viernes, 14 de diciembre de 2018

Poli Délano: Bárbara en el corazón




En octubre de 1996, la poeta Bárbara Délano decidió viajar desde México, donde vivía, a Chile, para dar una sorpresa a sus padres, María Luisa Azócar y Poli Délano. Lo hizo con escala en Lima, donde aprovechó de ver a sus amigos. Al día siguiente, el poeta peruano Antonio Cisneros la despidió en el aeropuerto de Lima. Bárbara abordó el fatídico Boeing 757-200 de Aero Perú, que cayó al Océano Pacífico a poco de salir de Lima, dejando un saldo de 70 víctimas. El cuerpo de Bárbara nunca se recuperó.
Poco tiempo después, Poli Délano escribió un desgarrador relato sobre los últimos días de su hija. Conocedor de casi toda su obra, incluido sus artículos de prensa, un día le pregunté cómo pudo escribir ese relato: “Con una botella de whisky y las lágrimas corriendo por mi cara”, me contestó.
Ese texto, publicado en la revista Cuadernos, de la Fundación Pablo Neruda, ha pasado casi inadvertido, Creo que mucha gente que quiere a Poli (y a Bárbara), tiene derecho a conocerlo.

Poli Délano: Bárbara en el corazón
En treinta años, nunca se me pasó por la cabeza que volvería a volar con María Luisa, Mariluí, porque ahora no sólo iba con ella, íbamos de veras juntos.

Los primeros vuelos juveniles fueron entre Santiago y Pekín (Beijing, hoy día), haciendo escalas deliberadas y largas en Río de Janeiro, París (sólo una noche), Ginebra, Praga y Moscú. Era marzo y las ciudades europeas estaban muy frías, así lo muestran las fotografías que miro, abrigos, gorros, nieve. Pero lo que no estaba frío era el corazón. Dos meses antes yo había recibido mi título universitario y me había casado con ella, una adolescente rubia de ojos intensamente celestes y escribía hermosos versos, "ya sé qué fue aquello del agua en el espejo”, recuerdo, y recuerdo que “el verano vino y se fue, vino y se fue”. Ahora, demasiado jóvenes, volábamos a Pekín a encontrar un mundo tan viejo para el planeta y tan nuevo a la vez para nosotros, un mundo que deseaba abrirse al resto de los países, comunicar sus sueños, mostrar, decir “aquí estamos”… No llevaba aun diez años la revolución de Mao y nosotros íbamos contratados por la República Popular China, como profesora ella, traductor yo (del inglés al español). Allá nos esperaba mi padre desde medio año antes. Mi madre viajaba con nosotros.

En octubre de 1996, después de estar separados treinta años, volábamos a Lima con una tristeza que nos cortaba la voz, a ver cómo habían sido las cosas con Bárbara. Tampoco se me podía pasar por la cabeza que volveríamos a navegar juntos. Tan juntos, además, tan unidos por la misma obsesión y el mismo dolor.
La primera navegación juvenil fue a bordo de un barco pequeño a lo largo del río Yangtsé. Viajábamos de una ciudad a otra (no recuerdo cuáles, tendría que mirar un mapa), alrededor de tres días, pasando por alguna de esas famosas “gargantas” en que el río avanza prisionero de unas altísimas y escarpadas paredes de montaña que no dejan ver el cielo. Durante esa travesía se trasmitió por radio la noticia de que Mao renunciaba a la presidencia de la república. Algunos miembros de la tripulación y los intérpretes del grupo de extranjeros que viajábamos, echaron sus lágrimas.
La segunda navegación fue un poco más larga, desde Hong Kong hasta Marsella, casi treinta días en el paquebot “Vietnam”, un inmenso barco blanco, una verdadera ciudad flotante donde comenzaba nuestro dilatado regreso a casa. Cerca de treinta días de lujosas vacaciones en un camarote amplio, baño propio, balcón al mar, desembarcando en los puertos asiáticos, Colombo, Saigón, Singapur, Bombay, y los africanos del Mar Rojo, Djibuti, Adén, hasta Marsella, donde empezó para nosotros Europa. Tres meses, tres países, Francia, Alemania y España.
La tercera fue larga también, aunque no tanto: de Cannes a Valparaíso, ahora sí el regreso a lo que habíamos dejado en Chile, ella los estudios universitarios, yo una ayudantía en el Pedagógico. Un barco enorme también, el “Américo Vespucio”, pero debido a que tres meses de Europa nos habían vaciado los bolsillos, esta vez el camarote fue en tercera clase, estrecho, con una litera arriba y una abajo, gruesos tubos blancos por donde circulaba un calor agobiante, bajo el nivel del mar, sin baño. Es probable –casi seguro, y me estremezco de pensarlo- que fue ahí donde comenzó la vida de Bárbara. Los mareos que a diario comenzaron a maltratar a María Luisa no se debían a los zangoloteos del transatlántico cuando se enfurecía el océano, como lo pensamos; eran los primeros síntomas del embarazo.
Ahora, octubre de 1996, navegábamos juntos en un misilero peruano desde El Callao, cuarenta millas al noroeste, hacia el punto del mar en el que la madrugada del día 2 se estrelló el avión en que viajaba Bárbara.
El 1 de octubre, hacia la medianoche, regresé a Santiago desde el Chaco argentino, donde había asistido a unas jornadas literarias en la ciudad de Resistencia. El martes 2 en la mañana hice clases y en la tarde fui a mi taller de cuentos. También ese día intenté ordenar los desordenes que siempre quedan de un viaje, por breve que sea. El miércoles me levanté muy temprano, sin luz de día, y me encerré en el estudio a leer; jurado en un concurso de novelas. Aproveché también de ir escuchando algunos discos que compré en Argentina; me gusta leer con música. Primero “California Suite” de Claude Bölling, muy triste. Después otra suite de Bölling, para flauta y piano, terriblemente triste y melancólica. Luego un Piazzolla. No recuerdo con cuál me festejaba cuando sonó el teléfono. Tampoco recuerdo la hora. Tal vez cerca de las nueve y media. Era María Luisa. Sentí un estremecimiento, quizás porque hacía bastante tiempo que no nos comunicábamos. “Hola, ¿cómo estás?, dije. “Muy mal”, contestó.
Tres años antes yo guardaba cama con una fuerte gripe, pagando el precio de una desordenada noche con Eric Nepomuceno en Río de Janeiro. Me llamó María Luisa y dijo que Viviana, nuestra hija menor, estaba muy mal, operándose de un embarazo irregular, en ciudad de México, y que su vida peligraba. Son momentos difíciles de trasmitir; el miedo, la impotencia, la lejanía. ¿Una hora? ¿dos? Se borra la precisión del tiempo, pero se recuerda el llanto, los estertores, los ruegos. Que no le pase nada, Dios, por favor, no dejes que le pase nada, que no vaya a pasarle nada, por favor, Dios… Aunque uno no crea en Dios. Una segunda llamada para anunciar que ha nacido Marianita, tres meses antes de tiempo, y que madre e hija están bien.
El 2 de octubre me desequilibró en una fracción de segundo ese muy mal de María Luisa.
-¿Qué pasa?
-Barbarita… Venía en el avión.
            ¿Qué avión? Yo había saltado de la cama a la lectura, sin escuchar noticias, sin mirar el diario, no sabía nada de ningún avión. María Luisa, conteniéndose porque sus palabras no se quebraran, me informó que un avión había caído al mar en la costa peruana y que Bárbara viajaba en ese avión.
            Llamé a Viviana a México. Ya sabía. ¿La llamé yo? ¿Me llamó ella? Los hechos empiezan a barajarse, como las cartas de un naipe. La historia se confunde.
            Llegamos a Lima entre las doce y la una de la mañana y nos llevaron directo del aeropuerto al Hotel Sheraton, donde estaban concentrados los familiares de los agredidos por la tragedia. Hombres, mujeres, distintas edades, dolor y confusión en los rostros. Hijos, hermanos, padres. No se había establecido aun el orden y todo parecía funcionar caóticamente, pero era preciso ir haciendo cosas, empezar algo –no sabíamos qué-, despejando dudas, quitándole horas a un sueño difícil, imposible más bien, un sueño al revés, donde la pesadilla llega con el despertar. Alcanzamos a dejar los maletines en las habitaciones, a mojarnos quizás la cara, y partimos en un minibús rumbo a la morgue: se hablaba de nueve cadáveres rescatados, hombres y mujeres. El viaje a El Callao fue frío, tenso y se nos hizo largo. En una callecita destartalada, frente a una casa de dos pisos, nos detuvimos. Después de muchos trajines, como si nadie supiera muy bien qué hacer, en una especie de gran desconcierto, sin entender el orden de las cosas, que sí, que no, que de esta manera, que de la otra, fuimos pasando en grupos de cuatro a una sala donde sobre el piso estaban alineados los cuerpos, algunos con restos de prendas, otros desnudos. Nos pusieron mascarillas para la respiración. Otros cuerpos, cuerpos distintos, cambiados, transformados por el agua, con los vientres cosidos en la necropsia, los rostros deformados, dentaduras colgando, piles de distinto color. Algunos deudos logran reconocer, otros no, Suerte de los primeros, dicen después los segundos. ¿Suerte? Dudas. Salimos por otra puerta, no sé si defraudados o con cierto alivio.
            Son más de las cuatro de la madrugada cuando llegamos de vuelta al hotel.
            Y hay otro llamado telefónico de María Luisa, más antiguo, también dramático. Una mañana muy temprano, cuando ya vivíamos separados, cada uno con su nueva vida. “Poli, están pasando cosas… ¿Puedes venir a buscar a las niñas?” Era el año 1973, 11 de septiembre. Ese día quedaron marcados muchos destinos y el dolor se introdujo con potencia en nuestras vidas y afectó brutalmente la infancia de mis dos hijas, Bárbara y Viviana, quienes junto con su madre tuvieron que asumir la soledad y el terror desde el desaparecimiento de Fernando Ortiz, el compañero de María Luisa, en 1976.
            Y también otro “muy mal” de Santiago a Cuernavaca, 1980, para avisar que Bárbara, estudiante entonces de Literatura en la Universidad de Chile, había sido detenida en una manifestación, cuando todo podía ocurrir en esas detenciones.

            Empezaron el Lima las reuniones, la organización de los familiares, la intervención de la Embajada de Chile. La noche del jueves llegó desde México Sergio Rebolledo, el Flaco. Estaba. Estaba ojeroso, sin risa, muy desamparado. Aunque Bárbara y él se habían separado unos años antes, esa separación nunca pareció ajustarse a los moldes establecidos. La relación entre ellos era algo simbiótica –por aventurar un adjetivo- y ambos siguieron siempre manteniendo la más estrecha y emocional de las amistades. Eramos ya tres para compartir la dureza de esos momentos y también para pensar, con las cabezas muy aturdidas.
Yo conocí al Flaco en 1982, cuando llegó a México como pareja de Bárbara. Los dos iban a estudiar sociología y a vivir juntos, consolidando un pololeo de varios años. Antes sólo lo había visto en fotos; ahora ella lo presentó sin discursos previos, ni timideces, ni explicaciones. Bárbara era así; no le pedía permiso a nadie para vivir. El Flaco era un tipo muy alto, de mirada adusta, tierno. Fuimos amigos. Ahora lo seremos más.
¿Por qué estaba Bárbara en Perú? Juntando unos días de vacaciones de su trabajo como directora de ediciones en la Procaduría Agraria, decidió dividirlos entre Lima y Santiago. Lima, con el fin de visitar a un antiguo amigo de ella, Ricardo Uceda, a quien había conocido en México y con quien se encontró alguna vez en Nueva York cuando visitó a Marcela, su casi hermana de infancia, y ver también a otros amigos como el poeta Antonio Cisneros, que la conoció desde muy pequeña, a los tres o cuatro años, en uno de sus primeros viajes a Chile. Y Santiago, para pasar un rato con el padre, la madre, que en esos días estaría de cumpleaños, con las dos abuelas, Lola y Berta y por supuesto con los amigos, a quienes –hemos sabido por sus cartas- extrañaba mucho. Sebastián, Roberto, la Maga, el Gregory, tantos otros.

Cartas… Bárbara le escribió a varias personas antes del viaje, lo que indica que la decisión de viajar fu tomada a última hora, Todas esas cartas fueron recibidas después de su muerte. Una de esas personas fue el padre. En la primera parte, dándome consejos numerados, muestra su preocupación por mí persona, tengo que bajar de peso, pero no con una dieta pasajera sino introduciendo cambios definitivos en el sistema de vida, vigilarme la presión, quererme más en buenas cuentas. En la segunda me habla de su abuela, Lola, de cómo debo cuidarla y acrecentar la perseverancia debido a que vive una edad difícil, la de los últimos años. Otra de las personas fue la madre. Le habla de su vida actual en México, el nuevo departamento al que acaba de mudarse en colonia Condesa que desde niña le gustaba tanto, y, sobre todo, la hermana y sus diversos problemas, que a ella la preocupan; cosas de trabajo, de la educación de Marianita… En carta de mi amigo Luis Bocaz que recibo desde París, leo: “Hace una semana, Felipe (Tupper) me dio a leer una tarjeta dirigida a Marcela y a él que llegó a sus manos después de la desaparición de Bárbara. Los invita a México y en las frases finales habla del mar. Habla ya desde el mar que ella, tu y yo tanto queremos”. Recibo también -por fax- un poema que me envía Felipe Tupper en letra manuscrita, reproduce el texto de la postal a que alude Bocaz: “Hace casi un año que nos vimos en París; parece verso, pero es casi tan triste, o peor. Porque estoy aquí, porque mis amigos están lejos, y porque nada vale la pena sin el amor y sin el mar. Cuídense mucho. Escríbeme. Un beso a los tres, muy grande, Bárbara. (Vengan pronto)”. “No puedo/ ponerme fúnebre por ti./ Se me están haciendo líquidas las vértebras/ y ya no sé nadar Bárbara,/ en la misma hora, en la misma hora,/ en la misma hora/ que tu nombre viaja hasta el fondo/ del mar y de mí/ que nunca he conocido el fondo de las cosas, Bárbara,/ dónde estarás, dime dónde estarás./ Estoy midiendo las estanterías para ti”.
Así termina el poema de Tupper, escrito el 6 de octubre, cuatro días después del accidente… Bárbara Délano Azócar dejaba huellas en las personas. De varios países –incluido Chile, por supuesto- he recibido poemas escritos bajo el efecto del dolor y el estremecimiento que causó su muerte. Desde California, Ernesto Seco Uribe, uno de sus amigos muy queridos, le dice: “¿Qué pasó? ¿Qué ha pasado?/ ¿Siguen las flores laqueadas en las sillas?/ ¿Si tocas una espina, sientes tu corazón?/ Dime tú;/ ¿Se sigue parando la garza,/ en la joroba del cebú?” Bárbara dejaba huellas. Y desde Cuernavaca, Marcel Sisniega, otro de los primeros, se ríe con ella: “No sé si lo dijiste/ pero bien sé que lo dirías; ‘esto me pasa por viajar/ en una pinche aerolínea/ tercermundista’/ “Porque eras para el humor/ y la risa plena…” Bárbara dejaba huellas. Y su amiga Paloma, compañera de estudios en México; “ Y yo/ seguiré sentada en esta puerta/ que conmigo se hará vieja / hasta que la hora llegue/ de entregarte/ el más dorado atardecer,/ para ti, para tu luz/ para siempre,/ para Bárbara”. Bárbara dejaba huellas. Del intenso y largo poema que me manda Mauricio Electorat desde  París, pongo los últimos versos: “Cuanta historia para todo esto, Bárbara,/ cuanta historia para tanto mar./ Tomo un teléfono y marco un número,/ el único que nunca me diste porque lo sé de memoria./ Pido hablar con Palas Atenea/ y viene Palas Atenea corriendo descalza por un larguísimo corredor/ (al fondo se oye el mar)/ -¿Aló? –dices tú, ¿aló?/ Yo oigo tu risa a tantos miles de kilómetros y digo:/ -Oye, se me estaba olvidando lo más importante/ tu y yo, tenemos que volver a vernos/ ¿no?” Escrito el 7 de octubre, cinco días después. Bárbara dejaba huellas. Y Sebastián, de los primeros, desde Santiago de Chile, le da la mano a Mauricio en París: “No me sorprende nada que tu último tránsito haya sido en medio de un gran destello, y que hayas sido recibida por la inmensidad del mar océano, el mismo que siempre fue tu hogar. Así eres tú, superlativa. Buen viaje, amiga traviesa, seductora, hospitalaria y encantada de la vida; compañera incomparable de juerga y solaz. Ya nos vemos, Bárbara, en otra vuelta de esquina”. El mar… donde ahora reposa, “el mismo que siempre fue tu hogar”, el mismo en que tu imagen infantil quedó registrada en el cuadro mural que tu abuelo pintó en nuestro “buque”. Bárbara dejaba huellas. Y María Inés Taulís que le escribe el 17 de octubre, el día que Bárbara debía cumplir treinta y cinco años. Así termina su poema: “Amiga/ Bárbara Délano Azócar/ Hoy estás en las profundidades/ coronada de algas y sal marina/ ¡Pero que nadie me venga a decir/ que tú estás muerta!” Y de los dos que de Santiago manda Esteban Navarro, uno entero: Agua enamorada se llama, y dice: “El agua que sube y se desborda./ El agua que entra en nuestra casa./ Agua de mar, agua de luz, agua de dolor./ Tanta agua rodeándonos sin excusa,/ saliéndonos por la boca, por los ojos./ Agua sin consuelo a medianoche./ Agua inútil que nos deja sedientos./ Agua de rencor, agua de adiós, agua./ Agua encima de los montes./ Agua en las calles, en los bolsillos,/ en las salas de espera./ Agua de partir, agua/ Agua de nacer, agua./ Agua serás, más agua enamorada.” Dejaba huellas la Barbarita.
¿Cómo fueron sus últimos días?, entre el viernes y el lunes, los que pasó en Lima, qué hizo, con quién se vio? Un largo reventón, días bohemios, una fiesta ambulante que se traslada de un lugar a otro durante todo el fin de semana. Ella era incansable para la risa, la alegría, la amistad, era siempre un motor y llegaba también hasta las últimas. Fue leliz en Lima, de eso quedamos bien seguros, porque intentamos revivir su recorrido. De cena, en casa de Ricardo, con Cisneros, Guillermo Niño de Guzmán, Carolina Teillier (hija de Jorge y Sybila), de tarde en casa del “Negro”, un lugar insólito, lleno de cuadros y muchas plantas; de almuerzo en la cevichería “Canta Rana” de El Barranco, local imaginativo, con fotos de Gardel en las paredes, los Beatles, carteles antiguos, Humphrey Bogart, decoración que le recordó algunas picadas de Valparaíso. Ahí se produce algo que nos estremece, saca lágrimas, infunde otra vez la gran duda. Uno de los amigos cuenta que en el bar El Callao el escritor Herman Melville, dos siglos antes, grabó su nombre sobre la barra. Ella pide entonces un cuchillo y durante un rato largo se dedica a tallar el suyo sobre el mesón del Canta Rana, BARBARA, así, con letras mayúsculas. Ahí quedará, su última firma. ¿Por qué? Con delicadez Enrique Lafourcade cita su poema “El viaje”, del libro El rumor de la niebla, que parece una premonición. “¿Cómo podía saber? –se pregunta. Nosotros, todos, sospechamos la muerte. El poeta la ve”. Bárbara solía decir a sus amigos que ella iba a morir joven. ¿Verán la muerte los poetas? “El fuego no prende pues/ llueve y estamos desnudos/ En la orilla/ un encaje de leños se balancea./ Hacia el abismo./ Sobre el monte nubes grises./ El rumor de la niebla que se expande,/ (no veo nada ¿dónde estás?/ ¿dónde están los otros?/ En el borde sobre la madera camino/ con los brazos extendidos yo también/ ando buscando un foso para morirme)”. La pregunta perfora como una obsesión metálica y aguda: ¿por qué? Por qué descargaría este poema diez años antes, por qué escribiría tantas cartas antes del viaje, por qué dejaría su nombre grabado en la barra de un restorán. Una pregunta difícil, ¿por qué? Sin respuesta, sólo con sospechas.
Con Antonio y Guillermo parten a última hora a recoger su maleta en el hostal de Miraflores donde se hospedó. De ahí a toda carrera al aeropuerto. Quédate, le dice, quédate, te vas mañana. No se decide, Perderás el avión, quédate hasta mañana. No se decide. Es la última pasajera que se presenta, cuando está por cerrarse el vuelo. Viste un traje de lino blanco, dos piezas, y no lleva aros ni anillos, pero sí dos o tres cadenas en el cuello. Se despide de los dos amigos: “Si se cae el avión –les dice riendo-, avísenle a mis padres, ellos no saben que voy a verlos”.
Diez mil pies de altura sobre el mar, rumbo al noroeste, en la noche. “Tenemos alarma de terreno, tenemos alarma de terreno”, dice el copiloto de la aeronave en apuros, trasmitiendo a la torre de control. “El fuego no prende pues/ llueve y estamos desnudos”, dice Bárbara muchos años antes. “Tengo todas las computadoras alocadas acá”, dice el copiloto reflejando angustia. “Este tiempo es un foso que siempre nos anda buscando,/ una estaca que persigue su destino./ Estamos aquí despidiendo a los que se van/ a la otra orilla de este viaje/ el mañana es un fonógrafo perdido en una selva virgen,/ una estepa que bien podría ser el mar”… Dice Bárbara muchos años antes. “¿Estamos bajando ahora?” pregunta el copiloto, que no ve, que no sabe, extraviado en el cielo. “Hacia el abismo./ Sobre el monte nubes grises./ El rumor de la niebla que se expande”, dice Bárbara muchos años antes. El copiloto consulta el registro de altura y con voz desesperada, grave y gruesa trasmite: out of de range. Parece intuir lo que viene. Comienza a virar a la derecha en busca del seno materno, el aeropuerto en este caso, y se inicia la caída irreversible sobre el mar. “(No veo nada ¿dónde estás? / ¿dónde están los otros? ¿los ves? ¿puedes verlos? Hemos venido aquí para perdernos”, dice Bárbara muchos años antes. La comunicación se interrumpe definitivamente, el avión se estrella contra el mar.

-Bárbara se estrelló contra el mar -dice el Flaco en el Sheraton de Lima, una de esas noches-. Podría haber sido contra una roca, contra un monte. Pero alguna ve tenía que estrellarse.
Me perfora otra vez una pregunta. ¿Tenía que estrellarse? ¿Esa sed de vivir, el ansia de buscar y llegar hasta las últimas era acaso una señal? ¿Era lo que dice Lafourcade de los poetas, había visto ella la muerte y quería entonces apresurar la experiencia? Preguntas. Probablemente siempre habrá más preguntas que respuestas.
Desde el hostal Miraflores, Antonio, Guillermo y Bárbara “vuelan” al aeropuerto y ella es la última en llegar, en subir al avión. Está muy cansada, Ha vivido una jornada de tres días de amistad, correrías, con mariscos y brindis, con largas conversas, con poesía, con tallados en la madera, Bárbara, con las calles y las iglesias de Lima, “la Horrible”, que a ella le encantó, ha sido feliz porque el éxtasis de la alegría se planta en la relación que establece con la vida, con las personas, con los lugares. Pero al cabo de tres días está quizás muy cansada. Y entonces la veo acomodando su bolso de mano, ocupando el asiento, abrochando el cinturón de seguridad, quitándose los zapatos, dejando caer la cabeza sobre uno de sus hombros, y durmiéndose en el acto. Ese es mi deseo más brutal que Barbarita no haya alcanzado a sentir el miedo. Porque era temerosa. Le tenía miedo a las inyecciones. Y a las palmadas.
¿Cómo conformarnos, Padre Percival? Estamos en la iglesia que revienta de amigos y familiares. Usted en medio de las dos fotos que remplazan el cuerpo de Bárbara. Escuchamos el poema El viaje, y escuchamos la carta escrita por Sebastián, y escuchamos la carta recibida por Roberto, y escuchamos el estremecedor canto hebreo que acompaña a los muertos, y las palabras suyas, Padre Percival, ¿pero cómo conformarnos, cómo entender que la Barbarita ya no anda por ahí, que no vamos a escuchar su risa ni a recibir de sus ojos esa ternura que nos disparaba? La vida es como “un cuento narrado por un idiota”, digo. Y pienso: “llena de ruidos y furia, sin ton ni son”. Y digo que la certeza de que fue feliz y la intuición de que no alcanzó a sentir el miedo mitigan en algo el dolor. Y pienso que ya nunca andará por ahí. Y leo también el texto en que un anónimo poeta azteca se preguntó en qué vano vinimos, pasamos por la tierra, pensando que partiría de igual modo que las flores que habían ido pereciendo. “¿Nada de mi nombre quedará en la tierra? / Al menos flores, al menos cantos.” Nos retiramos, amigo Percival, de esta cálida ceremonia que fue como un refugio. “Yo me voy al puerto donde se halla / la barca de oro que debe conducirme”, cantan los mariachis a la salida y hasta parece que la niña anduviera por ahí.
Pero no estás, Barbarita, no andas por ahí, estás en el mar. Terminó ya la búsqueda y quedarás ahí en el mar, como en el mural de la cocina de tu “buque”, con tus rubios rulitos de niña, tus ojos tan verdes, una copa en la mano y diciéndole a tu abuelo, “salud, tacito”, rodeada de peces, pulpos, holoturias, caracoles. Salud, Bárbara, te digo, te decimos todos aquellos que seguiremos viviendo desconcertados para siempre por tu ausencia.