
Julio Gálvez Barraza
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lunes, 29 de julio de 2019
miércoles, 10 de julio de 2019
¿De qué murió César Vallejo?
Dr. ENRIQUE ROBERTSON.
Médico en Bielefeld, Alemania.
Médico en Bielefeld, Alemania.
1
En la Revista Nerudiana 6 (diciembre 2008) se
conmemoró el 70° aniversario de la muerte de César Vallejo. El gran poeta
peruano murió durante la mañana del viernes 15 de abril de 1938 en la Clínica del Boulevard
Arago de París, donde había ingresado muy enfermo tres semanas antes, sin que
el equipo de cinco médicos encabezados por el afamado Dr. Lemière hubiese
podido establecer el diagnóstico del misterioso mal que lo mató lentamente. Los
resultados de las pruebas de sangre y otros análisis clínicos y radiográficos
resultaron inútiles para aclarar la causa de su enfermedad. Según Georgette
Vallejo, esposa del poeta, el Dr. Lemière le dijo: «veo que este hombre se
muere, pero no sé de qué». A falta de un diagnóstico médico, para explicar la
causa de su prematura muerte abundaron otros diagnósticos establecidos por
amigos, poetas, escritores, músicos e historiadores. Unos dijeron saber que
había muerto de tuberculosis, otros que de sífilis secundaria, o fiebre
amarilla, o malaria o paludismo, diagnósticos que la Clínica Arago había descartado
en los 23 días que estuvo hospitalizado allí. Entonces y después, se aseguró
repetidamente: murió en cumplimiento de su célebre profecía «Me moriré en París
con aguacero, / un día del cual tengo ya el recuerdo» (del soneto “Piedra negra
sobre una piedra blanca”).
Neruda dijo: Vallejo murió de hambre y
asfixia: murió del aire sucio de París, del río sucio de donde han sacado
tantos muertos. Juan Larrea inculpó a Neruda de haber contribuido
indirectamente a que Vallejo muriese de sus muchas hambres, por no haberlo
ayudado a conseguir cierto trabajo remunerado que le habría permitido ganar
dinero para comer. Según Georgette: el señor Larrea está mal informado, casi no
hay informe de él que no contenga alguna inexactitud leve o grave. Otros
dijeron: la muerte de Vallejo es un paradigma, una página heroica, una epopeya
como la más grande de los fastos universales, murió por consunción y
agotamiento, en batalla contra el mal y la muerte, en defensa de la dignidad,
el bien y la nobleza. Vallejo murió de España. Hace veinte años, el alemán Hans
Magnus Erzensberger dictaminó: las enfermedades de que sufrió Vallejo eran
desconocidas en la medicina. Una se llamó España, y la otra, una enfermedad muy
vieja y muy venerable: el Hambre. Antes y ahora, la mayoría coincide en
asegurar que Vallejo murió de hambre.
Hay mucho de verdad en ello, estaba
crónicamente desnutrido. A más tardar desde 1923 la pobreza lo había obligado a
acostumbrarse a comer muy poco: «en París tendremos que vivir de piedrecitas»,
dijo a un amigo. En octubre de 1923, desde la Sala Boyer del Hospital
de la Charité ,
le escribe a otro amigo: acabo de ser operado de una hemorragia intestinal.
Después de esa operación, alimentarse le fue difícil no sólo por falta de
dinero. Privado de buena parte de su estómago, ya no pudo comer y beber -carne
y vino, es un decir- sin sufrir las consecuencias. Lo que el resto de su
estómago toleraba era probablemente la dieta ovolacto-farinácea. Pero nunca se
supo que bebiese leche, era más cara que el vino. También los huevos.
Se alimentaba de patatas, de papas
-originarias del Perú, como él-, según está indesmentiblemente documentado por
Arturo Serrano Plaja. Recordando la llegada a París (1935) de la delegación
española al I Congreso Internacional de Escritores Antifascistas -grupo
procedente de Madrid, al que se sumaron Neruda y González Muñón-, Serrano Plaja
escribe: «para prolongar la estancia en París cuanto fuese posible, con el no
mucho dinero que teníamos (la mayor parte lo ponía Neruda), decidimos hacer un
plan de austeridad o algo por el estilo. Y como en París encontramos a Vallejo
(alimentado de casi exclusivamente patatas cocidas mañana y noche, como cuando
le conocí en España) el plan parecía sobrevenir del modo más natural.»
Algo menos de tres años después moría
César Vallejo, de un modo que evidentemente no parecía natural. ¿De qué mueren
los poetas? La ventaja es que mueren para seguir viviendo, como Vallejo. La
señora Oyarzún -esposa del chileno Cuto Oyarzún, que en la víspera de su muerte
pasó toda la noche velando junto a su cabecera- cuenta que a las cinco de la
mañana del 15 de abril César Vallejo llamó a su madre y poco antes de expirar,
ya en presencia de su esposa y varios amigos, pronunció estas palabras:
«España. Me voy a España.» Murió poco después de haber escrito su testamento:
el poema dedicado a exaltar la lucha del pueblo español en el trance de la
guerra civil, que tituló como una oración al vislumbrar su martirio y final
inmolación.
«Murió -escribió Juan Larrea, esta vez
con exactitud- sin aspaviento alguno, dignamente, con la misma dignidad con que
había vivido». El músico peruano Gonzalo More, que estaba en el grupo de amigos
del poeta junto a su lecho de muerte, escribió: La expresión de su rostro
muerto era verdaderamente maravillosa. No te imaginas qué belleza interior y
qué luz sobrehumana en la frente del cholo. Su gesto de dolor desapareció para
dar vida a una expresión de serenidad y bondad infinitas.
2
Pero ¿de qué murió? ¿Quizá envenenado?
Me lo pregunté porque, hace poco tiempo, la extraña enfermedad de César Vallejo
despertó también el interés y la imaginación de Roberto Bolaño. En su novela
Monsieur Pain (Anagrama, 1999) el escritor fabuló sobre la muerte del poeta
peruano en un ambiente en el que aparecen formas marginales de la ciencia y
supuestas conspiraciones fascistas para asesinarle. Bolaño explicó que tuvo
noticia de Pierre Pain por las memorias de Georgette Philipart, viuda de
Vallejo, quien contaría en ellas que pidió los servicios de Monsieur Pain,
curandero que trataba enfermos aplicando fenómenos mesméricos (doctrina del
magnetismo animal del médico alemán Mesmer), para que curase de un nefasto
ataque de hipo que hacía sufrir mucho a su moribundo esposo. Bolaño me contagió
su interés.
Considerando aspectos anamnésticos y
otros, en cuanto médico -y en cuanto aficionado a investigar misterios
literarios- me atrevo a sostener un diagnóstico que hasta ahora nadie ha
emitido: César Vallejo falleció a consecuencias de una intoxicación crónica por
solanina, agudizada en sus últimas cuatro semanas de vida. El Dr. Lemière habría
debido considerar esa posibilidad. Que se sepa, no lo hizo, no obstante una
publicación científica de su país, fechada veinte años antes -publicación que
todavía hoy se cita-, había tratado detalladamente la causa de muerte de unos
soldados franceses que saciaron sus muchas hambres -de semanas, que no de años-
con patatas enverdecidas y con brotes. Consumidas, además, sin pelar y mal
cocidas; es decir, muy tóxicas por su alto contenido de solanina. Los brotes de
la patata enverdecida (porque conservada en ambiente húmedo y expuesta a la
luz) son muy venenosos. En tal condición, una sola patata puede contener una
dosis peligrosa de solanina.
Hay suficiente información en Internet
acerca de este veneno, cuya ingestión no mata hoy a muchos adultos porque las variedades
comerciales de patata están controladas. Sí a niños, por lo que sigue
mereciendo especial mención en el capítulo de las intoxicaciones alimentarias.
Simula una infección -que el laboratorio no aclara- con fiebre, progresivo mal
estado general, síntomas gastrointestinales, neurológicos y psiquiátricos,
etcétera. Causa la muerte -no siempre, afortunadamente- sin que se sepa por
qué: no es habitual pensar en la papa como causante.
Pocos acumularon nunca tantos
factores para devenir víctima de una intoxicación letal con solanina como César
Vallejo, «alimentado de casi exclusivamente patatas cocidas mañana y noche».
Seguramente estaba acostumbrado a soportar bien el veneno, pero la acumulación
de éste en su organismo debió -en el transcurso de muchos años- haber llegado a
niveles críticos. No pocas veces se sintió al borde de la muerte. Al sentirse
muy enfermo, siguió alimentándose de lo que a él y su mujer les parecía que era
lo único que podía tolerar. Los jugos gástricos se encargan de neutralizar parcialmente
la toxina. A él, le habían extirpado parte del estómago; y seguramente
neutralizaba los que producía con bicarbonato de sodio. Además, en su pobreza,
las patatas que compraba en 1938 en París eran seguramente las más baratas que
podía conseguir. Enverdecidas.Y éstas había que aprovecharlas al máximo,
pelarlas poco o nada; cocerlas, bien cocidas, significaba un gasto adicional.
sábado, 18 de mayo de 2019
La alianza de intelectuales y el compromiso del escritor
Es reconfortante participar
en un encuentro de escritores y personas ligadas al mundo de la cultura, en
donde no sólo se intercambian opiniones y se muestran las nuevas creaciones.
Soy de los que creen firmemente que la labor del intelectual no es sólo la de
sentarse frente a la temida hoja en blanco. Pienso que el escritor, más que
otros oficios, está llamado a involucrarse en la solución de los problemas
inherentes a la sociedad a la que pertenece, está llamado a ser un activo
denunciante de las desigualdades y un divulgador de las carencias que afectan a
los pueblos en los que está inmerso. En definitiva, creo que uno de los deberes
del trabajador de la cultura es participar en la política que rige los destinos
de su nación. Sin embargo, esta condición política a la que aludo merece una
explicación; no hablo necesariamente de una “militancia” en un partido político
determinado, allá cada uno si la tiene, me refiero al amplio espectro de la
palabra política. Como seres humanos, como personas, nuestra trayectoria por la
vida está normada desde que nacemos, y estas condiciones las ponen las leyes,
dictadas o acordadas por dirigentes políticos o por ideologías políticas. Los
planes de estudios, los contratos laborales, el contrato matrimonial, la
responsabilidad legal con los hijos, etc., etc., todo está normado por leyes
que se han dictado bajo un concepto político. Muchas veces, -y esto lo sabemos
muy bien en nuestro continente-, las faltas de libertades (condición básica
para la creación literaria) y la interrupción de los sistemas democráticos,
están condicionadas por hechos políticos.
No es descabellado entonces
pensar que el trabajador intelectual está llamado a ser un sujeto activo en el
desarrollo de la sociedad. Tampoco, evidentemente, descubro nada nuevo, esta es
una discusión que se ha dado desde hace largo tiempo y para graficarlo quisiera
hablar sobre un poeta y una época en la que los intelectuales chilenos, en su
inmensa mayoría, se involucraron activa y positivamente en el acontecer
político.
Como sabemos, Pablo Neruda
vivió en España desde mayo de 1934 hasta noviembre de 1936. Los sucesos
políticos en la España de esa época señalaron al poeta su nuevo y definitivo
destino, cambiaron su percepción del mundo y enriquecieron el contenido de su
caudalosa poesía. A raíz de la guerra civil, el poeta sale de su
ensimismamiento con una nueva sensibilidad, la de participar activamente en la
realidad colectiva con un sentimiento de solidaridad humana. De esa conversión
poética y política surge una poesía de aliento épico, ideológica, comprometida,
aunque dignificada por su gran amor a España, a América y al hombre universal.
La experiencia española no
se desvaneció en su mente ni en su corazón. Su lección, -aunque en su creación
artística todo lo rescata-, aparece en gran parte de la obra nerudiana y
determina las más intensas emociones en su creación poética. No sólo en el
marco de la forma y el estilo, sino desde el de la profunda verdad de la
experiencia vivida y asumida. Tengo que decir que, como lector, entiendo la
creación literaria no sólo como un ejercicio de estilo, sino como comunicación
de esa sustancia impalpable que hace vibrar íntimamente a quien lee, le abre el
sugestivo camino, entre afirmaciones, contradicciones y aciertos, hacia la
región más íntima del autor, le hace partícipe de una historia humana, recatada
y revelada con pudor y en la que se concreta la condición del hombre en la
tierra.
Café
Poético de la Dirección de Extensión y el Centro Mistraliano de la
Universidad de La Serena. Conferencia de Julio Gálvez Barraza,
titulada ''La alianza de intelectuales y el compromiso del escritor''.
Universidad de La Serena. Conferencia de Julio Gálvez Barraza,
titulada ''La alianza de intelectuales y el compromiso del escritor''.
Creo que es una de las
tantas formas de interpretar la poesía de Neruda. Sin embargo, me interesa tanto
el poeta como su conducta y la coherencia con su poesía. Me interesa el hombre
cívico, el intérprete de las angustias del semejante, de sus problemas, el que
asume la defensa y comulga con un hombre que no es un héroe sino un ser común y
corriente.
Las interpretaciones, los
estudios y análisis de su poesía llenan miles de páginas y, por supuesto, con
diferentes puntos de vista. Sus más importantes biógrafos nos han contado con
detalles la gestación de sus versos, han interpretado y desmenuzado su poesía
más compleja y la transformación de su obra a raíz de los sucesos de España.
Pero sólo a grandes rasgos nos hablan de su participación dentro del entorno
social. Su cronología escuetamente nos dice que: fundó la Alianza de
Intelectuales de Chile; fue Director de la revista Aurora de Chile; realizó
gestiones en favor de los refugiados españoles. Pero, ¿cuál fue la aportación
de la Alianza de Intelectuales en Chile? ¿Por qué o por quién fue inspirada?
¿Conocen las nuevas generaciones el contenido de la revista Aurora de Chile?
¿Sabemos cómo se gestó esa maravillosa odisea del Winnipeg? Aún aceptando que
la metamorfosis en la poesía de Neruda, después de la guerra civil española,
fue a causa de una transformación en el concepto político y todos, o casi todos,
sabemos en qué consistió ese cambio poético, ¿conocemos todos, o casi todos,
cómo influyó ese nuevo concepto en su comportamiento personal? ¿Conocemos cómo
se ejerció ese cambio? ¿Sabemos las consecuencias de esa toma de conciencia?
Sería muy difícil encontrar
en la historia de Chile a un agitador más agitado, a un desorganizado más
organizado o a un "observador solitario" más activo y acompañado que
el Neruda que regresó de España en octubre de 1937. Si hurgáramos en la
historia, posiblemente encontraríamos personajes análogos en cuanto a actividad
se refiere, pero con seguridad no encontraremos ninguno con los brillantes
resultados obtenidos por el poeta. Fueron, en efecto, diecisiete meses de
frenética actividad. Desde su llegada a Chile, hasta marzo de 1939, fecha en
que viajó de nuevo a Europa, esta vez a buscar caídos: organizó a los
trabajadores de la cultura del país en la Alianza de Intelectuales de Chile,
organización que en su sesión inaugural ya agrupaba a más de 150 intelectuales
de primera línea; fundó la revista Aurora de Chile; estructuró la enorme
campaña de solidaridad con el pueblo español; participó muy activamente en la
campaña presidencial que llevaría a gobernar al candidato del Frente Popular;
inició una dura campaña para desenmascarar a los activistas alemanes que en
Chile hacían proselitismo por la emergente y belicosa causa nazi; dedicó
tiempo, desde la Alianza de Intelectuales, a reanimar el recuerdo y la
estimación de los valores intelectuales históricos del pasado; orientó no sólo
los lazos fraternos con sus pares americanos, sino también la unidad de acción
en la liberación de los pueblos y en la defensa de sus valores culturales. En
pocas palabras, se dedicó por entero a la práctica de un principio aprendido en
otras tierras: la fraternidad.
Esta titánica tarea no la
desarrolló en un clima de aguas mansas y favorables, sino capeando otros
enormes temporales; el ataque despiadado de la derecha criolla, la proverbial
envidia de algunos enemigos literarios y el ataque de los nazis locales,
quienes llegaron a difundir panfletos denostándolo. Uno de ellos, poco
conocido, apareció publicado en el boletín Nº 2 del denominado Comité Nacional
pro Defensa del Judaísmo. En el panfleto se puede leer el siguiente texto:
BOLETÍN INFORMATIVO Nº 2
¿QUIEN ES PABLO NERUDA?
“Es un judío degenerado. El
se dice chileno y poeta
NERUDA es judío, y por lo
tanto no puede ser chileno, es un hombre pagado por el judaísmo internacional.
Dio pruebas de esto abusando
de su cargo como Cónsul Chileno en Madrid, logrando con su sucia labor, atraer
las mayores desgracias sobre España. A él le debe la Madre Patria la muerte y
masacre de millares de españoles.
EL JUDÍO es enemigo de todos
los pueblos y por naturaleza anarquista.
EL JUDÍO PABLO NERUDA, unido
a la Alianza Israelita de Chile, se puso al servicio del Frente Popular para
conseguir... qué? sólo el caos y el desorden, que es lo que trae consigo
siempre, un gobierno de comunismo o bolchevismo, que es sinónimo de judaísmo.
¡ATENCIÓN CHILENO!
¡CONOCE A TUS ENEMIGOS A
TIEMPO! ...LOS JUDÍOS...
Comité Nacional pro Defensa
del Judaísmo”
El texto no merece más
comentarios.
Es verdad que el legado más
importante del vate es su obra escrita, su caudalosa poesía. Pero, por el hecho
innegable de ser uno de los poetas más importantes de todos los tiempos,
¿debemos dejar de lado, en la memoria colectiva, su inmensa dimensión de hombre
social, solidario o político? No se puede separar al ser humano en sus diversos
aspectos, sean estos sociales, artísticos o de otra índole. No pretendo tampoco
desconocer el marcado carácter lúdico del poeta, ni las tormentosas rupturas de
dos de sus tres matrimonios. Pero estos rasgos, que le acompañarían toda su
vida y que integran uno de sus mil rostros, no empañan ni desmerecen su
condición poética ni la de líder social. Es más; estas facetas, estas rupturas
amorosas, aparte de enriquecer su obra, lo integran al hombre común, al hombre
con disposición de dar y de recibir, al ser con capacidad de soportar el
sufrimiento y con necesidad de disfrutar de la alegría y del amor. Empero, me
atrevería a afirmar que la integridad y la grandeza moral en el comportamiento
político y social de Neruda, -esa que alguno de sus biógrafos, voluntaria o
involuntariamente omiten-, está muy cerca de alcanzar el esplendor de su obra
artística.
Del mismo modo que el poeta
puso la poesía al servicio de sus semejantes; la amistad, el sufrimiento, las
desdichas o la felicidad de sus semejantes, como ente singular o como conjunto
social, inspiraron su sensibilidad para crear una parte importante de su
poesía. En consecuencia, luego de “España en el corazón”, su obra de amor más
profunda y desinteresada y posteriormente del “Canto General”, la poesía de
Neruda comienza a llegar a la gente convertida en la expresión más sencilla y
clara de las aspiraciones de millones de personas. Pero esta entrega a sus
semejantes, como hemos visto-, no fue gratuita. Estas definiciones y
compromisos no estuvieron exentas de costos personales. En cada acción en que
el poeta se definió por alguna causa social, la reacción de sus adversarios
también fue virulenta. Alguna vez fue la difamación por parte de sus pares en
la poesía. Otra vez fue la destitución fulminante de su cargo consular por
alinearse con los republicanos en España o la suspensión del mismo cargo en
México. La tardanza en ser reconocido como merecedor del Premio Nóbel también
es atribuible a su larga trayecto-ria como militante del Partido Comunista.
En muy pocas oportunidades
los países del mal llamado Tercer Mundo han tomado la iniciativa en acciones
que enorgullezcan a la humanidad. Sin embargo, una de esas pocas ocasiones, la
solidaridad de Chile con el pueblo español en el año 1939, la lideró Neruda
llevándola a la práctica de forma ejemplar.
Cuando ya ha transcurrido ochenta
años de exilio de los republicanos españoles en Chile, se estima en más de
veinte mil personas, entre sobrevivientes y descendientes de esos refugiados,
los que colaboraron y colaboran al desarrollo técnico e intelectual del país.
Esa prodigiosa gesta fue posible gracias a la coherencia de un poeta, de
espíritu abierto, implicado en los sucesos políticos de su tiempo, apto para
contener los grandes fenómenos sociales y humanos de su época.
Publicado en http://letras-uruguay.espaciolatino.com/aaa/galvez_barraza_julio/la_labor_del_trabajador_de_la_cultura.htm
domingo, 3 de febrero de 2019
Rolando Cárdenas, poeta
Rolando Cárdenas nació en Punta Arenas el 23 de marzo de 1933. Vivió en la austral ciudad hasta los 22 años, por tanto, su poesía está ligada a las nieves magallánicas.
El poeta se estableció en
Santiago en 1955, con el propósito de estudiar Construcción Civil, carrera que
cursó en la Universidad Técnica del Estado. Durante su época de estudiante
trabó amistad con Jorge Teillier.
Su primer libro, Tránsito
breve, fue publicado en 1961, seguido de En el invierno de la provincia (1963).
Para mediados de la década
de 1960, la obra de Rolando Cárdenas era ampliamente reconocida por sus
contemporáneos y fue incluida en varias antologías de la época, así como en el
ensayo La poesía de los lares de Jorge Teillier.
En 1972 recibió dos
reconocimientos por su trabajo Poemas migratorios: el primer premio en el
concurso Pedro de Oña y una mención en el prestigioso concurso de poesía
organizado por la Casa de las Américas en Cuba.
Tras el golpe de estado de
1973, Rolando Cárdenas fue detenido y recluido en el Estadio Chile, y
posteriormente privado de la posibilidad de ejercer su profesión. En 1974 pudo
publicar el laureado Poemas migratorios, uno de sus libros más importantes y el
único que daría a conocer hasta el año 1986, fecha en que apareció Qué, tras
esos muros.
Durante los grises años de
la dictadura, el autor fue un asiduo visitante de lugares como la Sociedad de
Escritores de Chile y el bar La Unión Chica, donde se daban cita numerosos
escritores y poetas, los mismos que lamentaron su sorpresiva muerte el 17 de
octubre de 1990. Apenas un tiempo antes, había dejado el manuscrito de Vastos
dominios en manos de su amigo Carlos Olivárez, quien se encagó de que fuera
incluido en las que conforman actualmente sus Obras completas, publicadas el
año 1994.
EPÍLOGO, poema de Rolando
Cárdenas
Yo quisiera morir en la
tarde azul
Rodeado de mis libros
solamente.
Podría ser lejos de mi casa,
En una ciudad desconocida,
también podría ser en la
montaña,
cerca del mar, o en un lugar
cualquiera,
pero sin nada que me diga
que una vez fui amado,
aunque haya sido el amor
tenaz de mi madre,
porque estoy tan seguro de
haber estado solo
desde el grito primero,
cuando la luz fue mía.
Tal vez, se piensen o digan
muchas cosas
cuando yo ya no exista en la
hora derribada,
pero ya será tarde.
Alguien dirá de mis
virtudes, otros de mis defectos.
Hasta se oirá que me faltó
valor
Para enfrentar el mundo.
Pero todos se habrán
equivocado
Y yo me quedaré
profundamente mudo
Sin defender el minuto
insondable.
En el entonces, todo
importará,
Incluso hasta la lágrima,
Y después, todo seguirá como
antes.
Siempre ocurren las cosas de
este modo.
Yo me iré trasudando por mi
última noche
Siempre callado y solo, como
he sido en mi vida.
Tal vez, un poquito de
tristeza,
Porque vivía para ser amado
Y el aroma se fue sin
siquiera rozarme.
Claro que no tendré las
cosas que tenía,
Como por ejemplo, el primer
volantín de la infancia
En el que se columpiaban mis
ensueños,
O el llanto contenido
Cuando me prohibían apresar
la fruta entre los dedos.
Ni siquiera tendré
La fuga de los soles
horadando la noche,
tampoco la canción de mis
pasos
sobre el suelo escarchado de
mi pueblo,
ni el mosaico de todos los
paisajes
en que quedaba un poco de mi
risa.
En mi actitud de sueño horizontal
y eterno
faltará, incluso, la
maravilla viva de tus besos,
que a veces me entregabas
con un aroma de madera
nueva.
Nada tendré, y todo será
igual.
No sabría decir si estaré
más callado
o acaso un poco alegre
Tal vez, la clemátide de la
tristeza
haya alcanzado ya la altura
del sollozo.
En todo caso, pienso, estaré
más tranquilo
que cuando me acodaba en los
crepúsculos
a pensarte y amarte desde
otras latitudes,
recordando el primer dolor,
la primera alegría,
la primera palabra que
deslicé en tu oído.
He de extrañar algunas cosas
gratas:
desde el momento que se
alzaba dibujando arabescos
en el aroma azul del
cigarrillo,
mientras los amigos hablaban
del terruño lejano
con el alma y la voz
humedecida
que resbalaba al fondo de
los vasos,
las fiestas, las canciones,
los versos dichos al morir
la tarde,
la cadena de tantos
conocidos,
hasta el beso furtivo dado
para entregar el alma.
Ya no podré decir palabra
antigua
Que brotaba amarga,
Y que a veces se alzaba
desafiante a defender el miedo.
Me llevaré todo lo que junté
por el ancho horizonte de la
vida.
Seré como un baúl de
soledades.
Y quizás, la tierra buena me
dé de su perfume
Para cubrir la otoñecida
tarde mi muerte.
viernes, 14 de diciembre de 2018
Poli Délano: Bárbara en el corazón
En octubre de 1996, la poeta Bárbara Délano decidió viajar desde México, donde vivía, a Chile, para dar una sorpresa a sus padres, María Luisa Azócar y Poli Délano. Lo hizo con escala en Lima, donde aprovechó de ver a sus amigos. Al día siguiente, el poeta peruano Antonio Cisneros la despidió en el aeropuerto de Lima. Bárbara abordó el fatídico Boeing 757-200 de Aero Perú, que cayó al Océano Pacífico a poco de salir de Lima, dejando un saldo de 70 víctimas. El cuerpo de Bárbara nunca se recuperó.
Poco tiempo después, Poli Délano escribió un desgarrador relato sobre los últimos días de su hija. Conocedor de casi toda su obra, incluido sus artículos de prensa, un día le pregunté cómo pudo escribir ese relato: “Con una botella de whisky y las lágrimas corriendo por mi cara”, me contestó.
Ese texto, publicado en la revista Cuadernos, de la Fundación Pablo Neruda, ha pasado casi inadvertido, Creo que mucha gente que quiere a Poli (y a Bárbara), tiene derecho a conocerlo.
Poli
Délano: Bárbara en el corazón
En treinta años, nunca
se me pasó por la cabeza que volvería a volar con María Luisa, Mariluí, porque
ahora no sólo iba con ella, íbamos de veras juntos.
Los primeros vuelos
juveniles fueron entre Santiago y Pekín (Beijing, hoy día), haciendo escalas
deliberadas y largas en Río de Janeiro, París (sólo una noche), Ginebra, Praga
y Moscú. Era marzo y las ciudades europeas estaban muy frías, así lo muestran
las fotografías que miro, abrigos, gorros, nieve. Pero lo que no estaba frío
era el corazón. Dos meses antes yo había recibido mi título universitario y me
había casado con ella, una adolescente rubia de ojos intensamente celestes y
escribía hermosos versos, "ya sé qué fue aquello del agua en el espejo”,
recuerdo, y recuerdo que “el verano vino y se fue, vino y se fue”. Ahora,
demasiado jóvenes, volábamos a Pekín a encontrar un mundo tan viejo para el
planeta y tan nuevo a la vez para nosotros, un mundo que deseaba abrirse al
resto de los países, comunicar sus sueños, mostrar, decir “aquí estamos”… No
llevaba aun diez años la revolución de Mao y nosotros íbamos contratados por la
República Popular China, como profesora ella, traductor yo (del inglés al
español). Allá nos esperaba mi padre desde medio año antes. Mi madre viajaba
con nosotros.
En octubre de 1996, después
de estar separados treinta años, volábamos a Lima con una tristeza que nos
cortaba la voz, a ver cómo habían sido las cosas con Bárbara. Tampoco se me
podía pasar por la cabeza que volveríamos a navegar juntos. Tan juntos, además,
tan unidos por la misma obsesión y el mismo dolor.
La primera navegación
juvenil fue a bordo de un barco pequeño a lo largo del río Yangtsé. Viajábamos
de una ciudad a otra (no recuerdo cuáles, tendría que mirar un mapa), alrededor
de tres días, pasando por alguna de esas famosas “gargantas” en que el río
avanza prisionero de unas altísimas y escarpadas paredes de montaña que no
dejan ver el cielo. Durante esa travesía se trasmitió por radio la noticia de
que Mao renunciaba a la presidencia de la república. Algunos miembros de la
tripulación y los intérpretes del grupo de extranjeros que viajábamos, echaron
sus lágrimas.
La segunda navegación
fue un poco más larga, desde Hong Kong hasta Marsella, casi treinta días en el
paquebot “Vietnam”, un inmenso barco blanco, una verdadera ciudad flotante
donde comenzaba nuestro dilatado regreso a casa. Cerca de treinta días de
lujosas vacaciones en un camarote amplio, baño propio, balcón al mar,
desembarcando en los puertos asiáticos, Colombo, Saigón, Singapur, Bombay, y
los africanos del Mar Rojo, Djibuti, Adén, hasta Marsella, donde empezó para
nosotros Europa. Tres meses, tres países, Francia, Alemania y España.
La tercera fue larga
también, aunque no tanto: de Cannes a Valparaíso, ahora sí el regreso a lo que
habíamos dejado en Chile, ella los estudios universitarios, yo una ayudantía en
el Pedagógico. Un barco enorme también, el “Américo Vespucio”, pero debido a
que tres meses de Europa nos habían vaciado los bolsillos, esta vez el camarote
fue en tercera clase, estrecho, con una litera arriba y una abajo, gruesos
tubos blancos por donde circulaba un calor agobiante, bajo el nivel del mar,
sin baño. Es probable –casi seguro, y me estremezco de pensarlo- que fue ahí
donde comenzó la vida de Bárbara. Los mareos que a diario comenzaron a
maltratar a María Luisa no se debían a los zangoloteos del transatlántico
cuando se enfurecía el océano, como lo pensamos; eran los primeros síntomas del
embarazo.
Ahora, octubre de 1996,
navegábamos juntos en un misilero peruano desde El Callao, cuarenta millas al
noroeste, hacia el punto del mar en el que la madrugada del día 2 se estrelló
el avión en que viajaba Bárbara.
El 1 de octubre, hacia
la medianoche, regresé a Santiago desde el Chaco argentino, donde había
asistido a unas jornadas literarias en la ciudad de Resistencia. El martes 2 en
la mañana hice clases y en la tarde fui a mi taller de cuentos. También ese día
intenté ordenar los desordenes que siempre quedan de un viaje, por breve que
sea. El miércoles me levanté muy temprano, sin luz de día, y me encerré en el
estudio a leer; jurado en un concurso de novelas. Aproveché también de ir
escuchando algunos discos que compré en Argentina; me gusta leer con música.
Primero “California Suite” de Claude Bölling, muy triste. Después otra suite de
Bölling, para flauta y piano, terriblemente triste y melancólica. Luego un
Piazzolla. No recuerdo con cuál me festejaba cuando sonó el teléfono. Tampoco
recuerdo la hora. Tal vez cerca de las nueve y media. Era María Luisa. Sentí un
estremecimiento, quizás porque hacía bastante tiempo que no nos comunicábamos.
“Hola, ¿cómo estás?, dije. “Muy mal”, contestó.
Tres años antes yo
guardaba cama con una fuerte gripe, pagando el precio de una desordenada noche
con Eric Nepomuceno en Río de Janeiro. Me llamó María Luisa y dijo que Viviana,
nuestra hija menor, estaba muy mal, operándose de un embarazo irregular, en
ciudad de México, y que su vida peligraba. Son momentos difíciles de trasmitir;
el miedo, la impotencia, la lejanía. ¿Una hora? ¿dos? Se borra la precisión del
tiempo, pero se recuerda el llanto, los estertores, los ruegos. Que no le pase
nada, Dios, por favor, no dejes que le pase nada, que no vaya a pasarle nada,
por favor, Dios… Aunque uno no crea en Dios. Una segunda llamada para anunciar
que ha nacido Marianita, tres meses antes de tiempo, y que madre e hija están
bien.
El 2 de octubre me
desequilibró en una fracción de segundo ese muy mal de María Luisa.
-¿Qué pasa?
-Barbarita… Venía en el
avión.
¿Qué
avión? Yo había saltado de la cama a la lectura, sin escuchar noticias, sin
mirar el diario, no sabía nada de ningún avión. María Luisa, conteniéndose
porque sus palabras no se quebraran, me informó que un avión había caído al mar
en la costa peruana y que Bárbara viajaba en ese avión.
Llamé
a Viviana a México. Ya sabía. ¿La llamé yo? ¿Me llamó ella? Los hechos empiezan
a barajarse, como las cartas de un naipe. La historia se confunde.
Llegamos
a Lima entre las doce y la una de la mañana y nos llevaron directo del
aeropuerto al Hotel Sheraton, donde estaban concentrados los familiares de los
agredidos por la tragedia. Hombres, mujeres, distintas edades, dolor y
confusión en los rostros. Hijos, hermanos, padres. No se había establecido aun
el orden y todo parecía funcionar caóticamente, pero era preciso ir haciendo
cosas, empezar algo –no sabíamos qué-, despejando dudas, quitándole horas a un
sueño difícil, imposible más bien, un sueño al revés, donde la pesadilla llega
con el despertar. Alcanzamos a dejar los maletines en las habitaciones, a
mojarnos quizás la cara, y partimos en un minibús rumbo a la morgue: se hablaba
de nueve cadáveres rescatados, hombres y mujeres. El viaje a El Callao fue
frío, tenso y se nos hizo largo. En una callecita destartalada, frente a una
casa de dos pisos, nos detuvimos. Después de muchos trajines, como si nadie
supiera muy bien qué hacer, en una especie de gran desconcierto, sin entender
el orden de las cosas, que sí, que no, que de esta manera, que de la otra,
fuimos pasando en grupos de cuatro a una sala donde sobre el piso estaban
alineados los cuerpos, algunos con restos de prendas, otros desnudos. Nos
pusieron mascarillas para la respiración. Otros cuerpos, cuerpos distintos,
cambiados, transformados por el agua, con los vientres cosidos en la necropsia,
los rostros deformados, dentaduras colgando, piles de distinto color. Algunos
deudos logran reconocer, otros no, Suerte de los primeros, dicen después los
segundos. ¿Suerte? Dudas. Salimos por otra puerta, no sé si defraudados o con
cierto alivio.
Son
más de las cuatro de la madrugada cuando llegamos de vuelta al hotel.
Y
hay otro llamado telefónico de María Luisa, más antiguo, también dramático. Una
mañana muy temprano, cuando ya vivíamos separados, cada uno con su nueva vida.
“Poli, están pasando cosas… ¿Puedes venir a buscar a las niñas?” Era el año
1973, 11 de septiembre. Ese día quedaron marcados muchos destinos y el dolor se
introdujo con potencia en nuestras vidas y afectó brutalmente la infancia de
mis dos hijas, Bárbara y Viviana, quienes junto con su madre tuvieron que
asumir la soledad y el terror desde el desaparecimiento de Fernando Ortiz, el
compañero de María Luisa, en 1976.
Y
también otro “muy mal” de Santiago a Cuernavaca, 1980, para avisar que Bárbara,
estudiante entonces de Literatura en la Universidad de Chile, había sido
detenida en una manifestación, cuando todo podía ocurrir en esas detenciones.
Empezaron
el Lima las reuniones, la organización de los familiares, la intervención de la
Embajada de Chile. La noche del jueves llegó desde México Sergio Rebolledo, el
Flaco. Estaba. Estaba ojeroso, sin risa, muy desamparado. Aunque Bárbara y él
se habían separado unos años antes, esa separación nunca pareció ajustarse a
los moldes establecidos. La relación entre ellos era algo simbiótica –por
aventurar un adjetivo- y ambos siguieron siempre manteniendo la más estrecha y
emocional de las amistades. Eramos ya tres para compartir la dureza de esos
momentos y también para pensar, con las cabezas muy aturdidas.
Yo conocí al Flaco en
1982, cuando llegó a México como pareja de Bárbara. Los dos iban a estudiar
sociología y a vivir juntos, consolidando un pololeo de varios años. Antes sólo
lo había visto en fotos; ahora ella lo presentó sin discursos previos, ni
timideces, ni explicaciones. Bárbara era así; no le pedía permiso a nadie para
vivir. El Flaco era un tipo muy alto, de mirada adusta, tierno. Fuimos amigos.
Ahora lo seremos más.
¿Por qué estaba Bárbara
en Perú? Juntando unos días de vacaciones de su trabajo como directora de
ediciones en la Procaduría Agraria, decidió dividirlos entre Lima y Santiago.
Lima, con el fin de visitar a un antiguo amigo de ella, Ricardo Uceda, a quien
había conocido en México y con quien se encontró alguna vez en Nueva York
cuando visitó a Marcela, su casi hermana de infancia, y ver también a otros
amigos como el poeta Antonio Cisneros, que la conoció desde muy pequeña, a los
tres o cuatro años, en uno de sus primeros viajes a Chile. Y Santiago, para
pasar un rato con el padre, la madre, que en esos días estaría de cumpleaños,
con las dos abuelas, Lola y Berta y por supuesto con los amigos, a quienes
–hemos sabido por sus cartas- extrañaba mucho. Sebastián, Roberto, la Maga, el
Gregory, tantos otros.
Cartas… Bárbara le
escribió a varias personas antes del viaje, lo que indica que la decisión de
viajar fu tomada a última hora, Todas esas cartas fueron recibidas después de
su muerte. Una de esas personas fue el padre. En la primera parte, dándome
consejos numerados, muestra su preocupación por mí persona, tengo que bajar de
peso, pero no con una dieta pasajera sino introduciendo cambios definitivos en
el sistema de vida, vigilarme la presión, quererme más en buenas cuentas. En la
segunda me habla de su abuela, Lola, de cómo debo cuidarla y acrecentar la
perseverancia debido a que vive una edad difícil, la de los últimos años. Otra
de las personas fue la madre. Le habla de su vida actual en México, el nuevo
departamento al que acaba de mudarse en colonia Condesa que desde niña le
gustaba tanto, y, sobre todo, la hermana y sus diversos problemas, que a ella
la preocupan; cosas de trabajo, de la educación de Marianita… En carta de mi
amigo Luis Bocaz que recibo desde París, leo: “Hace una semana, Felipe (Tupper)
me dio a leer una tarjeta dirigida a Marcela y a él que llegó a sus manos
después de la desaparición de Bárbara. Los invita a México y en las frases
finales habla del mar. Habla ya desde el mar que ella, tu y yo tanto queremos”.
Recibo también -por fax- un poema que me envía Felipe Tupper en letra
manuscrita, reproduce el texto de la postal a que alude Bocaz: “Hace casi un
año que nos vimos en París; parece verso, pero es casi tan triste, o peor.
Porque estoy aquí, porque mis amigos están lejos, y porque nada vale la pena
sin el amor y sin el mar. Cuídense mucho. Escríbeme. Un beso a los tres, muy
grande, Bárbara. (Vengan pronto)”. “No puedo/ ponerme fúnebre por ti./ Se me
están haciendo líquidas las vértebras/ y ya no sé nadar Bárbara,/ en la misma
hora, en la misma hora,/ en la misma hora/ que tu nombre viaja hasta el fondo/
del mar y de mí/ que nunca he conocido el fondo de las cosas, Bárbara,/ dónde
estarás, dime dónde estarás./ Estoy midiendo las estanterías para ti”.
Así termina el poema de
Tupper, escrito el 6 de octubre, cuatro días después del accidente… Bárbara
Délano Azócar dejaba huellas en las personas. De varios países –incluido Chile,
por supuesto- he recibido poemas escritos bajo el efecto del dolor y el
estremecimiento que causó su muerte. Desde California, Ernesto Seco Uribe, uno
de sus amigos muy queridos, le dice: “¿Qué pasó? ¿Qué ha pasado?/ ¿Siguen las
flores laqueadas en las sillas?/ ¿Si tocas una espina, sientes tu corazón?/
Dime tú;/ ¿Se sigue parando la garza,/ en la joroba del cebú?” Bárbara dejaba
huellas. Y desde Cuernavaca, Marcel Sisniega, otro de los primeros, se ríe con
ella: “No sé si lo dijiste/ pero bien sé que lo dirías; ‘esto me pasa por
viajar/ en una pinche aerolínea/ tercermundista’/ “Porque eras para el humor/ y
la risa plena…” Bárbara dejaba huellas. Y su amiga Paloma, compañera de
estudios en México; “ Y yo/
seguiré sentada en esta puerta/ que conmigo se hará vieja / hasta que la hora
llegue/ de entregarte/ el más dorado atardecer,/ para ti, para tu luz/ para
siempre,/ para Bárbara”. Bárbara dejaba huellas. Del intenso y largo poema que
me manda Mauricio Electorat desde París,
pongo los últimos versos: “Cuanta historia para todo esto, Bárbara,/ cuanta
historia para tanto mar./ Tomo un teléfono y marco un número,/ el único que
nunca me diste porque lo sé de memoria./ Pido hablar con Palas Atenea/ y viene
Palas Atenea corriendo descalza por un larguísimo corredor/ (al fondo se oye el
mar)/ -¿Aló? –dices tú, ¿aló?/ Yo oigo tu risa a tantos miles de kilómetros y
digo:/ -Oye, se me estaba olvidando lo más importante/ tu y yo, tenemos que
volver a vernos/ ¿no?” Escrito el 7 de octubre, cinco días después. Bárbara
dejaba huellas. Y Sebastián, de los primeros, desde Santiago de Chile, le da la
mano a Mauricio en París: “No me sorprende nada que tu último tránsito haya
sido en medio de un gran destello, y que hayas sido recibida por la inmensidad
del mar océano, el mismo que siempre fue tu hogar. Así eres tú, superlativa.
Buen viaje, amiga traviesa, seductora, hospitalaria y encantada de la vida;
compañera incomparable de juerga y solaz. Ya nos vemos, Bárbara, en otra vuelta
de esquina”. El mar… donde ahora reposa, “el mismo que siempre fue tu hogar”,
el mismo en que tu imagen infantil quedó registrada en el cuadro mural que tu
abuelo pintó en nuestro “buque”. Bárbara dejaba huellas. Y María Inés Taulís que
le escribe el 17 de octubre, el día que Bárbara debía cumplir treinta y cinco
años. Así termina su poema: “Amiga/ Bárbara Délano Azócar/ Hoy estás en las
profundidades/ coronada de algas y sal marina/ ¡Pero que nadie me venga a
decir/ que tú estás muerta!” Y de los dos que de Santiago manda Esteban
Navarro, uno entero: Agua enamorada
se llama, y dice: “El agua que sube y se desborda./ El agua que entra en
nuestra casa./ Agua de mar, agua de luz, agua de dolor./ Tanta agua rodeándonos
sin excusa,/ saliéndonos por la boca, por los ojos./ Agua sin consuelo a
medianoche./ Agua inútil que nos deja sedientos./ Agua de rencor, agua de
adiós, agua./ Agua encima de los montes./ Agua en las calles, en los
bolsillos,/ en las salas de espera./ Agua de partir, agua/ Agua de nacer,
agua./ Agua serás, más agua enamorada.” Dejaba huellas la Barbarita.
¿Cómo fueron sus
últimos días?, entre el viernes y el lunes, los que pasó en Lima, qué hizo, con
quién se vio? Un largo reventón, días bohemios, una fiesta ambulante que se
traslada de un lugar a otro durante todo el fin de semana. Ella era incansable
para la risa, la alegría, la amistad, era siempre un motor y llegaba también
hasta las últimas. Fue leliz en Lima, de eso quedamos bien seguros, porque
intentamos revivir su recorrido. De cena, en casa de Ricardo, con Cisneros,
Guillermo Niño de Guzmán, Carolina Teillier (hija de Jorge y Sybila), de tarde
en casa del “Negro”, un lugar insólito, lleno de cuadros y muchas plantas; de
almuerzo en la cevichería “Canta Rana” de El Barranco, local imaginativo, con
fotos de Gardel en las paredes, los Beatles, carteles antiguos, Humphrey
Bogart, decoración que le recordó algunas picadas de Valparaíso. Ahí se produce
algo que nos estremece, saca lágrimas, infunde otra vez la gran duda. Uno de
los amigos cuenta que en el bar El Callao el escritor Herman Melville, dos siglos
antes, grabó su nombre sobre la barra. Ella pide entonces un cuchillo y durante
un rato largo se dedica a tallar el suyo sobre el mesón del Canta Rana,
BARBARA, así, con letras mayúsculas. Ahí quedará, su última firma. ¿Por qué?
Con delicadez Enrique Lafourcade cita su poema “El viaje”, del libro El rumor de la niebla, que parece una
premonición. “¿Cómo podía saber? –se pregunta. Nosotros, todos, sospechamos la
muerte. El poeta la ve”. Bárbara solía decir a sus amigos que ella iba a morir
joven. ¿Verán la muerte los poetas? “El fuego no prende pues/ llueve y estamos
desnudos/ En la orilla/ un encaje de leños se balancea./ Hacia el abismo./
Sobre el monte nubes grises./ El rumor de la niebla que se expande,/ (no veo
nada ¿dónde estás?/ ¿dónde están los otros?/ En el borde sobre la madera
camino/ con los brazos extendidos yo también/ ando buscando un foso para
morirme)”. La pregunta perfora como una obsesión metálica y aguda: ¿por qué?
Por qué descargaría este poema diez años antes, por qué escribiría tantas
cartas antes del viaje, por qué dejaría su nombre grabado en la barra de un
restorán. Una pregunta difícil, ¿por qué? Sin respuesta, sólo con sospechas.
Con Antonio y Guillermo
parten a última hora a recoger su maleta en el hostal de Miraflores donde se hospedó.
De ahí a toda carrera al aeropuerto. Quédate, le dice, quédate, te vas mañana.
No se decide, Perderás el avión, quédate hasta mañana. No se decide. Es la
última pasajera que se presenta, cuando está por cerrarse el vuelo. Viste un
traje de lino blanco, dos piezas, y no lleva aros ni anillos, pero sí dos o
tres cadenas en el cuello. Se despide de los dos amigos: “Si se cae el avión
–les dice riendo-, avísenle a mis padres, ellos no saben que voy a verlos”.
Diez mil pies de altura
sobre el mar, rumbo al noroeste, en la noche. “Tenemos alarma de terreno,
tenemos alarma de terreno”, dice el copiloto de la aeronave en apuros,
trasmitiendo a la torre de control. “El fuego no prende pues/ llueve y estamos
desnudos”, dice Bárbara muchos años antes. “Tengo todas las computadoras
alocadas acá”, dice el copiloto reflejando angustia. “Este tiempo es un foso
que siempre nos anda buscando,/ una estaca que persigue su destino./ Estamos
aquí despidiendo a los que se van/ a la otra orilla de este viaje/ el mañana es
un fonógrafo perdido en una selva virgen,/ una estepa que bien podría ser el
mar”… Dice Bárbara muchos años antes. “¿Estamos bajando ahora?” pregunta el
copiloto, que no ve, que no sabe, extraviado en el cielo. “Hacia el abismo./
Sobre el monte nubes grises./ El rumor de la niebla que se expande”, dice
Bárbara muchos años antes. El copiloto consulta el registro de altura y con voz
desesperada, grave y gruesa trasmite: out of de range. Parece intuir lo que
viene. Comienza a virar a la derecha en busca del seno materno, el aeropuerto
en este caso, y se inicia la caída irreversible sobre el mar. “(No veo nada
¿dónde estás? / ¿dónde están los otros? ¿los ves? ¿puedes verlos? Hemos venido
aquí para perdernos”, dice Bárbara muchos años antes. La comunicación se interrumpe
definitivamente, el avión se estrella contra el mar.
-Bárbara se estrelló
contra el mar -dice el Flaco en el Sheraton de Lima, una de esas noches-.
Podría haber sido contra una roca, contra un monte. Pero alguna ve tenía que
estrellarse.
Me perfora otra vez una
pregunta. ¿Tenía que estrellarse? ¿Esa sed de vivir, el ansia de buscar y
llegar hasta las últimas era acaso una señal? ¿Era lo que dice Lafourcade de
los poetas, había visto ella la muerte y quería entonces apresurar la
experiencia? Preguntas. Probablemente siempre habrá más preguntas que
respuestas.
Desde el hostal
Miraflores, Antonio, Guillermo y Bárbara “vuelan” al aeropuerto y ella es la
última en llegar, en subir al avión. Está muy cansada, Ha vivido una jornada de
tres días de amistad, correrías, con mariscos y brindis, con largas conversas,
con poesía, con tallados en la madera, Bárbara, con las calles y las iglesias
de Lima, “la Horrible”, que a ella le encantó, ha sido feliz porque el éxtasis
de la alegría se planta en la relación que establece con la vida, con las
personas, con los lugares. Pero al cabo de tres días está quizás muy cansada. Y
entonces la veo acomodando su bolso de mano, ocupando el asiento, abrochando el
cinturón de seguridad, quitándose los zapatos, dejando caer la cabeza sobre uno
de sus hombros, y durmiéndose en el acto. Ese es mi deseo más brutal que
Barbarita no haya alcanzado a sentir el miedo. Porque era temerosa. Le tenía
miedo a las inyecciones. Y a las palmadas.
¿Cómo conformarnos,
Padre Percival? Estamos en la iglesia que revienta de amigos y familiares.
Usted en medio de las dos fotos que remplazan el cuerpo de Bárbara. Escuchamos
el poema El viaje, y escuchamos la
carta escrita por Sebastián, y escuchamos la carta recibida por Roberto, y
escuchamos el estremecedor canto hebreo que acompaña a los muertos, y las
palabras suyas, Padre Percival, ¿pero cómo conformarnos, cómo entender que la
Barbarita ya no anda por ahí, que no vamos a escuchar su risa ni a recibir de
sus ojos esa ternura que nos disparaba? La vida es como “un cuento narrado por
un idiota”, digo. Y pienso: “llena de ruidos y furia, sin ton ni son”. Y digo
que la certeza de que fue feliz y la intuición de que no alcanzó a sentir el
miedo mitigan en algo el dolor. Y pienso que ya nunca andará por ahí. Y leo
también el texto en que un anónimo poeta azteca se preguntó en qué vano
vinimos, pasamos por la tierra, pensando que partiría de igual modo que las
flores que habían ido pereciendo. “¿Nada de mi nombre quedará en la tierra? /
Al menos flores, al menos cantos.” Nos retiramos, amigo Percival, de esta
cálida ceremonia que fue como un refugio. “Yo me voy al puerto donde se halla /
la barca de oro que debe conducirme”, cantan los mariachis a la salida y hasta
parece que la niña anduviera por ahí.
Pero no estás,
Barbarita, no andas por ahí, estás en el mar. Terminó ya la búsqueda y quedarás
ahí en el mar, como en el mural de la cocina de tu “buque”, con tus rubios
rulitos de niña, tus ojos tan verdes, una copa en la mano y diciéndole a tu
abuelo, “salud, tacito”, rodeada de peces, pulpos, holoturias, caracoles.
Salud, Bárbara, te digo, te decimos todos aquellos que seguiremos viviendo
desconcertados para siempre por tu ausencia.
sábado, 17 de noviembre de 2018
lunes, 24 de septiembre de 2018
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