jueves, 15 de octubre de 2009

Roberto Díaz Mansilla, el amigo que me negó el destino





Muchas veces pensamos en lo maravilloso y caprichoso del destino. Es capaz de unir y desunir personas. Los encuentros casuales, en la hora y el lugar menos pensado, esos que se convierten en amistades reconfortantes y duraderas, las ponemos en la favorable cuenta del destino. Solemos alabar este sino como causa y efecto de nuestras mayores alegrías, aunque también, todo hay que decirlo, de desdichas y desencantos.
Sin embargo, creo que a veces el destino nos juega malas pasadas y nos prohíbe disfrutar de personas a las que quisiéramos haber conocido más, con las que nos hubiese gustado compartir penas y alegrías.
Gracias a este maravilloso invento que es Internet, hace pocos días recuperé un amigo al que quiero y del que nada sabía desde hace más de 40 años. Con él fuimos juntos a la escuela, al mismo curso. Compartimos venturas y desventuras, horas de estudio y tardes de alegres cimarras. Conocí su familia y el conoció la mía. Durante todos estos años, muchas veces me preguntaba ¿qué será del “Guatón Díaz”?
Recuerdo con nostalgia aquel verano de 1967, cuando con mi primo Jaime, el “Guatón” y su hermano Roberto, a comienzos del mes de enero, nos fuimos de viaje a Puerto Montt. Hasta ese momento era el viaje más largo que hacía en mi corta vida. El trayecto en el tren duraba casi 24 horas. Lo tomabas por la noche y amanecía en Chillán. Luego, casi una jornada más de camino. Toda una aventura.
Es difícil de explicar y muy fácil de comprender lo bien que pueden pasarlo cuatro jóvenes aventureros, faltos de dinero y de experiencia, pero con enormes ganas de disfrutar y conocer otros lugares.
Recuerdo que alguien nos aconsejó llevar limones. En Puerto Montt, ese año, sobraban pecados y mariscos y había una acuciante escasez del preciado cítrico. Por lo tanto, nuestro único tesoro, repartido en las mochilas, era un enorme cargamento de limones que usamos como moneda de cambio en los ancestrales trueques. Aunque, con dinero o sin limones, los Mansilla, familiares de mis amigos, nos recibieron como sólo sabe hacerlo la gente del sur de Chile.
Fue un mes esplendoroso. Exuberante en carnes y mariscos, en paseos y playa, en excursiones a Puerto Varas y los alrededores. Nos hicimos asiduos de la Isla de Tenglo y, por las noches; a la plaza y al rompeolas, a pavonearnos frente a las jóvenes veraneantes para intentar sacarles una mínima y leve sonrisa. Luego, ya hicimos amistades. Conocimos chicas del mismo Puerto. Recuerdo a las hermanas Paredes y a Judith Mansilla, una bella muchacha que estudiaba para ser profesora. ¿Qué será de aquellas Lolas de entonces?
Con mi primo, acostumbrábamos a pasar las vacaciones juntos. No así con los hermanos Díaz. Ese viaje consolidó mi amistad con el “Guatón”. También me sirvió para conocer a Roberto, su hermano. Era un chico algo serio, quizá demasiado responsable y reflexivo para su edad, para nuestra edad. Sin embargo, no carecía de sentido de humor y se notaba en él una bondad y una complicidad a toda prueba. No sé si está demás decirlo, pero creo que, durante el mes que estuvimos de vacaciones, nos hicimos amigos, dicho en palabras más juveniles, y de ese tiempo, nos caímos bien.
Pasaron algunos años después de nuestro viaje. Yo ya estaba casado y trabajaba en la Dirección de Aeropuertos del Ministerio de OO.PP. Una mañana, esperando la micro para ir al trabajo, vi una cara conocida. Cometí un error del que todavía me culpo. No lo hablé. No le pregunté quién era y por qué su cara me parecía tan familiar. Después de subir a la micro, recién me di cuenta de que era Roberto Díaz Mansilla, mi compañero de viaje a Puerto Montt. Me dio vergüenza el no haberlo conocido y más el no haberlo saludado. Volví a verlo otras mañanas en la misma esquina. Pudo más mi timidez. La vergüenza por el error cometido me impidió acercarme. Creo que el destino, esa vez, no logró cumplir su cometido.
Pasó el tiempo. Viví muchos años lejos de Santiago y, hace pocos días, como decía al comienzo, nos reencontramos con mi amigo el “Guatón”. Una de mis primeras preguntas fue por su hermano. –Está bien, -me dijo-, aunque no nos vemos mucho-. Como es lógico, después de tantos años, quedamos en vernos, -ojala con tu primo y con mi hermano-, dijo el “Guatón. Estuve muy de acuerdo en esa futura reunión. Pensé que, ahora que con los años he aprendido a disimular la timidez y a reconocer mis culpas, aunque tarde, todavía era tiempo para reparar mi error y disculparme con Roberto.
Ayer por la mañana me llamó el “Guatón”. Estaba desolado: -Te llamo para avisarte que mi hermano ha muerto.
Fui al funeral del amigo que no tuve. Y de nuevo el destino me demostró que podía ser muy cruel. Su casa, donde vivió casi toda su vida de casado, donde su familia lo despedía, queda a dos calles de la casa en donde viví por más de diez años. ¿Nunca nos vimos? ¿Nos vimos alguna vez y no nos conocimos? Creo, como dice Bob Dilan, que la respuesta sólo está en el viento. Pero me niego a creer en lo benévolo del destino.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Hermosa prosa literaria, recoge la memoria de momentos felices de juventud, de mar, de soles que tuvimos en nuestras manos y que un día decidieron brillar en otros parajes, pero que aún a pesar del tiempo y la distancia sentimos en nuestro cuerpo su calor tibio y generoso.
Quizás... esos " Robertos " llevan implícito en su nombre "robarse" ese tiempo ese pequeño instante en que desearíamos, en lo más profundo de nuestro corazón haber compartido un poco más...
Bellas las fotos del recuerdo... Aún sigue en tu rostro la semblanza de aquellos días maravillosos !!!
Abrazos, gracias por compartir !!!