EL WINNIPEG Y SUS CIRCUNSTANCIAS.
Julio Gálvez Barraza y Abraham Santibáñez
Martínez. Anales del Instituto de
Chile, Vol. xxxviii, Estudios, pp. 149 - 168, Santiago, 2019
Resumen
Ocho décadas después de la llegada del Winnipeg y su
cargamento de refugiados republicanos, derrotados en la Guerra Civil española,
la conmemoración superó todas las anteriores. Hubo actos de recuerdo, homenaje
y debate, desde Arica a Santiago y Valparaíso. Vino una delegación oficial del
gobierno hispano, encabezada por la ministra de Justicia, Dolores Delgado, cuyo
mensaje fue: “Es tiempo de reconocer la generosidad de un pueblo como el
chileno”. La ocasión sirvió para poner de relieve el extraordinario aporte de
los pasajeros del Winnipeg (y otras naves, como el Formosa) a la sociedad y a
la cultura chilenas. El recuento de lo que vivieron durante el conflicto,
sufrieron antes de llegar a Chile y sus muy variados logros en diversos
ámbitos, es el tema de este trabajo. La historia de estos hombres, mujeres y
niños nos muestra un país pobre en recursos económicos, pero solidario y con
una gran fe en la democracia. Palabras clave: guerra civil, exilio,
desesperanza, generosidad, arte, cultura, excelencia intelectual.
Tras la derrota de los republicanos en la Guerra Civil
española, miles de milicianos y sus familias iniciaron un largo e incierto
camino al exilio. En Francia fueron recibidos sin entusiasmo, confinados en
precarios campos de concentración. Muchos fueron acogidos en México o en
Argentina y otros países de América Latina. Solo un grupo menor llegó a Chile,
la mayoría en los barcos Winnipeg y Formosa, o por otras vías.
Ochenta años después, sigue siendo una cruel ironía
hablar de una “Guerra Civil”. No es civil ni civilizado un enfrentamiento entre
hermanos de tan alto costo en vidas y que produjo tal destrucción en la
convivencia social. En el caso español, la cifra más realista parece ser de 540
mil muertos. Pero no se puede dejar de recordar el cálculo del escritor José
María Gironella, que popularizó la estimación de “un millón de muertos”. Como
explicó muchas veces el académico Guillermo Blanco, la cifra resulta de que a
cada muerto habría que sumar la muerte espiritual de quien lo mató.
Un particular testimonio en primera persona hecho por
Julián Grimau, en el coloquio realizado en el Instituto de Chile, subraya la
penuria de la ruta al exilio en Francia de los republicanos derrotados en 1939.
Por contraste es, también, una manera de entender el significado que tuvo para
ellos la cálida recepción que tuvieron al llegar a Chile (la familia Grimau,
que tuvo que abandonar su casa en Valls, provincia de Tarragona, no pudo viajar
en el Winnipeg, pero lo hizo más tarde).
“De la preocupación y los
comentarios la situación trocó en drama y desesperación, aquella lluviosa noche
de invierno en la que mis padres cargaban una carreta con máquinas de coser,
telas, y un sinfín de cosas, mayormente alimentos, de los que solo recuerdo una
provisión de turrones de Quijona.
“Al paso cadencioso de
una vieja mula tuerta salíamos a pie de madrugada por la carretera rumbo a lo
desconocido; por lo menos para mí, que si bien percibía el pánico y la premura
con que hablaban y actuaban mis padres y mis hermanos mayores, poco advertía el
drama que estábamos empezando a vivir.
“No había espacio en la
carreta, solo mi abuelo y mi hermana menor de cuatro años cabían en ella; los
demás a pie por interminables días y caminos, soportando un frío intenso,
bombardeos casi diarios, durmiendo las noches en alguna cuneta aun bajo la
lluvia, bajo algún árbol o con suerte en alguna casa o iglesia en ruinas.
“En mi libro “En El
Silencio” Los niños de la Guerra, narré varias de las vivencias de esta
diáspora llena de tristes episodios.
“Había que apurarse; el
tronar de los cañones de las tropas fascistas nos perseguían, pero lo peor era
el pánico que infundían los moros que les precedían.
“La meta anhelada, la
frontera de Francia, el final de la larga caminata, la esperanza de llegar a
tiempo a la salvación, fue una patética experiencia y decepción, aun para los
más pequeños. ‘Solo pueden entrar con lo puesto’; la mula lanzada a su suerte
en un barranco, la carreta y su contenido fueron a incrementar las montañas de
maletas y toda clase de especies amontonadas por todos lados, como si fuera
poco haber abandonado la Masía y la casa de cinco pisos del centro de Valls”.
El “poema” de Neruda
La familia de Grimau representa a quienes no murieron
en la gran tragedia, pero perdieron su entorno y sus raíces, es decir, su
patria. Una parte de esas víctimas llegó a nuestras costas. Y, al revés de
otros viajes épicos, la odisea del Winnipeg tuvo un final feliz.
Así ha sido recordada masivamente, pero todavía hay
espacio para que la conozcan jóvenes y adolescentes que nunca supieron de esta
historia de agradecimiento y de esperanza.
El propio Pablo Neruda, gestor del viaje del Winnipeg,
lo consideraba su obra maestra: “Que la crítica borre toda mi poesía, si
quiere, pero que no se olvide nunca este poema que hoy recuerdo”.
Desde su arribo a Valparaíso, al anochecer del 3 de septiembre
de 1939, este carguero francés, que terminaría hundido por un submarino alemán
en el Atlántico, se convirtió en una leyenda. Pese al tiempo, su recuerdo se ha
agigantado.
En Santiago, en septiembre de 2019, la ministra de
Justicia de España, Dolores Delgado, sostuvo que el viaje del Winnipeg y el
apoyo a los exiliados, es una “deuda histórica” que su país tiene con el
nuestro por haber recibido a “los luchadores y las luchadoras por la
democracia, por la libertad, que se vieron obligados a huir de España”.
La conmemoración de los 80 años desde la llegada del
Winnipeg a Chile, coincidió simbólicamente con un hito significativo, lo que el
presidente del gobierno español llamó el cierre de un “capítulo oscuro”.
Lo subrayó Pedro Sánchez en Nueva York, en la sede de
las Naciones Unidas:
Hoy, 24 de septiembre de
2019, hemos cerrado simbólicamente el círculo democrático, pues el Tribunal
Supremo de España acaba de autorizar la exhumación del dictador Franco del
mausoleo público en el que estaba enterrado con honores de Estado. Hoy cerramos
por lo tanto un capítulo oscuro de nuestra historia y comenzamos las labores
para sacar los restos del dictador Franco de donde han reposado inmoralmente
durante demasiado tiempo. Porque ningún enemigo de la democracia merece un
lugar de culto ni de respeto institucional. Es una gran victoria de la
democracia española.
El diario El País comentó la situación, subrayando que
“Sánchez, que tiene un gran respaldo para esta decisión, no solo en España sino
también en la escena internacional, aprovechó la ocasión para reivindicar el
enorme cambio que ha experimentado su país desde la muerte de Franco:
España, que fue uno de
los primeros Estados modernos del planeta, no formó parte, sin embargo, del
club de Estados fundadores de esta gran institución: las Naciones Unidas. Y no
lo fuimos por una sencilla razón: la dictadura franquista, que tuvo secuestrado
a nuestro país durante casi cuarenta años, colaboró con los nazis en la Segunda
Guerra Mundial, algo incompatible con formar parte de una organización que se
construyó para fomentar la paz. España salió de aquella dictadura sombría hace
cuarenta años y fue capaz de construir un país próspero, descentralizado y
comprometido con la diversidad de todo tipo. Uno de los países con la mejor
asistencia sanitaria. Uno de los países más seguros. Un país considerado
internacionalmente como una de las democracias más sólidas y garantistas del
mundo. El mejor país para viajar y uno de los mejores países para vivir. Los
españoles eligieron paz, libertad y democracia, y con esas herramientas vamos a
seguir construyendo el futuro queremos compartir nuestros logros de estos
últimos cuarenta años y nuestro espíritu transformador.
De aquí ¿a dónde?
También Chile ha cambiado en las ocho décadas transcurridas
desde la llegada del Winnipeg, bautizado desde entonces como “el barco de la
esperanza”.
El país que lo recibió, era un país pobre y mucho
menos poblado que el actual. Contaba entonces con algo más de cinco millones de
habitantes y un muy bajo ingreso per cápita, pese a que ya se estaba
recuperando de los peores efectos de la crisis de los años 29 y 30. Esa modesta
nación tuvo, sin embargo, una enorme capacidad de acoger a quienes necesitaban
amparo. Son múltiples los conmovedores testimonios que lo demuestran. En ellos
se resaltan unánimemente los ejemplos de generosidad, una palabra amable, un
abrazo o incluso algún dinero para los gastos iniciales. Víctor Pey, por
ejemplo, nunca olvidó que en el primer tranvía al que se subió en Santiago, el
cobrador no le aceptó el pago del pasaje. No lo conocía, pero lo identificó por
el acento.
Y está, por cierto, una historia que contaba Leopoldo
Castedo y que ha sido recogida numerosas veces:
Oí decir a una niña de
seis u ocho años a su madre, acodada ésta en la borda contemplando el puerto
iluminado: ‘Mamá. Cuando nos echaron de Madrid nos fuimos a Valencia; cuando
nos echaron de Valencia nos fuimos a Barcelona y cuando nos echaron de
Barcelona nos fuimos a Francia. De Francia nos echaron a Chile. Cuando nos
echen de Chile ¿adónde nos vamos a ir’?
Nadie los expulsó de Chile, pero en los años 70, más
de tres décadas después, hubo quienes se vieron forzados a un nuevo exilio. Ese
era ya otro país.
Desde su llegada, como lo ilustra el caso de Mauricio
Amster, a quien conminaban en un letrero a su llegada a Santiago para que se
presentara el día siguiente en el trabajo que le tenían reservado, los viajeros
del Winnipeg no descansaron. Como se recordó en un coloquio sobre el tema
realizado en la sede del Instituto de Chile, en septiembre de 2019, Roser Bru
hizo un contundente resumen de su aporte:
Unos construyeron
chimeneas curvas —en casa de Avenida Lynch de Pablo Neruda—, otros organizaron
la pesca de camarones, otros hicieron industrias, puentes, edificaciones y
algunos fuimos pintores. Cada uno se las arregló con estas dos tierras de las
que estamos hechos. Pero aprendimos a pertenecer. Fue un ‘descubrimiento’ de
América al revés y sin vencedores.
El proceso no fue fácil, como se podría pensar tras
los elogiosos balances que se hicieron en 2019. La organización del viaje no
estuvo exenta de dificultades. Lo contó Pablo Neruda, nombrado por el gobierno
de Pedro Aguirre Cerda como cónsul encargado de la emigración española en
París. Inicialmente tuvo una respuesta entusiasta del presidente: “Sí, tráigame
millares de españoles. Tráigame pescadores, tráigame vascos, castellanos,
extremeños… Tenemos trabajo para todos”.
Fue, escribió el poeta, la más noble misión que he
ejercido en mi vida: la de sacar españoles de sus prisiones y enviarlos a mi
patria. Así podría mi poesía desparramarse como una luz radiante venida desde
América entre esos montones de hombres cargados como nadie de sufrimiento y
heroísmo. Así mi poesía llegaría a confundirse con la ayuda material de América
que, al recibir a los españoles, pagaba una deuda inmemorial.
El Winnipeg reacondicionado
A fines de abril de 1939, Neruda se instaló en París,
en el Quai de l’Horloge, dispuesto a embarcar rumbo a Chile al mayor número
posible. El servicio de Evacuación de Refugiados Españoles (SERE) había
contratado el Winnipeg a la compañía France-Navigation. Era un carguero con una
tripulación de menos de 20 personas que cubría regularmente el trayecto entre
Marsella y las costas de África. En los astilleros de Dunkerke se reformó el
viejo carguero, se crearon grandes comedores y sus bodegas se transformaron en
dormitorios, se le instalaron literas de madera para recibir más de dos mil
pasajeros en condiciones no muy confortables, pero mejores que las que
soportaban en los campos de concentración franceses.
A pesar de las muestras de simpatía con que los
refugiados fueron recibidos finalmente en Chile, el tema generó ásperas
discusiones que fueron recogidas por la prensa. El Diario Ilustrado, del Partido
Conservador, lideró la oposición frontal a la inmigración española. En un
editorial el 5 de Julio fue categórico: “El dinero se agota; pero quedan las
responsabilidades, y lo que ahora realiza Francia tendrá en lo sucesivo que
hacerlo el Gobierno de Chile, salvo que despoje de su trabajo a los obreros
chilenos en actividad para proporcionar medios de vida a esos extranjeros”.
Lo cierto es que el gobierno chileno no financió el
viaje del Winnipeg. Tampoco gastó dinero de las arcas fiscales para financiar el
plan de inmigración. Sin embargo, uno de los argumentos esgrimidos por la
derecha, seguramente el que creía más sensible a la opinión pública, era el
costo económico que significaría para el país recibir a los refugiados.
El matutino Frente Popular se instaló en la posición
de los que querían acogerlos. En un momento dado se produjo un incidente,
narrado por Neruda en sus Memorias, en que el propio presidente Aguirre Cerda
habría querido cancelar el viaje. El ministro de Relaciones Exteriores, el
radical Abraham Ortega, logró superar las reticencias.
Los más conocidos
La variopinta actividad de los inmigrantes
republicanos llegados en el Winnipeg o por otros medios menos conocidos se ha
concentrado en destacar a los de mayor renombre, pese a que en la nave se
embarcaron más de dos mil pasajeros: hombres, mujeres y niños.
Algunos de esos nombres son: José Ricardo Morales,
dramaturgo y ensayista; Mauricio Amster, tipógrafo; Agnes América Winnipeg
Alonso Bollada, nacida durante la travesía; José Balmes, pintor; Roser Bru,
pintora; Leopoldo Castedo, historiador; Isidro Corbinos, profesor y periodista;
Luis Fernández Turbica, dramaturgo; Elena Gómez de la Serna, publicista y
periodista; Monserrat Julió Nonell, actriz de teatro y cine, directora y
escritora, quien estudió en Chile y desarrolló su carrera en España; José Ortiz
Zubia, médico, quien se desempeñó como médico a bordo; Diana Pey, pianista y
compositora; Víctor Pey y Raúl Pey Casado, ingenieros, profesores y
empresarios; Miguel de los Santos Cunillera Riu, médico; Victorino Farga
Cuesta, médico.
De los periodistas, uno de los connotados fue, sin duda, Isidro Corbinos, quien había desarrollado su carrera en España y que, en nuestro país, según los entendidos, revolucionó el periodismo deportivo. Su aporte esencial fue ir más allá del simple recuento de datos de cualquier actividad, en especial el fútbol, e incorporar un marco de referencia más amplio. Como puntualizó el periodista Alfredo Olivares en 1968, Corbinos “nos introdujo en el análisis del espectáculo deportivo. Escalpelo en mano diseccionaba los partidos y siempre llegaba al motivo y causa principal de un éxito o un fracaso desde el ángulo más insospechado”.
No fue el único. En la revista Ercilla, igual que
Corbinos, trabajó por años Darío Carmona. Había colaborado con Neruda para el
embarque del Winnipeg. Vino más tarde a Chile y, aparte de otros trabajos
editoriales, contribuyó en Ercilla a la sección “Un personaje al trasluz”.
Otros, que tampoco vinieron en el Winnipeg, ayudaron a
renovar la crónica e incluso se convirtieron en referentes en la crítica de
arte, como el caso de “Critilo”, Antonio Romera, quien llegó a Chile en el
Formosa.
Editores y libreros
Al igual que en otras naciones americanas, en Chile la
difusión cultural cumplió el doble papel de mantener los vínculos entre los
recién llegados y establecerlos con quienes les acogían.
En el caso de la industria editorial, nuestro país no
tenía en esos años una estructura de producción y comercial consolidada como
Argentina. Frente a la realidad de un camino que empezaba, los transterrados
crearon diversas empresas. Entre ella se creó Orbe, de Joaquín Almendros. A su
sombra se constituyó una verdadera escuela de libreros, especialmente los
dedicados a la importación y distribución.
Es larga la lista de los más destacados: Modesto
Parera Casas y Alejandro Melo Arribas, en Valparaíso y Viña del Mar; Pelayo
Salas Berenguel (Editorial Bibliográfica); Alberto Teixidó Mata (Distribuidora
Rutas); Juan Aldea Vallejos (Feria Chilena del Libro y Distribuidora
Continental); Alberto Teixidó Almendros (Editorial Teixidó); Antonio Martínez y
José Luis Martínez Almendros (Librería Hispania). Todos ellos con varios años
de trabajo en la firma de Joaquín Almendros.
Una de las mayores empresas literarias intentadas en
Chile por los refugiados españoles fue la editorial Cruz del Sur, creada por
Arturo Soria en 1942.
Merece la pena detenerse en la figura de Soria, quien,
junto a su mujer Conchita Puig, a su hermano Carmelo y a su cuñado Fernando
Puig, supo convertir la editorial Cruz del Sur en un catalizador de iniciativas
culturales que implicaron a españoles y americanos.
En España, antes de la guerra civil, Soria había
creado propuestas organizativas, tales como los Comités de Cooperación
Intelectual, que tenían el propósito de “fecundar la vida cultural
provinciana”; inspirador de la FUE madrileña, fundada en 1927 junto a Antonio
María Sbert, y de sus diversas secciones: coros, deportes, teatro (el teatro La
Barraca, entre ellos, que tan brillantemente dirigiera Federico García Lorca).
Fue también promotor de la Universidad Extraoficial —con Ortega y Gasset— y de
la Sociedad de Interayuda Universitaria. Estuvo también vinculado al grupo de
escritores de la revista Cruz y Raya, y en 1934 fundó, junto al director de
Luz, Corpus Barga, el semanario Diablo Mundo, en el que colaboraban: Bergamín,
Quiroga Pla, Guillermo de Torre, Gustavo Pittaluga, Max Aub o Gómez de la
Serna.
En 1936 fue nombrado secretario general del Ministerio
de Propaganda, cuyos cuadros se nutrieron en buena proporción del Servicio
Español de Información, organización que Arturo Soria había auspiciado con el
objetivo de dar noticia verídica de la guerra en el extranjero y recabar, de
esta manera, el apoyo de los intelectuales para la causa de la República.
Al finalizar la contienda se refugió en la Embajada de
Chile en Madrid, donde, como es sabido, se fundó una de las primeras revistas
literarias del exilio, Luna, revista manuscrita y, por tanto, ejemplar único,
pero de lujosa presentación y cuidados contenidos. En la redacción y
elaboración de Luna participaron otros refugiados en la sede chilena, entre
ellos el poeta Antonio Aparicio, el novelista Pablo de la Fuente, los artistas
Santiago Ontañón y Edmundo Barbero, y los estudiantes José Campos y Luis
Hermosilla.
La ruta cultural
Soria no vino en el Winnipeg y llegó a Chile a finales
1939. En una carta enviada al penalista Luis Jiménez de Asúa, con fecha 21 de
diciembre de 1939, señalaba la voluntad de repetir los esfuerzos que propiciaron
el advenimiento de la República, y el convencimiento de que el camino a seguir
era la cooperación intelectual, las iniciativas culturales y la comunicación
entre los diferentes ámbitos y destinos de la emigración.
Cruz del Sur se fundó en 1942. En su creación
encontramos un valioso ejemplo de integración y aporte cultural. El soporte
económico de esta empresa fue hecho con los primeros ahorros de los mismos
exiliados; Jesús del Prado, entre ellos. Cruz del Sur constituyó un modelo de política
literaria integradora. La finalidad era contribuir al conocimiento mutuo,
estableciendo vínculos entre los autores transterrados y los chilenos.
Un breve recorrido por las colecciones de la editorial
Cruz del Sur puede ayudar a mesurar el alcance de estos propósitos iniciales.
Arturo Soria contaba en esta empresa con el asesoramiento de quien había sido
tipógrafo de la Revista de Occidente, Mauricio Amster, el que pronto se
encargaría de la prestigiosa Editorial Universitaria.
Amster fue el auténtico renovador de la tipografía
chilena. Por esos tiempos, el afamado tipógrafo se había convertido en director
artístico de la editorial Zig-Zag, a cuyo frente se encontraba por entonces el
español José María Souviron. En Cruz del Sur también colaboraron José Ferrater
Mora, José Ricardo Morales y, en el colofón de algunos volúmenes puede
apreciarse, además, agradecimientos a la colaboración esporádica de dibujantes,
pintores e impresores, como Santiago Ontañón, Manuel Altolaguirre, Arturo
Lorenzo, Roser Bru o Jaime del Valle-Inclán.
Esta participación española estuvo acompañada por un
gran número de escritores chilenos, entre los que podemos destacar a Juvencio
Valle, Mariano Latorre, José Santos González Vera, Manuel Rojas, Ricardo
Latcham y Pedro Prado. También colaboró en la empresa el poeta colombiano
Eduardo Carranza. Si la comparamos a otros proyectos editoriales llevados a
cabo por los exiliados españoles en tierras americanas, por ejemplo, el Fondo
de Cultura Económica de México, se diferencian por la visión humanista que
irradiaba.
En opinión de José Ricardo Morales, el éxito de Cruz
del Sur residía:
En la confianza absoluta
que depositaba Soria en sus colaboradores. Hasta el punto de que la
planificación de la editorial, en sus diferentes campos especializados, la
confió plenamente a quienes se hicieron cargo de ellos. Al fin y al cabo, de
nada vale la mejor planificación si no se encuentran las personas adecuadas
para efectuarla. Y aún más, en viceversa, es obvio que cualquier programa
propuesto de antemano para su cumplimiento, también se debe a personas: las que
lo propusieron. El muy sabio Perogrullo no hubiera dicho otra cosa.
Las principales colecciones
Las ediciones de Cruz del Sur se estructuraron en
varias colecciones, divididas en dos grandes líneas temáticas: La Biblioteca
del Nuevo Mundo y la de Autores Españoles. Entre ellas, la Colección de Autores
Chilenos, dirigida por el novelista Manuel Rojas. Se trata de diez títulos,
aparecidos en 1942, de autores chilenos como José Santos González Vera,
Juvencio Valle o Vicente Huidobro, y cuya tirada ronda los mil ejemplares.
Luego aparecieron la Nueva Colección de Autores
Chilenos, dirigida por José Santos González Vera; la Colección de Autores
Argentinos, dirigida por Enrique Espinoza; la Colección de Autores Bolivianos,
dirigida por Mariano Latorre, y la Colección de Autores Peruanos, dirigida por
Ricardo A. Latcham.
La colección Residencia en la Tierra fue dirigida por
Juvencio Valle, que publicó, entre otras, las Obras Completas de nuestro Premio
Nobel, que incluye desde “La canción de la fiesta” hasta “Himno y regreso
1939”. Otras colecciones: La Fuente Escondida (selección de poetas españoles de
los siglos de oro, algo olvidados) y Divinas Palabras (que ambicionaba recoger
las mejores muestras de la literatura sacra), ambas series dirigidas por José
Ricardo Morales.
“Poetas en el destierro” (1943), publicada en la
colección Raíz y Estrella, también a cargo de José Ricardo Morales, recoge los
poemas pertenecientes a Antonio Machado, Juan Ramón Jiménez, León Felipe, José
Moreno Villa, Pedro Salinas, Jorge Guillén, Juan Larrea, Emilio Prados, Rafael
Alberti, Luis Cernuda y Manuel Altolaguirre. La colección Tierra Firme,
dirigida por el filósofo José Ferrater Mora -que residió en Chile de 1943 a 1947.
Cabe mencionar, además de los libros, el Archivo de la
palabra, de Fernando Puig. En él se conservaron grabaciones de varios
intelectuales. Además de Alberti y Neruda, se hicieron registros sonoros de
Dámaso Alonso, Ramón Gómez de la Serna, Marcel Baitallón, el venezolano Rómulo
Betancourt y el poeta español León Felipe. Fernando Puig recordó una anécdota
durante el proceso de grabación de la voz de León Felipe, llegado a Chile en
los mismos días que él. Después de la grabación, el poeta no reconoció su voz,
protestando que no era él sino “un viejo”. La historia concluyó con la
destrucción de la grabación.
En torno a la extensa labor desarrollada por Arturo
Soria, José Miguel Varas formuló un sincero homenaje:
Discrepar era lo que
hacía siempre. Era su estado natural. Discrepaba del mundo. Y, sin embargo, en
el Chile de aquella época había encontrado un medio receptivo, que acogía su
discrepancia con una especie de asombro reverente, tal vez al mismo tiempo con
cierto escepticismo cazurro, carente de aristas. Habitualmente no encontraba
antagonistas, sino, sobre todo, oyentes que se reservaban su opinión, pero que
estaban dispuestos a celebrar sus salidas.
O tal vez era que a
nosotros —muchachos entonces— nos resultaba imposible expresar verbalmente
nuestras propias discrepancias, frente a aquel monólogo avasallador, a aquella
catarata verbal restallante de “jotas” y “zetas” españolas, cautivadora por el
juego de las paradojas y el brillo del idioma bien usado.
Arturo Soria dejó Chile —que se había convertido en
tierra muy suya, muy entrañable— en 1959. Regresó a España “a los veinte años y
un día” de su llegada a Santiago, como gustaba de decir. Pero su regreso, tan
esperado, marcó el comienzo de un segundo exilio, más doloroso que el otro.
Sufrió el secuestro y asesinato de su hermano Carmelo, en 1976, hecho que le
desencadenó una trombosis que acabaría con su vida en 1980. Sus obras de mayor
prestigio son los libros que ayudó a publicar, muy pocos de los cuales se
encuentran hoy dispersos por las bibliotecas de sus dos países.
Las vidas de Castedo
Desde otro plano, es imposible no incluir en este
recuento al historiador Leopoldo Castedo.
Igual que todos los viajeros del Winnipeg, Castedo
vivó varias vidas. Las había vivido en España antes y durante la Guerra Civil,
y también en Chile, donde no se ha olvidado su papel como colaborador del
historiador Francisco Antonio Encina y como autor del resumen de su extensa
Historia de Chile.
Fue profesor en la recién creada Escuela de Periodismo
de la Universidad de Chile. Su cátedra era la historia contemporánea de
América. Recién había completado el viaje por tierra —ni hablar de caminos— de
norte a sur del continente, en un enorme carromato que bautizaron, con Enrique
Zorrilla y Roberto Montandón, como “La Iguana”. Era un vehículo inverosímil,
pero que llegó, como el poeta Ercilla, donde nadie antes había llegado... un
station wagon.
Su aventura chilena ya tenía 20 años y todavía le
quedaban muchos desafíos por superar. El mayor, sin duda, fue convertirse en el
retratista de la epopeya del Riñihue, el despeje de los “tacos” de barro que
dejó el terremoto de mayo de 1960. Esa filmación, iniciada como parte de sus
funciones en la Universidad de Chile y en la estación de televisión que estaba
pronta a inaugurarse, terminó en una crisis de proporciones. El choque con la
burocracia, que implicó tener que vender parte de su patrimonio personal para
pagar la película, bautizada La Respuesta, culminó con su renuncia a la
Universidad y su incorporación a un cargo en el Banco Interamericano de
Desarrollo, en Washington.
Sintomáticamente, para quienes entonces no lo
entendieron, la película, realizada en tan difíciles condiciones, incluyendo un
accidente de helicóptero, ganó todos los premios en el festival de documentales
de Bilbao… es decir, en la España franquista.
Estaba en La Paz el 11 de septiembre de 1973, lo que
le significó un nuevo alejamiento de su patria adoptiva. Después vino el
cáncer. Nunca, sin embargo, hasta su muerte, dejó de expresar su intenso amor
por Chile.
Académicos distinguidos
De los viajeros del Winnipeg ha habido algunos muy
cercanos al Instituto de Chile, aunque no todos fueron miembros de alguna
academia. Sí lo fueron el Dr. Victorino Farga (Academia Chilena de Medicina) y
José Ricardo Morales (Academia Chilena de la Lengua).
Morales —había nacido en 1915— salió muy joven de
España. Al bajar del Winnipeg tenía toda una vida por delante.
Aquí, mostrando una sorprendente y amplia variedad de
intereses y talentos, completó sus estudios universitarios y desarrolló una
vasta carrera académica como catedrático de Teoría e Historia del Arte y de la Arquitectura
en las universidades de Chile y Católica de Chile. En 1974 se incorporó a la
Academia Chilena de la Lengua. Simultáneamente fue dramaturgo, ensayista y
pintor.
Explicó su visión en sencillas, aunque polémicas,
palabras:
Dedicarse al país,
incluso con ‘dedicación exclusiva’, tal como ahora se dice en las
universidades, fue nuestra voluntaria obligación primera, el deber hacia un
pueblo al que tanto debíamos. Que muchos no asumieron esa obligación, es muy
posible que así fuera. Que otros recurrieron al país para publicitarse a
beneficio propio, también pudo ocurrir. Aunque algunos, en vez de pretender ‘el
prestigio’ a toda costa —pues sabemos que el sentido original del término es
‘engaño’— o de intentar llenarse descomedidamente la faltriquera, según la
socorrida idea de “hacerse la América”, tan sólo deseábamos a contribuir a que
esta América se hiciese, aportándole algunas posibilidades diferentes de las
que poseía, debidas a nuestra formación originaria, e incluso, aunque parezca
extraño, pertenecientes a nuestra condición de desterrados.
Una de sus primeras actividades en nuestro país fue el
teatro. En 1941 fundó, junto a Pedro de la Barra, el Teatro Experimental de la
Universidad de Chile. Se marcó así el inicio de una nueva etapa para las artes
escénicas nacionales, en la que se comenzaron a montar obras de vanguardia
europeas y dramaturgia nacional, y se avanzó en la profesionalización de esta
disciplina.
Morales dirigió el primer montaje de la obra Ligazón,
de Ramón del Valle-Inclán, que él ya había representado en España.
Como se señala en la Memoria Chilena,
conocedor de las
tradiciones literarias, Morales es un escritor capaz de cultivar y subvertir
géneros clásicos como la farsa y la tragedia. Con este fin, suele recurrir a la
adaptación o reescritura, ejercicio que le permite invocar personajes clásicos,
como Don Juan o Edipo, para contrastarlos con la modernidad. Su obra —que en
ocasiones ha sido catalogada como teatro del absurdo— confronta al espectador
con la deshumanización y la violencia social del mundo actual, poniendo al
descubierto las tiranías de los poderosos y de la sociedad de consumo en un
tono sarcástico que interpela al lector o espectador.
Dos Premios Nacionales
Los pintores Roser Bru y José Balmes, ambos
galardonados con el Premio Nacional de Artes Plásticas, tuvieron destinos
diferentes, pero compartieron algo fundamental: ser chilenos y catalanes a la
vez.
José Balmes tenía doce años y Roser Bru dieciséis
cuando desembarcaron del Winnipeg.
Él ha resumido con emoción la forma en que fueron
acogidos: “La gente se sacaba los zapatos y nos los regalaba, yo tenía doce
años. ¿Se da usted cuenta? ¡Lo que le tengo que devolver a Chile!”.
Este testimonio lo recogió la directora de la Academia
Chilena de la Lengua y presidenta del Instituto de Chile, Adriana Valdés, quien
recordó a Roser Bru y José Balmes en el coloquio sobre el Winnipeg realizado en
septiembre de 2019. La siguiente es parte de su presentación.
Balmes (fallecido en
2016) y Bru tenían mucho en común. Ambos recibieron el Premio Nacional de Arte
en el país de acogida. Balmes en 1999; Bru en 2015. Ambos, por supuesto,
catalanes. (Cherchez le catalan es una frase que Roser suele repetir, un poco
como el cherchez la femme de los franceses.) Ambos chilenos, también. Ambos
alumnos de la Escuela de Bellas Artes y discípulos del maestro Pablo Burchard.
Ambos comprometidos con la historia de Chile, un país que, en 1973, les hizo
revivir las experiencias violentas y desgarradoras de los fines de la guerra
civil española. Balmes se exilió de Chile; Roser Bru se quedó, y su obra entera
es testimonio y marca de resistencia y exilio interior durante la dictadura
chilena.
De Roser Bru, a quien
conocí personalmente en 1974, me considero amiga personal, casi hija, como
muchas de las personas a las que ella ha extendido su amistad creativa y
generosa.
El grupo Signo
A José Balmes —continúa
Adriana Valdés— lo saludé muchas veces en ocasiones en que coincidimos en
público, tras su vuelta a Chile: ‘Volver a Chile es lo más importante que me
pasó en la vida’, es frase suya, pero no lo traté personalmente ni he escrito
sobre él. He recurrido a un corpus de textos que se ha ido armando con el tiempo
en torno a su trayectoria y a su obra, y que todavía brindan sorpresas harto
interesantes para mí y, espero, para ustedes.
Una de las diferencias
que separan a Balmes de Roser Bru es la pertenencia del primero al grupo Signo,
y la ausencia de un rótulo en que se pueda incluir a Roser Bru.
La trayectoria de Balmes
fue, tras sus éxitos europeos de comienzos de los años sesenta junto al grupo
Signo, una ascensión al poder simbólico realmente impresionante. Logró imponer
la idea, que se repite hasta hoy, de haber iniciado el arte contemporáneo en el
país, de ser enteramente original, algo que se discutió entonces y se vuelve a
discutir ahora, sin que reste mérito a lo que Gaspar Galaz llama “un legado
artístico inconmensurable”.
Balmes fue director de la
Escuela de Bellas Artes, donde enseñaba desde 1950, entre 1966 y 1972, y decano
de 1972 a 1973, y dio impulso decisivo a la creación del Museo de la
Solidaridad con el Pueblo de Chile, todo ello antes de partir al exilio junto a
Gracia Barrios y la hija de ambos, en 1973. En esa época estaba devolviendo
mucho a Chile, estaba dedicado totalmente a Chile. Todo ello fue arrasado por
el golpe militar, y su suerte fue un exilio doloroso y sufrido.
Al volver, y a pesar de
todo, su poder simbólico había permanecido, y la fábula —la novela— de la
Facultad de Artes de la Universidad de Chile lo tendrá siempre como un
personaje decisivo.
Volvió al país, aunque no
a la Universidad de Chile. Fue la Universidad Católica la que lo acogió,
paradojalmente, como profesor titular y luego como profesor emérito; la Chile
lo hizo tardíamente. En 1995, el Museo Nacional de Bellas Artes presentó una
retrospectiva de su trabajo, reconociendo su trayectoria y su importancia en la
historia del arte nacional. En 1999 el país reconoció su labor pictórica y
política con el Premio Nacional de Artes. En la campaña del primer presidente
socialista del Chile posgolpe, Ricardo Lagos Escobar, fue una imagen de Balmes
la que dio el tono y la gráfica. La Fundación Salvador Allende lo puso a la cabeza
del Museo de la Solidaridad, entre los años 2006 y 2010. En fin, no hay duda
posible de que José Balmes devolvió a Chile cualquier deuda que pudiera haber
contraído con nuestro país por la acogida que recibió, bajando del Winnipeg, en
el año 1939, y que el país, en democracia, intentó reconocer su aporte a la
cultura chilena.
Al mismo tiempo que
Balmes, y del mismo barco, bajaba Roser Bru.
Hablar desde la pintura
Podría haber sido música,
por su oído y por su voz privilegiada, pero los padecimientos de la guerra la
alejaron de los instrumentos. Cuando llegó, pintaba de todo: cajitas para
regalos, lo que fuera, cuenta. Los inmigrantes del Winnipeg, como los
inmigrantes de ahora, llegaban a vidas de mucho esfuerzo y trabajo, donde en
los primeros años la supervivencia familiar era lo más importante. A pesar de
ello, entró inmediatamente a estudiar a la Escuela de Bellas Artes, tuvo por
maestros a Burchard e Israel Roa, y luego, a diferencia de Balmes, se dedicó
durante un buen tiempo al grabado, en el Taller 99 fundado por Nemesio Antúnez,
al que asiste todavía una vez a la semana. Como para Balmes, Antoni Tapiès fue
una referencia importante en sus primeras pinturas, llamadas “Materias”, en
cuya superficie se hacían incisiones “como si fuera un grabado”.
La radicalidad nueva de
la obra de Roser consiste en haber sido, en Chile, pionera de una nueva
conciencia política de los cuerpos de las mujeres. Fue reconocida como tal, por
ejemplo, en la muestra de “Radical Women” (Los Angeles, Estados Unidos, 2017,
cuya curadora fue Andrea Giunta). La mirada retrospectiva de esa exposición y
de otras internacionales anteriores, ubican su trabajo en un nuevo marco: el de
un cuestionamiento del canon del arte.
En el caso de Bru, el
cuestionamiento no se expresa nunca en declaraciones ni polémicas verbales,
como en el caso de las del grupo Signo, sino en los gestos que va haciendo en
su pintura desde los años sesenta.
En ese tiempo, la
distinción entre la esfera pública y la privada estaba firmemente instalada en
la conciencia política. Las temáticas de la maternidad y de lo cotidiano
condenaban a la “esfera privada”, a una cierta marginación respecto de relatos
“épicos” más militantes, más contingentes, más monumentales, que dominaban la
“esfera pública,” la que realmente importaba. El género no era todavía un tema
político.
Las ópticas han cambiado
en nuestros días. Una mirada contemporánea valora especialmente ciertos rasgos
que configuran un pensamiento de muchos años acerca del cuerpo de las mujeres.
Desde las primeras “Materias”, Roser Bru se dedica a una reflexión pictórica
reiterada acerca de ese cuerpo. Una reflexión que no deja lugar al
sentimentalismo ni a los lugares comunes, que produce extrañeza y distancia,
que hace de la pintura un campo de descubrimiento de lo inesperado en la
experiencia.
A lo largo de su obra,
las metáforas pictóricas del cuerpo de la mujer son muchas, y reiteradas. En
las muchas sandías se van viendo aspectos del sexo como plenitud y como herida.
En las “mesas”, las pequeñas y sencillas felicidades que se hacen y deshacen
pacíficamente a lo largo de un día, pero también “la guerra”, la violencia que
trastoca y destruye. Este último aspecto comienza a predominar después de 1973,
fecha decisiva en que se reactivan los traumas de la guerra sufrida en la
niñez, del desplazamiento hacia Chile en calidad de “refugiada” (su palabra,
muy repetida).
Surgen entonces “los ojos
de los enterrados”, las miradas acusadoras de quienes ya no pueden mirar, los
rostros de los muertos, el trabajo de la memoria que los mantiene presentes y a
la vez trabaja con el olvido, el recuerdo y el dolor en sus diversas fases. Una
desaparecida en particular, con su número. Y muchas mujeres “destinadas”.
La pintura de Roser Bru
es y será clave en la historia chilena en relación con lo que Enrique Lihn
llamó, a propósito de ella, ‘el acertijo de la femineidad (y no del feminismo,
que es tan transparente)’.
Esto la pone, en el arte
latinoamericano, como pionera de una nueva iconografía basada en el cuerpo de
las mujeres, desde la cual se hacen visibles “las violencias sociales,
políticas y culturales” de nuestra época. Lo que hizo Balmes, para su época,
pero de otra manera, de otra manera muy distinta. Cherchez le catalan, o, en
este caso, la catalana.
Médico ilustre
Como todos los refugiados, el doctor Victorino Farga
vivió duros momentos al final de la guerra, cuando su familia viajó en duras
condiciones a Francia. Paradojalmente, escribió, la vida en el campo de
concentración, con sus hermanos y su madre fue “feliz”:
Nos instalaron en unos
galpones a las afueras del pueblo, donde dormíamos en el suelo sobre unos
improvisados colchones de paja, pero al menos nos sentíamos protegidos de las
inclemencias del invierno europeo y no pasábamos hambre. Paradójicamente, este
resultó ser uno de los períodos más felices de mi vida. Fue como un
renacimiento. En España había sido un niño aficionado a la lectura, tímido y
retraído, y de pronto el mundo se abrió para mí. Estábamos encerrados y
custodiados, aunque nadie pensara en huir, por un piquete de guardias
senegaleses, enormes, de aspecto terrible: “Negros senegaleses, negros como el
carbón, con los ojos amarillos, la madre que los parió”, cantábamos a sus
espaldas, hasta que después de los primeros días ya les perdimos el miedo. El
campo estaba cercado por unas alambradas con alambre de púas que se veían
infranqueables. Los niños mayores pronto encontramos como esquivarlas, cavando
unos huecos en la tierra, por debajo de los alambres… Yo salía todos los días
del campo de concentración a recorrer el pueblo y sus alrededores y rápidamente
aprendí a hablar francés y me hice de muchos amigos de todas las edades. Los
campesinos franceses se mostraron muy generosos y nos hacían regalos, sobre
todo de comida. Así que volvía con huevos, panes, almendras, quesos, etc. etc.
que mi madre preparaba en una gran estufa que había cerca de nuestras camas… Yo
tenía 11 años, cumplí 12 en el campo, pero me sentía todo un proveedor y
adquirí parte de la confianza que me faltaba en Barcelona y que tanto me ha
servido después.
Ese “después” del doctor Farga incluye un paso notable
por el sistema público de Salud de Chile (“en los tiempos gloriosos del
Servicio Nacional de Salud, la época dorada de la Salud Pública chilena, lo que
facilitó la creación y florecimiento de un Programa Nacional de Control de la
Tuberculosis moderno, que se anticipó muchas veces a las normativas de la
Organización Mundial de la Salud”), pero también un nuevo exilio durante la
dictadura militar chilena.
A modo de conclusión
La saga del Winnipeg y sus viajeros ha sido recordada
ampliamente al cumplirse los 80 años de su llegada a Valparaíso.
En estos meses se ha dicho prácticamente todo lo que
representó este grupo de inmigrantes, que llegaron a Chile con lo poco que
pudieron rescatar en el azaroso cruce de los Pirineos en invierno. Se podría
decir, con conmiseración, que venían “con lo puesto” como ha señalado Sigfrido
Grimau. Pero lo que verdaderamente traían era un tesoro de experiencias vividas
e ideas por desarrollar en el amplio universo de la cultura.
Julio Gálvez Barraza
es escritor, ensayista, especializado en el exilio republicano español a Chile.
Residió en Castelldefels (Barcelona) desde 1973 hasta 1995. En 1990 fue
galardonado con el primer premio Sant Jordi, Narrativa Castellana de
Castelldefels por el cuento “Los muertos no se venden”. En 1998, en Chile,
obtiene el primer premio en el Concurso Internacional de Ensayo «Neruda, el ser
americano», convocado por la Fundación Pablo Neruda, por su ensayo biográfico
“Neruda: Testigo ardiente de una época”. En septiembre de 1999 participa en la
organización de los actos conmemorativos de los 60 años de la llegada del
“Winnipeg”, patrocinada por el Centro Cultural de España en Chile. En
septiembre de 2004, en Barcelona, coordina los actos conmemorativos de los 65
años de la llegada del “Winnipeg” a Chile, organizados por el Consulado de
Chile en Barcelona y el Instituto catalán de Cooperación Iberoamericana. En
diciembre de 2012 es galardonado con el 1º Premio, categoría inédita, en el
concurso «Escrituras de la Memoria», convocado por el Consejo Nacional de la
Cultura y las Artes de Chile, por su libro Juvencio Valle. El hijo del
molinero. En el mismo concurso es acreedor de la Primera Mención Honrosa por su
libro Winnipeg. Testimonios de un exilio.
Abraham Santibáñez
es periodista, titulado en la Universidad de Chile. Actualmente es secretario
general del Instituto de Chile y miembro de la Academia Chilena de la Lengua.
En 2015 recibió el Premio Nacional de Periodismo. Ha sido profesor de
Introducción al Periodismo, Ética Periodística y Reportaje Interpretativo en
las universidades de Chile, Católica y Diego Portales. Fue integrante y
presidente del Consejo de Ética de la Federación de de Medios de Comunicación.
Autor de textos de Ética, Periodismo y actualidad. Fue presidente del Colegio
de Periodistas. Escribe habitualmente en diarios de Santiago, Concepción, Punta
Arenas, Copiapó, La Serena y San Antonio