martes, 21 de febrero de 2023

 

EL WINNIPEG Y SUS CIRCUNSTANCIAS.
Julio Gálvez Barraza y Abraham Santibáñez Martínez. Anales del Instituto de Chile, Vol. xxxviii, Estudios, pp. 149 - 168, Santiago, 2019

Resumen

Ocho décadas después de la llegada del Winnipeg y su cargamento de refugiados republicanos, derrotados en la Guerra Civil española, la conmemoración superó todas las anteriores. Hubo actos de recuerdo, homenaje y debate, desde Arica a Santiago y Valparaíso. Vino una delegación oficial del gobierno hispano, encabezada por la ministra de Justicia, Dolores Delgado, cuyo mensaje fue: “Es tiempo de reconocer la generosidad de un pueblo como el chileno”. La ocasión sirvió para poner de relieve el extraordinario aporte de los pasajeros del Winnipeg (y otras naves, como el Formosa) a la sociedad y a la cultura chilenas. El recuento de lo que vivieron durante el conflicto, sufrieron antes de llegar a Chile y sus muy variados logros en diversos ámbitos, es el tema de este trabajo. La historia de estos hombres, mujeres y niños nos muestra un país pobre en recursos económicos, pero solidario y con una gran fe en la democracia. Palabras clave: guerra civil, exilio, desesperanza, generosidad, arte, cultura, excelencia intelectual.


Tras la derrota de los republicanos en la Guerra Civil española, miles de milicianos y sus familias iniciaron un largo e incierto camino al exilio. En Francia fueron recibidos sin entusiasmo, confinados en precarios campos de concentración. Muchos fueron acogidos en México o en Argentina y otros países de América Latina. Solo un grupo menor llegó a Chile, la mayoría en los barcos Winnipeg y Formosa, o por otras vías.

Ochenta años después, sigue siendo una cruel ironía hablar de una “Guerra Civil”. No es civil ni civilizado un enfrentamiento entre hermanos de tan alto costo en vidas y que produjo tal destrucción en la convivencia social. En el caso español, la cifra más realista parece ser de 540 mil muertos. Pero no se puede dejar de recordar el cálculo del escritor José María Gironella, que popularizó la estimación de “un millón de muertos”. Como explicó muchas veces el académico Guillermo Blanco, la cifra resulta de que a cada muerto habría que sumar la muerte espiritual de quien lo mató.

Un particular testimonio en primera persona hecho por Julián Grimau, en el coloquio realizado en el Instituto de Chile, subraya la penuria de la ruta al exilio en Francia de los republicanos derrotados en 1939. Por contraste es, también, una manera de entender el significado que tuvo para ellos la cálida recepción que tuvieron al llegar a Chile (la familia Grimau, que tuvo que abandonar su casa en Valls, provincia de Tarragona, no pudo viajar en el Winnipeg, pero lo hizo más tarde).

“De la preocupación y los comentarios la situación trocó en drama y desesperación, aquella lluviosa noche de invierno en la que mis padres cargaban una carreta con máquinas de coser, telas, y un sinfín de cosas, mayormente alimentos, de los que solo recuerdo una provisión de turrones de Quijona.

“Al paso cadencioso de una vieja mula tuerta salíamos a pie de madrugada por la carretera rumbo a lo desconocido; por lo menos para mí, que si bien percibía el pánico y la premura con que hablaban y actuaban mis padres y mis hermanos mayores, poco advertía el drama que estábamos empezando a vivir.

“No había espacio en la carreta, solo mi abuelo y mi hermana menor de cuatro años cabían en ella; los demás a pie por interminables días y caminos, soportando un frío intenso, bombardeos casi diarios, durmiendo las noches en alguna cuneta aun bajo la lluvia, bajo algún árbol o con suerte en alguna casa o iglesia en ruinas.

“En mi libro “En El Silencio” Los niños de la Guerra, narré varias de las vivencias de esta diáspora llena de tristes episodios.

“Había que apurarse; el tronar de los cañones de las tropas fascistas nos perseguían, pero lo peor era el pánico que infundían los moros que les precedían.

“La meta anhelada, la frontera de Francia, el final de la larga caminata, la esperanza de llegar a tiempo a la salvación, fue una patética experiencia y decepción, aun para los más pequeños. ‘Solo pueden entrar con lo puesto’; la mula lanzada a su suerte en un barranco, la carreta y su contenido fueron a incrementar las montañas de maletas y toda clase de especies amontonadas por todos lados, como si fuera poco haber abandonado la Masía y la casa de cinco pisos del centro de Valls”.


El “poema” de Neruda

La familia de Grimau representa a quienes no murieron en la gran tragedia, pero perdieron su entorno y sus raíces, es decir, su patria. Una parte de esas víctimas llegó a nuestras costas. Y, al revés de otros viajes épicos, la odisea del Winnipeg tuvo un final feliz.

Así ha sido recordada masivamente, pero todavía hay espacio para que la conozcan jóvenes y adolescentes que nunca supieron de esta historia de agradecimiento y de esperanza.

El propio Pablo Neruda, gestor del viaje del Winnipeg, lo consideraba su obra maestra: “Que la crítica borre toda mi poesía, si quiere, pero que no se olvide nunca este poema que hoy recuerdo”.

Desde su arribo a Valparaíso, al anochecer del 3 de septiembre de 1939, este carguero francés, que terminaría hundido por un submarino alemán en el Atlántico, se convirtió en una leyenda. Pese al tiempo, su recuerdo se ha agigantado.

En Santiago, en septiembre de 2019, la ministra de Justicia de España, Dolores Delgado, sostuvo que el viaje del Winnipeg y el apoyo a los exiliados, es una “deuda histórica” que su país tiene con el nuestro por haber recibido a “los luchadores y las luchadoras por la democracia, por la libertad, que se vieron obligados a huir de España”.

La conmemoración de los 80 años desde la llegada del Winnipeg a Chile, coincidió simbólicamente con un hito significativo, lo que el presidente del gobierno español llamó el cierre de un “capítulo oscuro”.

Lo subrayó Pedro Sánchez en Nueva York, en la sede de las Naciones Unidas:

Hoy, 24 de septiembre de 2019, hemos cerrado simbólicamente el círculo democrático, pues el Tribunal Supremo de España acaba de autorizar la exhumación del dictador Franco del mausoleo público en el que estaba enterrado con honores de Estado. Hoy cerramos por lo tanto un capítulo oscuro de nuestra historia y comenzamos las labores para sacar los restos del dictador Franco de donde han reposado inmoralmente durante demasiado tiempo. Porque ningún enemigo de la democracia merece un lugar de culto ni de respeto institucional. Es una gran victoria de la democracia española.

El diario El País comentó la situación, subrayando que “Sánchez, que tiene un gran respaldo para esta decisión, no solo en España sino también en la escena internacional, aprovechó la ocasión para reivindicar el enorme cambio que ha experimentado su país desde la muerte de Franco:

España, que fue uno de los primeros Estados modernos del planeta, no formó parte, sin embargo, del club de Estados fundadores de esta gran institución: las Naciones Unidas. Y no lo fuimos por una sencilla razón: la dictadura franquista, que tuvo secuestrado a nuestro país durante casi cuarenta años, colaboró con los nazis en la Segunda Guerra Mundial, algo incompatible con formar parte de una organización que se construyó para fomentar la paz. España salió de aquella dictadura sombría hace cuarenta años y fue capaz de construir un país próspero, descentralizado y comprometido con la diversidad de todo tipo. Uno de los países con la mejor asistencia sanitaria. Uno de los países más seguros. Un país considerado internacionalmente como una de las democracias más sólidas y garantistas del mundo. El mejor país para viajar y uno de los mejores países para vivir. Los españoles eligieron paz, libertad y democracia, y con esas herramientas vamos a seguir construyendo el futuro queremos compartir nuestros logros de estos últimos cuarenta años y nuestro espíritu transformador.

De aquí ¿a dónde?

También Chile ha cambiado en las ocho décadas transcurridas desde la llegada del Winnipeg, bautizado desde entonces como “el barco de la esperanza”.

El país que lo recibió, era un país pobre y mucho menos poblado que el actual. Contaba entonces con algo más de cinco millones de habitantes y un muy bajo ingreso per cápita, pese a que ya se estaba recuperando de los peores efectos de la crisis de los años 29 y 30. Esa modesta nación tuvo, sin embargo, una enorme capacidad de acoger a quienes necesitaban amparo. Son múltiples los conmovedores testimonios que lo demuestran. En ellos se resaltan unánimemente los ejemplos de generosidad, una palabra amable, un abrazo o incluso algún dinero para los gastos iniciales. Víctor Pey, por ejemplo, nunca olvidó que en el primer tranvía al que se subió en Santiago, el cobrador no le aceptó el pago del pasaje. No lo conocía, pero lo identificó por el acento.

Y está, por cierto, una historia que contaba Leopoldo Castedo y que ha sido recogida numerosas veces:

Oí decir a una niña de seis u ocho años a su madre, acodada ésta en la borda contemplando el puerto iluminado: ‘Mamá. Cuando nos echaron de Madrid nos fuimos a Valencia; cuando nos echaron de Valencia nos fuimos a Barcelona y cuando nos echaron de Barcelona nos fuimos a Francia. De Francia nos echaron a Chile. Cuando nos echen de Chile ¿adónde nos vamos a ir’?

Nadie los expulsó de Chile, pero en los años 70, más de tres décadas después, hubo quienes se vieron forzados a un nuevo exilio. Ese era ya otro país.

Desde su llegada, como lo ilustra el caso de Mauricio Amster, a quien conminaban en un letrero a su llegada a Santiago para que se presentara el día siguiente en el trabajo que le tenían reservado, los viajeros del Winnipeg no descansaron. Como se recordó en un coloquio sobre el tema realizado en la sede del Instituto de Chile, en septiembre de 2019, Roser Bru hizo un contundente resumen de su aporte:

Unos construyeron chimeneas curvas —en casa de Avenida Lynch de Pablo Neruda—, otros organizaron la pesca de camarones, otros hicieron industrias, puentes, edificaciones y algunos fuimos pintores. Cada uno se las arregló con estas dos tierras de las que estamos hechos. Pero aprendimos a pertenecer. Fue un ‘descubrimiento’ de América al revés y sin vencedores.

El proceso no fue fácil, como se podría pensar tras los elogiosos balances que se hicieron en 2019. La organización del viaje no estuvo exenta de dificultades. Lo contó Pablo Neruda, nombrado por el gobierno de Pedro Aguirre Cerda como cónsul encargado de la emigración española en París. Inicialmente tuvo una respuesta entusiasta del presidente: “Sí, tráigame millares de españoles. Tráigame pescadores, tráigame vascos, castellanos, extremeños… Tenemos trabajo para todos”.

Fue, escribió el poeta, la más noble misión que he ejercido en mi vida: la de sacar españoles de sus prisiones y enviarlos a mi patria. Así podría mi poesía desparramarse como una luz radiante venida desde América entre esos montones de hombres cargados como nadie de sufrimiento y heroísmo. Así mi poesía llegaría a confundirse con la ayuda material de América que, al recibir a los españoles, pagaba una deuda inmemorial.

El Winnipeg reacondicionado

A fines de abril de 1939, Neruda se instaló en París, en el Quai de l’Horloge, dispuesto a embarcar rumbo a Chile al mayor número posible. El servicio de Evacuación de Refugiados Españoles (SERE) había contratado el Winnipeg a la compañía France-Navigation. Era un carguero con una tripulación de menos de 20 personas que cubría regularmente el trayecto entre Marsella y las costas de África. En los astilleros de Dunkerke se reformó el viejo carguero, se crearon grandes comedores y sus bodegas se transformaron en dormitorios, se le instalaron literas de madera para recibir más de dos mil pasajeros en condiciones no muy confortables, pero mejores que las que soportaban en los campos de concentración franceses.

A pesar de las muestras de simpatía con que los refugiados fueron recibidos finalmente en Chile, el tema generó ásperas discusiones que fueron recogidas por la prensa. El Diario Ilustrado, del Partido Conservador, lideró la oposición frontal a la inmigración española. En un editorial el 5 de Julio fue categórico: “El dinero se agota; pero quedan las responsabilidades, y lo que ahora realiza Francia tendrá en lo sucesivo que hacerlo el Gobierno de Chile, salvo que despoje de su trabajo a los obreros chilenos en actividad para proporcionar medios de vida a esos extranjeros”.

Lo cierto es que el gobierno chileno no financió el viaje del Winnipeg. Tampoco gastó dinero de las arcas fiscales para financiar el plan de inmigración. Sin embargo, uno de los argumentos esgrimidos por la derecha, seguramente el que creía más sensible a la opinión pública, era el costo económico que significaría para el país recibir a los refugiados.

El matutino Frente Popular se instaló en la posición de los que querían acogerlos. En un momento dado se produjo un incidente, narrado por Neruda en sus Memorias, en que el propio presidente Aguirre Cerda habría querido cancelar el viaje. El ministro de Relaciones Exteriores, el radical Abraham Ortega, logró superar las reticencias.

Los más conocidos

La variopinta actividad de los inmigrantes republicanos llegados en el Winnipeg o por otros medios menos conocidos se ha concentrado en destacar a los de mayor renombre, pese a que en la nave se embarcaron más de dos mil pasajeros: hombres, mujeres y niños.

Algunos de esos nombres son: José Ricardo Morales, dramaturgo y ensayista; Mauricio Amster, tipógrafo; Agnes América Winnipeg Alonso Bollada, nacida durante la travesía; José Balmes, pintor; Roser Bru, pintora; Leopoldo Castedo, historiador; Isidro Corbinos, profesor y periodista; Luis Fernández Turbica, dramaturgo; Elena Gómez de la Serna, publicista y periodista; Monserrat Julió Nonell, actriz de teatro y cine, directora y escritora, quien estudió en Chile y desarrolló su carrera en España; José Ortiz Zubia, médico, quien se desempeñó como médico a bordo; Diana Pey, pianista y compositora; Víctor Pey y Raúl Pey Casado, ingenieros, profesores y empresarios; Miguel de los Santos Cunillera Riu, médico; Victorino Farga Cuesta, médico.

De los periodistas, uno de los connotados fue, sin duda, Isidro Corbinos, quien había desarrollado su carrera en España y que, en nuestro país, según los entendidos, revolucionó el periodismo deportivo. Su aporte esencial fue ir más allá del simple recuento de datos de cualquier actividad, en especial el fútbol, e incorporar un marco de referencia más amplio. Como puntualizó el periodista Alfredo Olivares en 1968, Corbinos “nos introdujo en el análisis del espectáculo deportivo. Escalpelo en mano diseccionaba los partidos y siempre llegaba al motivo y causa principal de un éxito o un fracaso desde el ángulo más insospechado”.

No fue el único. En la revista Ercilla, igual que Corbinos, trabajó por años Darío Carmona. Había colaborado con Neruda para el embarque del Winnipeg. Vino más tarde a Chile y, aparte de otros trabajos editoriales, contribuyó en Ercilla a la sección “Un personaje al trasluz”.

Otros, que tampoco vinieron en el Winnipeg, ayudaron a renovar la crónica e incluso se convirtieron en referentes en la crítica de arte, como el caso de “Critilo”, Antonio Romera, quien llegó a Chile en el Formosa.

Editores y libreros

Al igual que en otras naciones americanas, en Chile la difusión cultural cumplió el doble papel de mantener los vínculos entre los recién llegados y establecerlos con quienes les acogían.

En el caso de la industria editorial, nuestro país no tenía en esos años una estructura de producción y comercial consolidada como Argentina. Frente a la realidad de un camino que empezaba, los transterrados crearon diversas empresas. Entre ella se creó Orbe, de Joaquín Almendros. A su sombra se constituyó una verdadera escuela de libreros, especialmente los dedicados a la importación y distribución.

Es larga la lista de los más destacados: Modesto Parera Casas y Alejandro Melo Arribas, en Valparaíso y Viña del Mar; Pelayo Salas Berenguel (Editorial Bibliográfica); Alberto Teixidó Mata (Distribuidora Rutas); Juan Aldea Vallejos (Feria Chilena del Libro y Distribuidora Continental); Alberto Teixidó Almendros (Editorial Teixidó); Antonio Martínez y José Luis Martínez Almendros (Librería Hispania). Todos ellos con varios años de trabajo en la firma de Joaquín Almendros.

Una de las mayores empresas literarias intentadas en Chile por los refugiados españoles fue la editorial Cruz del Sur, creada por Arturo Soria en 1942.

Merece la pena detenerse en la figura de Soria, quien, junto a su mujer Conchita Puig, a su hermano Carmelo y a su cuñado Fernando Puig, supo convertir la editorial Cruz del Sur en un catalizador de iniciativas culturales que implicaron a españoles y americanos.

En España, antes de la guerra civil, Soria había creado propuestas organizativas, tales como los Comités de Cooperación Intelectual, que tenían el propósito de “fecundar la vida cultural provinciana”; inspirador de la FUE madrileña, fundada en 1927 junto a Antonio María Sbert, y de sus diversas secciones: coros, deportes, teatro (el teatro La Barraca, entre ellos, que tan brillantemente dirigiera Federico García Lorca). Fue también promotor de la Universidad Extraoficial —con Ortega y Gasset— y de la Sociedad de Interayuda Universitaria. Estuvo también vinculado al grupo de escritores de la revista Cruz y Raya, y en 1934 fundó, junto al director de Luz, Corpus Barga, el semanario Diablo Mundo, en el que colaboraban: Bergamín, Quiroga Pla, Guillermo de Torre, Gustavo Pittaluga, Max Aub o Gómez de la Serna.

En 1936 fue nombrado secretario general del Ministerio de Propaganda, cuyos cuadros se nutrieron en buena proporción del Servicio Español de Información, organización que Arturo Soria había auspiciado con el objetivo de dar noticia verídica de la guerra en el extranjero y recabar, de esta manera, el apoyo de los intelectuales para la causa de la República.

Al finalizar la contienda se refugió en la Embajada de Chile en Madrid, donde, como es sabido, se fundó una de las primeras revistas literarias del exilio, Luna, revista manuscrita y, por tanto, ejemplar único, pero de lujosa presentación y cuidados contenidos. En la redacción y elaboración de Luna participaron otros refugiados en la sede chilena, entre ellos el poeta Antonio Aparicio, el novelista Pablo de la Fuente, los artistas Santiago Ontañón y Edmundo Barbero, y los estudiantes José Campos y Luis Hermosilla.

La ruta cultural

Soria no vino en el Winnipeg y llegó a Chile a finales 1939. En una carta enviada al penalista Luis Jiménez de Asúa, con fecha 21 de diciembre de 1939, señalaba la voluntad de repetir los esfuerzos que propiciaron el advenimiento de la República, y el convencimiento de que el camino a seguir era la cooperación intelectual, las iniciativas culturales y la comunicación entre los diferentes ámbitos y destinos de la emigración.

Cruz del Sur se fundó en 1942. En su creación encontramos un valioso ejemplo de integración y aporte cultural. El soporte económico de esta empresa fue hecho con los primeros ahorros de los mismos exiliados; Jesús del Prado, entre ellos. Cruz del Sur constituyó un modelo de política literaria integradora. La finalidad era contribuir al conocimiento mutuo, estableciendo vínculos entre los autores transterrados y los chilenos.

Un breve recorrido por las colecciones de la editorial Cruz del Sur puede ayudar a mesurar el alcance de estos propósitos iniciales. Arturo Soria contaba en esta empresa con el asesoramiento de quien había sido tipógrafo de la Revista de Occidente, Mauricio Amster, el que pronto se encargaría de la prestigiosa Editorial Universitaria.

Amster fue el auténtico renovador de la tipografía chilena. Por esos tiempos, el afamado tipógrafo se había convertido en director artístico de la editorial Zig-Zag, a cuyo frente se encontraba por entonces el español José María Souviron. En Cruz del Sur también colaboraron José Ferrater Mora, José Ricardo Morales y, en el colofón de algunos volúmenes puede apreciarse, además, agradecimientos a la colaboración esporádica de dibujantes, pintores e impresores, como Santiago Ontañón, Manuel Altolaguirre, Arturo Lorenzo, Roser Bru o Jaime del Valle-Inclán.

Esta participación española estuvo acompañada por un gran número de escritores chilenos, entre los que podemos destacar a Juvencio Valle, Mariano Latorre, José Santos González Vera, Manuel Rojas, Ricardo Latcham y Pedro Prado. También colaboró en la empresa el poeta colombiano Eduardo Carranza. Si la comparamos a otros proyectos editoriales llevados a cabo por los exiliados españoles en tierras americanas, por ejemplo, el Fondo de Cultura Económica de México, se diferencian por la visión humanista que irradiaba.

En opinión de José Ricardo Morales, el éxito de Cruz del Sur residía:

En la confianza absoluta que depositaba Soria en sus colaboradores. Hasta el punto de que la planificación de la editorial, en sus diferentes campos especializados, la confió plenamente a quienes se hicieron cargo de ellos. Al fin y al cabo, de nada vale la mejor planificación si no se encuentran las personas adecuadas para efectuarla. Y aún más, en viceversa, es obvio que cualquier programa propuesto de antemano para su cumplimiento, también se debe a personas: las que lo propusieron. El muy sabio Perogrullo no hubiera dicho otra cosa.


Las principales colecciones

Las ediciones de Cruz del Sur se estructuraron en varias colecciones, divididas en dos grandes líneas temáticas: La Biblioteca del Nuevo Mundo y la de Autores Españoles. Entre ellas, la Colección de Autores Chilenos, dirigida por el novelista Manuel Rojas. Se trata de diez títulos, aparecidos en 1942, de autores chilenos como José Santos González Vera, Juvencio Valle o Vicente Huidobro, y cuya tirada ronda los mil ejemplares.

Luego aparecieron la Nueva Colección de Autores Chilenos, dirigida por José Santos González Vera; la Colección de Autores Argentinos, dirigida por Enrique Espinoza; la Colección de Autores Bolivianos, dirigida por Mariano Latorre, y la Colección de Autores Peruanos, dirigida por Ricardo A. Latcham.

La colección Residencia en la Tierra fue dirigida por Juvencio Valle, que publicó, entre otras, las Obras Completas de nuestro Premio Nobel, que incluye desde “La canción de la fiesta” hasta “Himno y regreso 1939”. Otras colecciones: La Fuente Escondida (selección de poetas españoles de los siglos de oro, algo olvidados) y Divinas Palabras (que ambicionaba recoger las mejores muestras de la literatura sacra), ambas series dirigidas por José Ricardo Morales.

“Poetas en el destierro” (1943), publicada en la colección Raíz y Estrella, también a cargo de José Ricardo Morales, recoge los poemas pertenecientes a Antonio Machado, Juan Ramón Jiménez, León Felipe, José Moreno Villa, Pedro Salinas, Jorge Guillén, Juan Larrea, Emilio Prados, Rafael Alberti, Luis Cernuda y Manuel Altolaguirre. La colección Tierra Firme, dirigida por el filósofo José Ferrater Mora -que residió en Chile de 1943 a 1947.

Cabe mencionar, además de los libros, el Archivo de la palabra, de Fernando Puig. En él se conservaron grabaciones de varios intelectuales. Además de Alberti y Neruda, se hicieron registros sonoros de Dámaso Alonso, Ramón Gómez de la Serna, Marcel Baitallón, el venezolano Rómulo Betancourt y el poeta español León Felipe. Fernando Puig recordó una anécdota durante el proceso de grabación de la voz de León Felipe, llegado a Chile en los mismos días que él. Después de la grabación, el poeta no reconoció su voz, protestando que no era él sino “un viejo”. La historia concluyó con la destrucción de la grabación.

En torno a la extensa labor desarrollada por Arturo Soria, José Miguel Varas formuló un sincero homenaje:

Discrepar era lo que hacía siempre. Era su estado natural. Discrepaba del mundo. Y, sin embargo, en el Chile de aquella época había encontrado un medio receptivo, que acogía su discrepancia con una especie de asombro reverente, tal vez al mismo tiempo con cierto escepticismo cazurro, carente de aristas. Habitualmente no encontraba antagonistas, sino, sobre todo, oyentes que se reservaban su opinión, pero que estaban dispuestos a celebrar sus salidas.

O tal vez era que a nosotros —muchachos entonces— nos resultaba imposible expresar verbalmente nuestras propias discrepancias, frente a aquel monólogo avasallador, a aquella catarata verbal restallante de “jotas” y “zetas” españolas, cautivadora por el juego de las paradojas y el brillo del idioma bien usado.

Arturo Soria dejó Chile —que se había convertido en tierra muy suya, muy entrañable— en 1959. Regresó a España “a los veinte años y un día” de su llegada a Santiago, como gustaba de decir. Pero su regreso, tan esperado, marcó el comienzo de un segundo exilio, más doloroso que el otro. Sufrió el secuestro y asesinato de su hermano Carmelo, en 1976, hecho que le desencadenó una trombosis que acabaría con su vida en 1980. Sus obras de mayor prestigio son los libros que ayudó a publicar, muy pocos de los cuales se encuentran hoy dispersos por las bibliotecas de sus dos países.

Las vidas de Castedo

Desde otro plano, es imposible no incluir en este recuento al historiador Leopoldo Castedo.

Igual que todos los viajeros del Winnipeg, Castedo vivó varias vidas. Las había vivido en España antes y durante la Guerra Civil, y también en Chile, donde no se ha olvidado su papel como colaborador del historiador Francisco Antonio Encina y como autor del resumen de su extensa Historia de Chile.

Fue profesor en la recién creada Escuela de Periodismo de la Universidad de Chile. Su cátedra era la historia contemporánea de América. Recién había completado el viaje por tierra —ni hablar de caminos— de norte a sur del continente, en un enorme carromato que bautizaron, con Enrique Zorrilla y Roberto Montandón, como “La Iguana”. Era un vehículo inverosímil, pero que llegó, como el poeta Ercilla, donde nadie antes había llegado... un station wagon.

Su aventura chilena ya tenía 20 años y todavía le quedaban muchos desafíos por superar. El mayor, sin duda, fue convertirse en el retratista de la epopeya del Riñihue, el despeje de los “tacos” de barro que dejó el terremoto de mayo de 1960. Esa filmación, iniciada como parte de sus funciones en la Universidad de Chile y en la estación de televisión que estaba pronta a inaugurarse, terminó en una crisis de proporciones. El choque con la burocracia, que implicó tener que vender parte de su patrimonio personal para pagar la película, bautizada La Respuesta, culminó con su renuncia a la Universidad y su incorporación a un cargo en el Banco Interamericano de Desarrollo, en Washington.

Sintomáticamente, para quienes entonces no lo entendieron, la película, realizada en tan difíciles condiciones, incluyendo un accidente de helicóptero, ganó todos los premios en el festival de documentales de Bilbao… es decir, en la España franquista.

Estaba en La Paz el 11 de septiembre de 1973, lo que le significó un nuevo alejamiento de su patria adoptiva. Después vino el cáncer. Nunca, sin embargo, hasta su muerte, dejó de expresar su intenso amor por Chile.

Académicos distinguidos

De los viajeros del Winnipeg ha habido algunos muy cercanos al Instituto de Chile, aunque no todos fueron miembros de alguna academia. Sí lo fueron el Dr. Victorino Farga (Academia Chilena de Medicina) y José Ricardo Morales (Academia Chilena de la Lengua).

Morales —había nacido en 1915— salió muy joven de España. Al bajar del Winnipeg tenía toda una vida por delante.

Aquí, mostrando una sorprendente y amplia variedad de intereses y talentos, completó sus estudios universitarios y desarrolló una vasta carrera académica como catedrático de Teoría e Historia del Arte y de la Arquitectura en las universidades de Chile y Católica de Chile. En 1974 se incorporó a la Academia Chilena de la Lengua. Simultáneamente fue dramaturgo, ensayista y pintor.

Explicó su visión en sencillas, aunque polémicas, palabras:

Dedicarse al país, incluso con ‘dedicación exclusiva’, tal como ahora se dice en las universidades, fue nuestra voluntaria obligación primera, el deber hacia un pueblo al que tanto debíamos. Que muchos no asumieron esa obligación, es muy posible que así fuera. Que otros recurrieron al país para publicitarse a beneficio propio, también pudo ocurrir. Aunque algunos, en vez de pretender ‘el prestigio’ a toda costa —pues sabemos que el sentido original del término es ‘engaño’— o de intentar llenarse descomedidamente la faltriquera, según la socorrida idea de “hacerse la América”, tan sólo deseábamos a contribuir a que esta América se hiciese, aportándole algunas posibilidades diferentes de las que poseía, debidas a nuestra formación originaria, e incluso, aunque parezca extraño, pertenecientes a nuestra condición de desterrados.

Una de sus primeras actividades en nuestro país fue el teatro. En 1941 fundó, junto a Pedro de la Barra, el Teatro Experimental de la Universidad de Chile. Se marcó así el inicio de una nueva etapa para las artes escénicas nacionales, en la que se comenzaron a montar obras de vanguardia europeas y dramaturgia nacional, y se avanzó en la profesionalización de esta disciplina.

Morales dirigió el primer montaje de la obra Ligazón, de Ramón del Valle-Inclán, que él ya había representado en España.

Como se señala en la Memoria Chilena,

conocedor de las tradiciones literarias, Morales es un escritor capaz de cultivar y subvertir géneros clásicos como la farsa y la tragedia. Con este fin, suele recurrir a la adaptación o reescritura, ejercicio que le permite invocar personajes clásicos, como Don Juan o Edipo, para contrastarlos con la modernidad. Su obra —que en ocasiones ha sido catalogada como teatro del absurdo— confronta al espectador con la deshumanización y la violencia social del mundo actual, poniendo al descubierto las tiranías de los poderosos y de la sociedad de consumo en un tono sarcástico que interpela al lector o espectador.

Dos Premios Nacionales

Los pintores Roser Bru y José Balmes, ambos galardonados con el Premio Nacional de Artes Plásticas, tuvieron destinos diferentes, pero compartieron algo fundamental: ser chilenos y catalanes a la vez.

José Balmes tenía doce años y Roser Bru dieciséis cuando desembarcaron del Winnipeg.

Él ha resumido con emoción la forma en que fueron acogidos: “La gente se sacaba los zapatos y nos los regalaba, yo tenía doce años. ¿Se da usted cuenta? ¡Lo que le tengo que devolver a Chile!”.

Este testimonio lo recogió la directora de la Academia Chilena de la Lengua y presidenta del Instituto de Chile, Adriana Valdés, quien recordó a Roser Bru y José Balmes en el coloquio sobre el Winnipeg realizado en septiembre de 2019. La siguiente es parte de su presentación.

Balmes (fallecido en 2016) y Bru tenían mucho en común. Ambos recibieron el Premio Nacional de Arte en el país de acogida. Balmes en 1999; Bru en 2015. Ambos, por supuesto, catalanes. (Cherchez le catalan es una frase que Roser suele repetir, un poco como el cherchez la femme de los franceses.) Ambos chilenos, también. Ambos alumnos de la Escuela de Bellas Artes y discípulos del maestro Pablo Burchard. Ambos comprometidos con la historia de Chile, un país que, en 1973, les hizo revivir las experiencias violentas y desgarradoras de los fines de la guerra civil española. Balmes se exilió de Chile; Roser Bru se quedó, y su obra entera es testimonio y marca de resistencia y exilio interior durante la dictadura chilena.




De Roser Bru, a quien conocí personalmente en 1974, me considero amiga personal, casi hija, como muchas de las personas a las que ella ha extendido su amistad creativa y generosa.

El grupo Signo

A José Balmes —continúa Adriana Valdés— lo saludé muchas veces en ocasiones en que coincidimos en público, tras su vuelta a Chile: ‘Volver a Chile es lo más importante que me pasó en la vida’, es frase suya, pero no lo traté personalmente ni he escrito sobre él. He recurrido a un corpus de textos que se ha ido armando con el tiempo en torno a su trayectoria y a su obra, y que todavía brindan sorpresas harto interesantes para mí y, espero, para ustedes.

Una de las diferencias que separan a Balmes de Roser Bru es la pertenencia del primero al grupo Signo, y la ausencia de un rótulo en que se pueda incluir a Roser Bru.

La trayectoria de Balmes fue, tras sus éxitos europeos de comienzos de los años sesenta junto al grupo Signo, una ascensión al poder simbólico realmente impresionante. Logró imponer la idea, que se repite hasta hoy, de haber iniciado el arte contemporáneo en el país, de ser enteramente original, algo que se discutió entonces y se vuelve a discutir ahora, sin que reste mérito a lo que Gaspar Galaz llama “un legado artístico inconmensurable”.

Balmes fue director de la Escuela de Bellas Artes, donde enseñaba desde 1950, entre 1966 y 1972, y decano de 1972 a 1973, y dio impulso decisivo a la creación del Museo de la Solidaridad con el Pueblo de Chile, todo ello antes de partir al exilio junto a Gracia Barrios y la hija de ambos, en 1973. En esa época estaba devolviendo mucho a Chile, estaba dedicado totalmente a Chile. Todo ello fue arrasado por el golpe militar, y su suerte fue un exilio doloroso y sufrido.

Al volver, y a pesar de todo, su poder simbólico había permanecido, y la fábula —la novela— de la Facultad de Artes de la Universidad de Chile lo tendrá siempre como un personaje decisivo.

Volvió al país, aunque no a la Universidad de Chile. Fue la Universidad Católica la que lo acogió, paradojalmente, como profesor titular y luego como profesor emérito; la Chile lo hizo tardíamente. En 1995, el Museo Nacional de Bellas Artes presentó una retrospectiva de su trabajo, reconociendo su trayectoria y su importancia en la historia del arte nacional. En 1999 el país reconoció su labor pictórica y política con el Premio Nacional de Artes. En la campaña del primer presidente socialista del Chile posgolpe, Ricardo Lagos Escobar, fue una imagen de Balmes la que dio el tono y la gráfica. La Fundación Salvador Allende lo puso a la cabeza del Museo de la Solidaridad, entre los años 2006 y 2010. En fin, no hay duda posible de que José Balmes devolvió a Chile cualquier deuda que pudiera haber contraído con nuestro país por la acogida que recibió, bajando del Winnipeg, en el año 1939, y que el país, en democracia, intentó reconocer su aporte a la cultura chilena.

Al mismo tiempo que Balmes, y del mismo barco, bajaba Roser Bru.

Hablar desde la pintura

Podría haber sido música, por su oído y por su voz privilegiada, pero los padecimientos de la guerra la alejaron de los instrumentos. Cuando llegó, pintaba de todo: cajitas para regalos, lo que fuera, cuenta. Los inmigrantes del Winnipeg, como los inmigrantes de ahora, llegaban a vidas de mucho esfuerzo y trabajo, donde en los primeros años la supervivencia familiar era lo más importante. A pesar de ello, entró inmediatamente a estudiar a la Escuela de Bellas Artes, tuvo por maestros a Burchard e Israel Roa, y luego, a diferencia de Balmes, se dedicó durante un buen tiempo al grabado, en el Taller 99 fundado por Nemesio Antúnez, al que asiste todavía una vez a la semana. Como para Balmes, Antoni Tapiès fue una referencia importante en sus primeras pinturas, llamadas “Materias”, en cuya superficie se hacían incisiones “como si fuera un grabado”.

La radicalidad nueva de la obra de Roser consiste en haber sido, en Chile, pionera de una nueva conciencia política de los cuerpos de las mujeres. Fue reconocida como tal, por ejemplo, en la muestra de “Radical Women” (Los Angeles, Estados Unidos, 2017, cuya curadora fue Andrea Giunta). La mirada retrospectiva de esa exposición y de otras internacionales anteriores, ubican su trabajo en un nuevo marco: el de un cuestionamiento del canon del arte.

En el caso de Bru, el cuestionamiento no se expresa nunca en declaraciones ni polémicas verbales, como en el caso de las del grupo Signo, sino en los gestos que va haciendo en su pintura desde los años sesenta.

En ese tiempo, la distinción entre la esfera pública y la privada estaba firmemente instalada en la conciencia política. Las temáticas de la maternidad y de lo cotidiano condenaban a la “esfera privada”, a una cierta marginación respecto de relatos “épicos” más militantes, más contingentes, más monumentales, que dominaban la “esfera pública,” la que realmente importaba. El género no era todavía un tema político.

Las ópticas han cambiado en nuestros días. Una mirada contemporánea valora especialmente ciertos rasgos que configuran un pensamiento de muchos años acerca del cuerpo de las mujeres. Desde las primeras “Materias”, Roser Bru se dedica a una reflexión pictórica reiterada acerca de ese cuerpo. Una reflexión que no deja lugar al sentimentalismo ni a los lugares comunes, que produce extrañeza y distancia, que hace de la pintura un campo de descubrimiento de lo inesperado en la experiencia.

A lo largo de su obra, las metáforas pictóricas del cuerpo de la mujer son muchas, y reiteradas. En las muchas sandías se van viendo aspectos del sexo como plenitud y como herida. En las “mesas”, las pequeñas y sencillas felicidades que se hacen y deshacen pacíficamente a lo largo de un día, pero también “la guerra”, la violencia que trastoca y destruye. Este último aspecto comienza a predominar después de 1973, fecha decisiva en que se reactivan los traumas de la guerra sufrida en la niñez, del desplazamiento hacia Chile en calidad de “refugiada” (su palabra, muy repetida).

Surgen entonces “los ojos de los enterrados”, las miradas acusadoras de quienes ya no pueden mirar, los rostros de los muertos, el trabajo de la memoria que los mantiene presentes y a la vez trabaja con el olvido, el recuerdo y el dolor en sus diversas fases. Una desaparecida en particular, con su número. Y muchas mujeres “destinadas”.

La pintura de Roser Bru es y será clave en la historia chilena en relación con lo que Enrique Lihn llamó, a propósito de ella, ‘el acertijo de la femineidad (y no del feminismo, que es tan transparente)’.

Esto la pone, en el arte latinoamericano, como pionera de una nueva iconografía basada en el cuerpo de las mujeres, desde la cual se hacen visibles “las violencias sociales, políticas y culturales” de nuestra época. Lo que hizo Balmes, para su época, pero de otra manera, de otra manera muy distinta. Cherchez le catalan, o, en este caso, la catalana.

Médico ilustre

Como todos los refugiados, el doctor Victorino Farga vivió duros momentos al final de la guerra, cuando su familia viajó en duras condiciones a Francia. Paradojalmente, escribió, la vida en el campo de concentración, con sus hermanos y su madre fue “feliz”:

Nos instalaron en unos galpones a las afueras del pueblo, donde dormíamos en el suelo sobre unos improvisados colchones de paja, pero al menos nos sentíamos protegidos de las inclemencias del invierno europeo y no pasábamos hambre. Paradójicamente, este resultó ser uno de los períodos más felices de mi vida. Fue como un renacimiento. En España había sido un niño aficionado a la lectura, tímido y retraído, y de pronto el mundo se abrió para mí. Estábamos encerrados y custodiados, aunque nadie pensara en huir, por un piquete de guardias senegaleses, enormes, de aspecto terrible: “Negros senegaleses, negros como el carbón, con los ojos amarillos, la madre que los parió”, cantábamos a sus espaldas, hasta que después de los primeros días ya les perdimos el miedo. El campo estaba cercado por unas alambradas con alambre de púas que se veían infranqueables. Los niños mayores pronto encontramos como esquivarlas, cavando unos huecos en la tierra, por debajo de los alambres… Yo salía todos los días del campo de concentración a recorrer el pueblo y sus alrededores y rápidamente aprendí a hablar francés y me hice de muchos amigos de todas las edades. Los campesinos franceses se mostraron muy generosos y nos hacían regalos, sobre todo de comida. Así que volvía con huevos, panes, almendras, quesos, etc. etc. que mi madre preparaba en una gran estufa que había cerca de nuestras camas… Yo tenía 11 años, cumplí 12 en el campo, pero me sentía todo un proveedor y adquirí parte de la confianza que me faltaba en Barcelona y que tanto me ha servido después.

Ese “después” del doctor Farga incluye un paso notable por el sistema público de Salud de Chile (“en los tiempos gloriosos del Servicio Nacional de Salud, la época dorada de la Salud Pública chilena, lo que facilitó la creación y florecimiento de un Programa Nacional de Control de la Tuberculosis moderno, que se anticipó muchas veces a las normativas de la Organización Mundial de la Salud”), pero también un nuevo exilio durante la dictadura militar chilena.

A modo de conclusión

La saga del Winnipeg y sus viajeros ha sido recordada ampliamente al cumplirse los 80 años de su llegada a Valparaíso.

En estos meses se ha dicho prácticamente todo lo que representó este grupo de inmigrantes, que llegaron a Chile con lo poco que pudieron rescatar en el azaroso cruce de los Pirineos en invierno. Se podría decir, con conmiseración, que venían “con lo puesto” como ha señalado Sigfrido Grimau. Pero lo que verdaderamente traían era un tesoro de experiencias vividas e ideas por desarrollar en el amplio universo de la cultura.

 

Julio Gálvez Barraza es escritor, ensayista, especializado en el exilio republicano español a Chile. Residió en Castelldefels (Barcelona) desde 1973 hasta 1995. En 1990 fue galardonado con el primer premio Sant Jordi, Narrativa Castellana de Castelldefels por el cuento “Los muertos no se venden”. En 1998, en Chile, obtiene el primer premio en el Concurso Internacional de Ensayo «Neruda, el ser americano», convocado por la Fundación Pablo Neruda, por su ensayo biográfico “Neruda: Testigo ardiente de una época”. En septiembre de 1999 participa en la organización de los actos conmemorativos de los 60 años de la llegada del “Winnipeg”, patrocinada por el Centro Cultural de España en Chile. En septiembre de 2004, en Barcelona, coordina los actos conmemorativos de los 65 años de la llegada del “Winnipeg” a Chile, organizados por el Consulado de Chile en Barcelona y el Instituto catalán de Cooperación Iberoamericana. En diciembre de 2012 es galardonado con el 1º Premio, categoría inédita, en el concurso «Escrituras de la Memoria», convocado por el Consejo Nacional de la Cultura y las Artes de Chile, por su libro Juvencio Valle. El hijo del molinero. En el mismo concurso es acreedor de la Primera Mención Honrosa por su libro Winnipeg. Testimonios de un exilio.

Abraham Santibáñez es periodista, titulado en la Universidad de Chile. Actualmente es secretario general del Instituto de Chile y miembro de la Academia Chilena de la Lengua. En 2015 recibió el Premio Nacional de Periodismo. Ha sido profesor de Introducción al Periodismo, Ética Periodística y Reportaje Interpretativo en las universidades de Chile, Católica y Diego Portales. Fue integrante y presidente del Consejo de Ética de la Federación de de Medios de Comunicación. Autor de textos de Ética, Periodismo y actualidad. Fue presidente del Colegio de Periodistas. Escribe habitualmente en diarios de Santiago, Concepción, Punta Arenas, Copiapó, La Serena y San Antonio




 

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