domingo, 27 de febrero de 2011

Gonzalo Rojas


Carbón

Veo un río veloz brillar como un cuchillo, partir

mi Lebú en dos mitades de fragancia, lo escucho,

lo huelo, lo acaricio, lo recorro en un beso de niño como entonces,

cuando el viento y la lluvia me mecían, lo siento

como una arteria más entre mis sienes y mi almohada.

Es él. Está lloviendo.

Es él. Mi padre viene mojado. Es un olor

a caballo mojado. Es Juan Antonio

Rojas sobre un caballo atravesando un río.

No hay novedad. La noche torrencial se derrumba

como mina inundada, y un rayo la estremece.

Madre, ya va a llegar: abramos el portón,

dame esa luz, yo quiero recibirlo

antes que mis hermanos. Déjame que le lleve un buen vaso de vino

para que se reponga, y me estreche en un beso,

y me clave las púas de su barba.

Ahí viene el hombre, ahí viene

embarrado, enrabiado contra la desventura, furioso

contra la explotación, muerto de hambre, allí viene

debajo de su poncho de Castilla.

Ah, minero inmortal, ésta es tu casa

de roble, que tú mismo construiste. Adelante:

te he venido a esperar, yo soy el séptimo

de tus hijos. No importa

que hayan pasado tantas estrellas por el cielo de estos años,

que hayamos enterrado a tu mujer en un terrible agosto,

porque tú y ella estáis multiplicados. No

importa que la noche nos haya sido negra

por igual a los dos.

-Pasa, no estés ahí

mirándome, sin verme, debajo de la lluvia.

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