas charlas sobre el poeta. Me reencontré ahí con varios amigos y conocidos de la Villa Sur; el Ramón Godoy, los Rivera, las Maldonado. Una tarde-noche (En Suecia nunca se sabe cuándo es tarde y cuándo es noche) estábamos un grupo de viejos amigos en una terraza disfrutando de la conversación y de los recuerdos. De pronto, se acercó una muchacha, tendría 15 o 16 años. Se dirigió a su padre, que formaba parte del grupo y algo le dijo. Su padre, apuntándome, le dijo: -Mira, este señor pololeó con tu…. –Con un poco de vergüenza por la situación, puse atención para escuchar el nombre de la supuesta ex polola. ¿Quién sería la madre de tan hermosa niña? -…pololeó con tu abuelita, -terminó diciendo el padre. De golpe, como un ataque a traición, como una puñalada por la espalda, me di cuenta que no me hacía mayor, definitivamente ya era lo que antes, cuando niños, desdeñosamente llamábamos “un viejo”.
Sin embargo, viejo o joven, siempre he vuelto a la Villa Sur. Como dice el tango “Vuelvo al Sur”, yo también llevo esta población como un destino del corazón, y quiero a su buena gente. Cada vez que vuelvo a ella, vuelvo como se vuelve al amor, con mi deseo y con mi temor.

jueves, 15 de octubre de 2009

Roberto Díaz Mansilla, el amigo que me negó el destino





Muchas veces pensamos en lo maravilloso y caprichoso del destino. Es capaz de unir y desunir personas. Los encuentros casuales, en la hora y el lugar menos pensado, esos que se convierten en amistades reconfortantes y duraderas, las ponemos en la favorable cuenta del destino. Solemos alabar este sino como causa y efecto de nuestras mayores alegrías, aunque también, todo hay que decirlo, de desdichas y desencantos.
Sin embargo, creo que a veces el destino nos juega malas pasadas y nos prohíbe disfrutar de personas a las que quisiéramos haber conocido más, con las que nos hubiese gustado compartir penas y alegrías.
Gracias a este maravilloso invento que es Internet, hace pocos días recuperé un amigo al que quiero y del que nada sabía desde hace más de 40 años. Con él fuimos juntos a la escuela, al mismo curso. Compartimos venturas y desventuras, horas de estudio y tardes de alegres cimarras. Conocí su familia y el conoció la mía. Durante todos estos años, muchas veces me preguntaba ¿qué será del “Guatón Díaz”?
Recuerdo con nostalgia aquel verano de 1967, cuando con mi primo Jaime, el “Guatón” y su hermano Roberto, a comienzos del mes de enero, nos fuimos de viaje a Puerto Montt. Hasta ese momento era el viaje más largo que hacía en mi corta vida. El trayecto en el tren duraba casi 24 horas. Lo tomabas por la noche y amanecía en Chillán. Luego, casi una jornada más de camino. Toda una aventura.
Es difícil de explicar y muy fácil de comprender lo bien que pueden pasarlo cuatro jóvenes aventureros, faltos de dinero y de experiencia, pero con enormes ganas de disfrutar y conocer otros lugares.
Recuerdo que alguien nos aconsejó llevar limones. En Puerto Montt, ese año, sobraban pecados y mariscos y había una acuciante escasez del preciado cítrico. Por lo tanto, nuestro único tesoro, repartido en las mochilas, era un enorme cargamento de limones que usamos como moneda de cambio en los ancestrales trueques. Aunque, con dinero o sin limones, los Mansilla, familiares de mis amigos, nos recibieron como sólo sabe hacerlo la gente del sur de Chile.
Fue un mes esplendoroso. Exuberante en carnes y mariscos, en paseos y playa, en excursiones a Puerto Varas y los alrededores. Nos hicimos asiduos de la Isla de Tenglo y, por las noches; a la plaza y al rompeolas, a pavonearnos frente a las jóvenes veraneantes para intentar sacarles una mínima y leve sonrisa. Luego, ya hicimos amistades. Conocimos chicas del mismo Puerto. Recuerdo a las hermanas Paredes y a Judith Mansilla, una bella muchacha que estudiaba para ser profesora. ¿Qué será de aquellas Lolas de entonces?
Con mi primo, acostumbrábamos a pasar las vacaciones juntos. No así con los hermanos Díaz. Ese viaje consolidó mi amistad con el “Guatón”. También me sirvió para conocer a Roberto, su hermano. Era un chico algo serio, quizá demasiado responsable y reflexivo para su edad, para nuestra edad. Sin embargo, no carecía de sentido de humor y se notaba en él una bondad y una complicidad a toda prueba. No sé si está demás decirlo, pero creo que, durante el mes que estuvimos de vacaciones, nos hicimos amigos, dicho en palabras más juveniles, y de ese tiempo, nos caímos bien.
Pasaron algunos años después de nuestro viaje. Yo ya estaba casado y trabajaba en la Dirección de Aeropuertos del Ministerio de OO.PP. Una mañana, esperando la micro para ir al trabajo, vi una cara conocida. Cometí un error del que todavía me culpo. No lo hablé. No le pregunté quién era y por qué su cara me parecía tan familiar. Después de subir a la micro, recién me di cuenta de que era Roberto Díaz Mansilla, mi compañero de viaje a Puerto Montt. Me dio vergüenza el no haberlo conocido y más el no haberlo saludado. Volví a verlo otras mañanas en la misma esquina. Pudo más mi timidez. La vergüenza por el error cometido me impidió acercarme. Creo que el destino, esa vez, no logró cumplir su cometido.
Pasó el tiempo. Viví muchos años lejos de Santiago y, hace pocos días, como decía al comienzo, nos reencontramos con mi amigo el “Guatón”. Una de mis primeras preguntas fue por su hermano. –Está bien, -me dijo-, aunque no nos vemos mucho-. Como es lógico, después de tantos años, quedamos en vernos, -ojala con tu primo y con mi hermano-, dijo el “Guatón. Estuve muy de acuerdo en esa futura reunión. Pensé que, ahora que con los años he aprendido a disimular la timidez y a reconocer mis culpas, aunque tarde, todavía era tiempo para reparar mi error y disculparme con Roberto.
Ayer por la mañana me llamó el “Guatón”. Estaba desolado: -Te llamo para avisarte que mi hermano ha muerto.
Fui al funeral del amigo que no tuve. Y de nuevo el destino me demostró que podía ser muy cruel. Su casa, donde vivió casi toda su vida de casado, donde su familia lo despedía, queda a dos calles de la casa en donde viví por más de diez años. ¿Nunca nos vimos? ¿Nos vimos alguna vez y no nos conocimos? Creo, como dice Bob Dilan, que la respuesta sólo está en el viento. Pero me niego a creer en lo benévolo del destino.

jueves, 1 de octubre de 2009

Rolando Mix Toro; Poeta de Chile y de España


El pasado jueves 24 de septiembre, el poeta Rolando Mix caminó por última vez las calles de Zaragoza. Con su andar pausado se dirigía a la sede de la Federación de Emigrantes de Aragón, para entregar sus versos de adhesión a la marcha que los emigrantes realizan estos días en España. No llegó a su destino. Su inmenso y cansado corazón se negó a seguir latiendo. Entre los papeles que portaba, sus últimos versos:

Decúbito supino sobre la roca
sol y viento secaban mi cuerpo mojado
cubriendo de sal la piel morena

El poeta acababa de cumplir 78 años de intensa vida. Había comenzado su exilio como Antonio Machado, con las manos vacías. Años después señalaría en una entrevista a un diario: Moriré pobre por haber dicho las cosas honestamente. Fue profético, murió pobre como los hijos de la mar. Pero, como Machado, inmensamente rico en el cariño de los que le conocimos.

Conocí a Rolando hace ya algunos años, cuando escribimos juntos el guión para una obra nerudiana que se estrenó en Madrid, el año 2001, en la Casa de las Flores. La pasión por nuestro poeta mayor y algunos amigos comunes nos unía.

Nació en 1931, en Pozo Almonte, Iquique. En aquel árido norte chileno, cuna de las primeras organizaciones obreras, de Emilio Recabarren y tantos otros dirigentes pampinos. Tierra también de la desgraciada matanza en la Escuela Santa María. Emigró muy joven a la capital. En su juventud difundió su poesía por Argentina, Bolivia, Brasil y Paraguay. Fue periodista del diario Los Tiempos y reseñaba los sucesos culturales en Última Hora. También fue subdirector de la revista Orfeo y director de la librería PLA, entre muchas otras actividades, siempre vinculadas a la letra impresa.
El golpe de estado le sorprende sirviendo al Gobierno de Salvador Allende, al frente del Instituto de Desarrollo Agropecuario en Atacama. Logró asilarse en la Embajada Argentina. Luego de un corto exilio en ese país, Rolando Mix viajó a la República Democrática Alemana, donde se desempeñó como traductor e intérprete en la Intertext de Leipzig. En 1983, Sainz de Varanda, primer alcalde democrático de la ciudad de Zaragoza, le invitó a residir en dicha ciudad.
En Zaragoza encontró el cariño de nuevos amigos y encontró también a Juanita, su tierna compañera. En la capital aragonesa desarrolló una intensa actividad literaria y de apoyo a los derechos de los inmigrantes. También ahí pudo ver publicados sus libros: Siete poemas desde la ausencia (1993); El espejo y tú (1994); La mar de amor (1999); Río de amor (2006) y Tras la palabra (2008).
Basta con que cinco personas te abran los brazos para que encuentres tu lugar en el mundo, comentó alguna vez Rolando. Creo que en Zaragoza encontró mucho más que cinco personas. Encontró muchos amigos y –no podía ser de otro modo-, despertó la admiración entre ellos. Además de publicar sus obras y figurar en un buen número de antologías, intervino en programas de radio, ofreció conferencias, recitales y espectáculos poéticos. Sus amigos crearon la Asociación Cultural “Poeta Rolando Mix”, agrupación que el pasado mes de mayo rindió un cariñoso y caluroso homenaje a su trayectoria poética y a su aventura vital en el Salón de Actos del Centro Cívico “Teodoro Sánchez Punter” de Zaragoza.

Rolando Mix vivió más de treinta y cinco años fuera de Chile, sin embargo era chileno hasta los tuétanos. En ese largo exilio, visitó dos veces su patria, ambas acompañado de Juanita. La primera vez, en los meses de abril y mayo de 2003. Luego de treinta años de exilio, pudo visitar su patria, su familia, sus amigos y pudo hacer una entrañable visita a su querido Pozo Almonte. La segunda vez era él el que acompañaba a Juanita, quien viajaba a Chile para realizar un trabajo de investigación en la Universidad de Valdivia. Recuerdo ambas visitas. Nos vimos y compartimos charla y café y alguna actividad en la Biblioteca Nacional, donde Rolando encontró a varios de sus viejos amigos.

El pasado sábado, al mediodía, sus amigos maños despidieron a Rolando Mix en el cementerio de Torrero, donde su cuerpo fue incinerado, a la espera de que sus cenizas, sagradas y eternas, vuelvan definitivamente a su tierra del Norte chileno.
Julio Gálvez Barraza

lunes, 10 de agosto de 2009

Francisco "Chamaco" Valdés


El día de hoy ha tenido un final triste. Me he enterado de la muerte de Francisco “Chamaco” Valdés, uno de mis más grandes ídolos de la infancia. Murió de un ataque cardiaco, días después de enterrar a su hermano. No es raro que le fallara este órgano vital. Tenía un corazón inmenso, que no le cabía en el pecho.
Esta triste noticia me hizo recordar a un gran amigo también desaparecido, el arquitecto Hugo Lepe Gajardo, con quien trabajé en la Dirección de Aeropuertos del Ministerio de Obras Públicas. En esos tiempos –recuerdo-, Hugo Lepe le diseñaba una casa a Chamaco Valdés. Más de una vez vi al Chamaco cuando visitaba a Lepe en la oficina. También ahí conocí al “superclase” Mario Moreno, quien con Hugo Lepe, años atrás, había fundado el Sindicato de Jugadores de Fútbol de Chile.
Me vino a la memoria un artículo que leí hace unos meses (www.elcomercio.com.pe), en el que el periodista Jorge Barraza narra un vergonzoso episodio del fútbol chileno. Se trata del “triunfo” de Chile sobre la Unión Soviética en las eliminatorias para el Campeonato Mundial de 1974.
En el encuentro de ida, el 26 de septiembre de 1973 en Moscú, la Roja aguantó el partido y logró un meritorio empate. Dos meses más tarde, cuando la selección soviética ya había avisado que no viajaría a Santiago, en el Estadio Nacional se hizo un simulacro de partido. No era necesario, ya que según las normas FIFA de ese entonces, el equipo que no se presentaba a la cancha, perdía el partido por dos goles en contra.
Fue un 21 de noviembre de 1973. Al Estadio Nacional asistieron más de quince mil personas para ver como la Roja “ganaba” a los rusos. Entre ellos, Hugo Lepe, integrante de la mítica selección chilena del 1962.
Al salir al campo de juego, Chamaco Valdés, capitán de la Roja, vio a Hugo Lepe. Se sorprendió enormemente. El ex central de Colo Colo y de la Selección chilena, después de una muy injusta experiencia, se había atrevido a volver al Estadio Nacional sólo para abrazar a su amigo
-Hugo, ¿tú aquí, tai loco? -exclamó Chamaco.
-Lo que pasó…, ya pasó, ahora te vengo a ver jugar, -respondió Lepe.
¿Qué había sucedido para que el capitán de la Roja se asombrara tanto al ver a su amigo en el Estadio?
-Al volver de Moscú me enteré de que Hugo Lepe estaba detenido en el Estadio Nacional, -señala Chamaco Valdés. -Pedí una audiencia a Pinochet y me atendió. Intercedí por mi compañero. Me dio un carnet para presentar ante cualquier autoridad militar. ¡Apúrese!, me dijo, sugiriéndome que podía morir en cualquier momento. Afortunadamente, tras mucha búsqueda, lo encontré y fue liberado.
De ese tamaño era el corazón del “Chamaco”. Con su muerte, ya sólo me queda vivo un ídolo deportivo, y espero que viva por muchos años más. Lo espero con la misma fe con que él decía: “Y que gane el ma’ mejol”.

martes, 14 de julio de 2009

Sobre la Licencia de Conducir por puntos

Uno de los argumentos más esgrimidos por los políticos chilenos para la creación de una licencia de conducir con puntos, es el resultado que ha dado este sistema en España. Sin embargo, tenemos que admitir que España no es Chile, sus leyes y costumbres son diferentes. En España las carreteras y autopistas son algo mejor que en nuestro andino país y, tema muy importante a la hora de sancionar: en España las municipalidades no se financian con el dinero recaudado por las multas de circulación. Tampoco se financian con el dinero recaudado por no ir a votar, o por no poner la bandera en la fachada de la casa en el día patrio.
Quizá, en vez de copiar el sistema español podríamos copiar el sistema alemán. Ahí la licencia de conducir no tiene puntaje y en las autopistas no hay límite de velocidad y, estadísticamente, hay menos accidente de transito. Pero… las vías de circulación están en muy buen estado y la educación de los conductores es diferente. En este caso, si copiáramos el sistema alemán, tendría que trabajar más el estado chileno, en arreglar la infraestructura vial y en educar mejor a los conductores. Copiando el sistema español, pasamos la pelota a los de siempre, el ciudadano común y su inagotable paciencia y su ancho bolsillo.
Hace unos años nos hicieron creer que con llevar la luz del coche encendida durante todo el día, disminuirían los accidentes, como en Suecia, dijeron los parlamentarios. Pero… Suecia tampoco es Chile. Ahí, en invierno, casi no hay luz natural en el día, distinto a la luminosidad chilena. Esa ley sólo ha permitido tener más motivos para sancionar a los conductores y para que ganen dinero los vendedores y los cargadores de baterías.
No estoy en contra de medidas que tiendan a disminuir los accidente automovilísticos y la mortalidad que trae consigo, pero si estoy abiertamente en contra de la hipocresía. Todos sabemos que en Chile no todos pagan ese peaje obligatorio que significan las multas de tráfico. Siempre hay amigos de amigos que se salvan del castigo. También sabemos que el Estado es el primero que tiene que cumplir con sus obligaciones, y tampoco lo hace.

jueves, 9 de julio de 2009

FELIPE SERVULO



Navegar por la web te depara sorpresas agradables. Revisando las páginas de mi pueblo y la de mis amigos, hoy me enteré de una noticia que me alegró el día. Hace sólo unas semanas atrás, a mi amigo Felipe Servulo le han otorgado el Premi Ciutat de Castelldefels 2009, distinción que recae sólo en aquellas personas que han destacado de manera relevante en actividades sociales o profesionales.
Conozco a Felipe desde hace más de treinta años, que se dice pronto. Hemos compartido muchas tardes de café y poesía. También hemos compartido labores políticas, solidarias y pacifistas.
Desde que lo conozco, lo sé un poeta, y no solamente por que escriba versos, sino por derecho de señorío lírico y por lo dulce y perfumado de su poesía. Hace unos años lo he descubierto como acuarelista y también me ha deslumbrado. Sin embargo, aparte de estas características, Felipe tiene otra tan apasionante como las anteriores. No sé si muchos de los que lo conocen y leen estas líneas la han disfrutado. Para los que no, se las cuento; salgan con Felipe a dar un paseo por el barrio gótico de Barcelona, en lo posible un día sábado o domingo, y déjense llevar por sus amenas explicaciones sobre todo lo que ven. Les aseguro que, aparte de aprender muchas cosas nuevas, lo disfrutarán. Eso sí, de hacerlo, les aseguro que terminarán el paseo en la Plaza de San Felipe Neri, su lugar preferido.
Es agradable saber que Castelldefels, su pueblo y el mío, honre su nombre con esta distinción.

domingo, 18 de enero de 2009

Valparaíso y el Winnipeg


Julio Gálvez Barraza

Desde el mar, a bordo de un barco, el Domíngo 3 de septiembre de 1939, cuando el mundo ya estaba envuelto en la II Guerra Mundial, más de dos mil hombres, mujeres y niños vieron el amanecer de un nuevo día en Valparaíso. Arribaron al puerto la noche anterior y desde la cubierta, embelesados, admiraron las luces de la ciudad que los esperaba. Muchos recuerdan esas luces como guirnaldas que subían hasta el cielo. Casi todos ellos pasaron la noche en cubierta, esperaron expectantes el nuevo amanecer para desembarcar, para pisar tierra firme después de un agotador mes de viaje. Eran los pasajeros del Winnipeg, el mítico barco que trajo a nuestro país a este puñado de hombres que el fascismo ahuyentó de su patria, ese barco de nombre alado que fletó el Gobierno Republicano español en el exilio y miles de voluntarios de un pueblo que los sentía como hermanos y les ofrecía asilo.
Atrás quedaban tres años de cruel guerra entre hermanos y un triste éxodo en busca de una tierra que creían de libertad y fraternidad. Seis meses pasaron en los inhumanos campos de concentración franceses y, luego, 28 días de agotador e incómoda travesía en ese viejo carguero. Atrás quedaba la muerte de un niño de tres meses de edad sepultado en el mar frente a las costas peruanas. El futuro comenzaba en Valparaíso y lo simbolizaban los dos recién nacidos a bordo del Winnipeg. Agnes América Winnipeg Alonso Bollada, hija de Eloy y de Piedad, nació el domingo 6 de agosto a la altura del Cabo Finis Terre y Andrés Martí Castell Torelló, hijo de Eugenio e Isabel, vino al mundo el sábado 26 de agosto, en aguas del Pacífico, frente a las costas de Ecuador.
Al despuntar el alba, bajo el mando de los pilotos del puerto, el Winnipeg comenzó a romper la bruma matinal y se dirigió al sitio A del Espigón portuario. Lentamente fue entrando en la bahía luciendo a babor un gran retrato del Presidente Pedro Aguirre Cerda pintado sobre el fondo de una bandera chilena. Los pasajeros apretujados en cubierta, apoyados en las barandillas, vieron y oyeron con sorpresa como todos los barcos, barcazas y lanchones del puerto tocaron sus pitos y sirenas para darles la primera bienvenida. El muelle estaba lleno de gente. Autoridades, obreros, españoles residentes en Chile, todos enarbolaban banderas y pancartas con frases de bienvenida, los saludaban a gritos, como combatientes y no como a refugiados. Esos hombres y mujeres, que perdieron todo luchando por un ideal, salieron de Francia prácticamente "pateados", a empujones; y Chile los recibía como a héroes. En la pancarta más grande, la más visible, la que les causó asombro y arrancó sonrisas se leía: ¡Vivan los coños republicanos!
Al concluir el atraque, cuando el barco dejó de moverse, los gritos se fueron atenuando. Una banda de músicos interpretaba los primeros acordes del Himno Nacional Chileno. El público del muelle comenzó a cantar con fuerza, con alegría y emoción. Los pasajeros de a bordo tarareaban, movían los labios, intentaban seguir la letra con la misma emoción de los de tierra. La Canción Nacional terminó con grandes vivas a Chile y al Presidente Pedro Aguirre Cerda. Luego todos cantaron La Internacional, el himno fue coreado con fuerza por los pasajeros, en diferentes idiomas, se cantaba en vasco, en catalán, en gallego y en castellano.
A las 9,10 de la mañana bajó el primer pasajero. Al bajar por la pasarela hacia tierra, Juan Márquez Gómez lanzó un Viva Chile que fue contestado por la concurrencia mientras Rodrigo Soriano, ex Embajador de la España Republicana, se adelantaba a abrazarlo. Lo mismo hicieron después Jaime Valle Inclán, los representantes del Comité de Ayuda a los Refugiados, el Alcalde de la ciudad, Pedro Pacheco y los dirigentes de las organizaciones obreras. El joven pescador gallego no pudo reprimir lágrimas de jubilo al poner pie en tierra. Los refugiados, en completo orden y trayendo en sus manos las papeletas para la revisión sanitaria, siguieron desfilando hacia los galpones del espigón donde el personal sanitario procedía a vacunarlos. Es un largo desfile de hombres, mujeres y niños con ojos ávidos de ver una cara familiar o conocida. Muchos se llevan la grata sorpresa de que compatriotas, por referencia de relaciones en España, los buscan y los reciben con los brazos abiertos brindándoles su hogar en Chile. Médicos, ingenieros, químicos, electricistas, técnicos pesqueros, pescadores, obreros textiles, carpinteros, mecánicos, metalúrgicos, sastres, panaderos, mineros y de otras profesiones y oficios bajaron del barco con un equipaje compuesto de agradecimiento y esperanza en el futuro.
El desembarco dio motivo a conmovedoras escenas. Los excombatientes, hombres rudos del campo español y con tres largos años de guerra como bagaje, lloraban o cantaban con emocionado entusiasmo. Después de mucho tiempo nuevamente saborearon el significado de un abrazo fraterno. Roser Bru, entonces una de las jóvenes pasajeras, recuerda esta llegada: Muchos chilenos partidarios de la República Española nos esperaban en el puerto. Todavía, ahora, encuentro alguno que me dice, "¡Yo estaba allí!"
Los familiares de setenta refugiados tuvieron que colocarse tras los cordones tendidos por carabineros y esperar pacientemente la hora de abrazarlos. Ramón Pendás Laria, capitán del Ejército republicano de 32 años, al ver los cordones y con el triste recuerdo de los campos de concentración franceses preguntó tímidamente a un carabinero ¿Hasta donde puedo llegar? -Vaya a donde le dé la gana- respondió el carabinero. Emocionado, preguntó dónde podía tomar una cerveza. Fue a un restaurante y le ofrecieron una. Era negra. Pidió otra, blanca "Ah, usted quiere una pilsen", le explicaron. Ramón Pendás no sólo saboreó una cerveza junto al muelle de Valparaíso. Oyó que lo llamaban y se encontró con un primo.
La fuerte oposición a la venida de los refugiados de algunos sectores representantes de la derecha política chilena, encabezados por los periódicos El Mercurio y El Diario Ilustrado, dieron sus frutos también en el puerto. Dos españoles apostados en el malecón, simpatizantes del régimen franquista, profirieron insultos a los recién llegados. -Maleantes, criminales. Regresen a su tierra al llamado del General Franco.- No alcanzaron a decir mucho más. La gran cantidad de personas a su alrededor, entre gritos e intentos de agresión, les callaron la boca. El incidente tomaba ya serias proporciones cuando intervino carabineros haciendo desalojar el recinto a los dos provocadores que iniciaron el incidente. La simpatía que despertaron en el puerto los pasajeros del Winnipeg también contagió al corresponsal de El Diario Ilustrado. Este, ante la preocupación de un pasajero por la atención médica que recibiría su hija enferma, le tranquilizó. "Le hacemos saber que somos periodistas, que combatimos su venida al país, pero que ahora que se encontraban en tierra chilena debían formarse la idea de que estaban en su propia patria y que los chilenos, sin distinción de credos, eran sus hermanos. Su hijita se salvaría, porque los médicos chilenos eran sabios, capaces, y nos abrazamos." Y así lo narro en su diario.
Pasado el mediodía los bares, las calles y las plazas del puerto se llenaron de alegres refugiados y solícitos chilenos que querían festejarlos. En la plaza Victoria se congregó el Coro Vasco fundado a bordo del barco. Interpretaron las conocidas canciones de la guerra civil española y algunas en lengua vasca. Cuando terminaron de cantar la marcha de los combatientes vascos, los refugiados lloraban de emoción.
El eficiente Comité Chileno de Ayuda a los Refugiados, encabezado por el poeta y diputado Julio Barrenechea y cuyo coordinador era un médico, el doctor José Manuel Calvo, tenía ya todo organizado. Acomodaron a los que quedaban en el puerto en diferentes pensiones o casas particulares. Formaron grupos con los pescadores que irían a Iquique, Talcahuano, San Antonio, algunos campesinos -pocos- a Quillota, Limache, La Calera o a diversos fundos cercanos y les ofrecieron su primer almuerzo en Chile. Un tren especial compuesto de doce vagones estaba preparado para trasladar a los mas de mil cuatrocientos pasajeros que seguirían a Santiago. Ahí, en la Estación de Valparaíso, se produjo otro hecho emocionante. La gente lloraba porque se empezaban a ir los trenes, el barco había cumplido su misión y los pasajeros sufrían su segunda despedida, veinticinco de ellos ya habían desembarcado en Arica y ahora seiscientos se quedaban en el puerto y sus alrededores, el resto marchaba a la capital. A estos, en la Estación Mapocho, les esperaba otro multitudinario recibimiento.
No sabían nada este país ni de nuestra gente. No podían imaginar cómo sería su futuro. Vivían una leyenda, entre la incertidumbre y la esperanza. Pero ninguno de ellos olvido, ni olvidan, esa noche en que las luces bajaban desde los cerros y subían como guirnaldas hasta el cielo de nuestro puerto principal y ese nuevo día en que una multitud alegre y solidaria los recibió como a héroes en el Valle del Paraíso; en Valparaíso.

martes, 13 de enero de 2009


NACIMIENTO DEL CAMPAMENTO "LA VICTORIA"
Julio Gálvez Barraza
La Declaración Universal de los Derechos Humanos reconoce como uno de los derechos fundamentales del hombre el lograr una vivienda digna. Sin embargo este derecho, no del todo cumplido en los países ricos, se convierte en un sueño inalcanzable para millones de habitantes del resto del planeta. En Chile la situación habitacional no ha sido ni es ajena a este fenómeno. A partir del año 40, la crisis de la minería, del artesanado provincial y el éxodo rural, entre otros factores, hicieron afluir trabajadores hacia Santiago, lo que significó una rápida saturación de los conventillos y barrios antiguos del centro de la ciudad. La llegada masiva de esta migración interna y la paulatina expulsión de los pobladores radicados en ciertos sectores de la ciudad, por el creciente comercio y la industria, fue conformando el conglomerado de los sin-casa y allegados, que luego dieron forma a las llamadas "poblaciones callampas". Ante esta situación, los pobladores junto a los partidos políticos obreros iniciaron la organización de la ocupación "ilegal" de terrenos -Tomas-, que a veces se realizaban en forma no organizada y otras en forma ejemplarmente organizadas, como es el caso de la Toma de la chacra La Feria, al sur-oeste de Santiago, lugar en el que se asentaría definitivamente la población La Victoria.
Ambas laderas del Zanjón de la Aguada, el canal que recoge gran parte de las aguas servidas de la zona sur de Santiago, se transformó en un asentamiento codiciado para muchos emigrantes sin recursos. En 1957, dos mil familias vivían hacinadas a lo largo de este cauce. Carecían de agua potable y luz eléctrica, sufrían el acoso de ratas y vinchucas, origen de constantes epidemias, y estaban expuestos continuamente a los estragos causados por los desbordamientos del cauce y por los incendios, que consumían en llamas un gran número de hogares.
Los habitantes del Zanjón de la Aguada se habían organizado en el comité de pobladores sin-casa, dispuestos a luchar por su derecho a un lugar digno donde vivir. Después de vanas gestiones con los organismos oficiales, a los que solicitaban una solución al problema, y una vez agotadas todas las vías convencionales, llegaron a la conclusión de que sólo ellos debían resolver su situación, por la razon o la fuerza, y decidieron tomarse un terreno cercano donde levantar sus viviendas. Comenzaron a prepararse, fueron apoyados por algunos diputados y regidores de partidos obreros y asesorados, en su secreto proyecto, por arquitectos y estudiantes de Arquitectura.
Un incendio, el 24 de octubre, en el que varios niños perecieron quemados y numerosas familias perdieron sus modestos enseres, terminó por persuadir a los vacilantes. En una concentración efectuada en el mismo lugar, se acordó la ocupación de un terreno en el que antiguamente se emplazaba la chacra La Feria y que había sido adquirido por la Corporación de la Vivienda (CORVI), aunque abandonado por mucho tiempo.
Unas quinientas familias se mudaron en la madrugada del 30 de octubre de 1957 desde el Zanjón de la Aguada hacia la ex chacra La Feria. Horas antes, una brigada de jóvenes había cegado las pocas farolas existentes en la calle San Joaquín, única vía difícil de sortear sin llamar la atención. Durante el trayecto, a pesar del tenso cansancio, reinaba la alegría y el optimismo; todos se afanan en ayudarse, en calmar el llanto de los más pequeños o en cargar los modestos enseres con los que se construiría el refugio provisional.
El comité y los arquitectos que les asesoraban, preparaban los planos de la futura población basandose en un levantamiento topográfico obtenido en la CORVI, pero el incendio ocurrido días atrás precipitó la ocupación del predio, por lo que no tenían tiempo para proyectos más elaborados. Se acordó una previsora instalación de las familias, de acuerdo a un criterio de resistencia contra los probables intentos policiales por desalojar a los ocupantes. Reforzaron los flancos más débiles, frente a la Avenida La Feria y lo que hoy es la Avenida Departamental, donde emplazaron a pobladores probados en acciones anteriores.
Para frenar la posible represión policial, la consigna fue levantar algún tipo de refugio antes del alba, a fin de ofrecer la imagen de un asentamiento consolidado. Al amanecer, el sol iluminó un bosque de sábanas y frazadas que conformaban el campamento, adornado con miles de banderas chilenas flameando a lo ancho de las 70 hectáreas que comprende el terreno. Lo que horas antes era un campo cubierto de yuyos, se había convertido en un enorme poblado con miles de habitantes.
Con los primeros rayos del sol también apareció el primer contingente policial. Los carabineros, desconcertados por la magnitud de la operación, sólo se limitaron a observar. La primera acción fue cercar el perimetro para que nadie entrara ni saliera del sector. Las fuerzas policiales de ese tiempo profesaban respeto por el símbolo nacional, por primera vez vieron flamear miles de banderas concentradas en un territorio que se proyectaba al futuro y no se atrevieron a arrasar con esas familias que protagonizaban su propia historia.
Más tarde se agregaron nuevos refuerzos, hasta reunir una tropa que emprendió la primera y feroz embestida contra los ocupantes, pero una lluvia de piedras detuvo a los agresores, que fueron obligados a replegarse. Después, el Oficial a cargo de la operación pide iniciar el dialogo con los dirigentes de la toma. Pero la maniobra sólo encubría nuevas tentativas de ataque, que igualmente fueron rechazadas.
Las horas del día favorecieron el ingreso de otras quinientas familias y permitieron reforzar las débiles estructuras construidas durante la noche. Algunos iniciaron la excavación de pozos negros mientras los dirigentes, acompañados por parlamentarios y por el Cardenal José María Caro, trataban de entrevistarse con el Presidente de la República para intentar evitar el desalojo con que habían sido amenazados. La intervención del Cardenal, quien solicitó personalmente al Presidente Carlos Ibáñez que no se usara la violencia con los pobladores, fue precisa y oportuna.
Antes de oscurecer, el Intendente de Santiago ordenó incomunicar el campamento, alarmado por el rápido incremento de familias invasoras. El predio fue acordonado férreamente en todo su perímetro con el propósito de someter a los ocupantes por la sed y por el hambre. La policía reprimió con todas las fuerzas disponibles cualquier intento de burlar el bloqueo. En varias oportunidades se produjeron enfrentamientos.
Con el paso de los días, los trabajos de construcción avanzaron considerablemente, pero la falta de agua comenzó a causar estragos. Los niños fueron los que más sufrieron las precarias condiciones en que se desarrollaba la toma. La lluvia y el frío por la noche y el calor durante el día multiplicó las pulmonías y las diarreas infantiles. Algunas madres embarazadas alumbraron con grave riesgo para sus vidas. En general faltaron recursos para atender a los que caían enfermos. En vista de la gravedad de la situación surgieron voces proponiendo la ruptura del cerco policial, pero los dirigentes, convencidos de que el tiempo corría en su favor, se mantuvieron firmes y llamaron a mantener la calma. Cada hora que transcurría ayudaba a consolidar la toma.
El campamento progresó aceleradamente gracias al esfuerzo de sus pobladores y a la solidaridad brindada desde el exterior. Con el auxilio de un par de taquímetros, facilitados por los estudiantes de Arquitectura, se avanzó en el trazado de los lotes y las calles. Debían asignar las ubicaciones definitivas sin pérdida de tiempo y, para evitar discriminaciones, procurar entregar los sitios del mismo tamaño: 9 por 18 metros. Se reservaron los terrenos destinados a futuras escuelas, áreas verdes, centros sociales y comerciales. La adjudicación de terrenos para Iglesias o Templos motivó polémica, pero prevaleció la opinión de reservarles un sitio.
A los nuevos pobladores se les impedía el ingreso de maderas y enseres, sin embargo la solidaridad de las organizaciones políticas y sindicales contribuyó a burlar el bloqueo: Cada noche ingresaba una mayor cantidad de alimentos, agua y materiales de construcción. Pasados quince días se hizo evidente la imposibilidad de desalojar a los ocupantes sin cometer una masacre de gran envergadura. Finalmente, presionados por los partidos políticos de izquierda, por la Iglesia y por la Central Unica de Trabajadores, las autoridades cedieron. Se levanto el cerco autorizando la permanencia en el predio y se acordo iniciar negociaciones para la transferencia definitiva del predio a los ocupantes. A esas alturas, el terreno contenía unas tres mil familias con quince mil habitantes; Había nacido el Campamento La Victoria.
Una vez conquistado el derecho a permanecer en el terreno, los pobladores iniciaron el largo proceso por conseguir el abastecimiento de agua potable y electricidad, por lograr la llegada del transporte público, por la construcción de calles y aceras, escuelas y policlínicas. Cada uno de estos servicios exigió la realización de interminables trámites y gestiones, mientras las familias avanzaban en la construcción de un hogar más sólido, de acuerdo a sus escasas disponibilidades de recursos.
En el año 1959, la Municipalidad de San Miguel pavimentó la primera calle en la población, acontecimiento que fue celebrado con un verdadero carnaval. Otro suceso celebrado con igual entusiasmo fue la apertura del año escolar, en 1961, ceremonia que tuvo lugar en las primeras aulas construidas por los propios pobladores, y con características muy curiosas, no solo por construirla los mismos pobladores, sino por que, además, en un afán exagerado por evitar privilegios; eran redondas. Algún tiempo más tarde se levantó el primer Retén de Carabineros, construido por los pobladores con materiales donados por la CORVI.
Las numerosas movilizaciones para obtener los servicios públicos, fueron contribuyendo a fortalecer las convicciones políticas. Influyó también en esto la preocupación de los dirigentes por hacer comprender la relación entre reivindicación social y política. Seguramente por esta toma de conciencia socio-política es que los pobladores denominaron las calles de la nueva población con nombres tan significativos como: Cardenal Caro; Los Comandos; Mártires de Chicago; Libertad; Esfuerzo; Carlos Marx; Unidad Popular; o la calle principal de la población llamada 30 de octubre, fecha de la primera toma de terreno organizada y victoriosa de Chile y quizás de América Latina.
Con el correr de los años, La Victoria ha seguido el ejemplo organizativo de sus fundadores. La noche del 11 de septiembre del 83, a diez años del golpe militar, luego de una de las Jornadas de Protesta Nacional más reprimida, se esparció por todo el área sur de Santiago el rumor de que grupos de pobladores de La Victoria asaltarían e incendiarían otras poblaciones. No se conocía el origen de la información, pero se prestó crédito por la acogida que le dispensó la prensa y la televisión. Los vecinos de las poblaciones adyacentes vivieron una extraña incertidumbre y sus dirigentes fueron citados por carabineros para advertirles del hecho. El principal instigador de la provocación fue el Ministro del Interior del régimen, quien instó a la ciudadanía a organizarse en las unidades vecinales y lugares de trabajo para defenderse de los terroristas. El Ministro, de hecho, estaba dando luz verde a un plan destinado a provocar el enfrentamiento entre pobladores. Esperaba conseguir así lo que el aparato represivo no había logrado: sofocar la rebelión quebrando la unidad de acción entre los dirigentes y desacreditar a los líderes más combativos.
La respuesta de las organizaciones poblacionales fue contundente, a los dos días de la provocación se reunieron dirigentes de 25 poblaciones del sector sur y dieron forma a la Coordinadora Multipoblacional, para poner atajo a los rumores y coordinar mejor sus acciones futuras. La respuesta seguramente dejó satisfecho al Sr. Ministro; la ciudadanía, haciendo caso a sus consejos se organizó, pero aún fue más allá, se organizó contra los verdaderos terroristas.
La organización de los indomables victorianos hoy en día sigue vigente, enfrentando otro adversarios, con nuevas armas. Las necesarias para afrontar el flagelo de la droga, la delincuencia, el desempleo, la pobreza y el hacinamiento; que no sólo son enemigos de los pobladores de La Victoria. Y, como miles de chilenos, siguen esperando la alegría que viene, el cambio por el que muchos trabajamos y en el que pusimos tantas esperanzas, incluido el referente al juicio y castigo a los culpables de violar los derechos humanos, al esclarecimiento de la verdad, de esa verdad que ayer murió de manera transitoria, y aunque lo sabe todo el mundo, todo el mundo lo disimula; así lo ha dicho Neruda. Y también dice: Tal vez tenemos tiempo aún para ser y para ser justos.