El
poeta e historiados peruano Leopoldo de Trazegnies Granda, en un
lúcido artículo desenmascara a Trapiello y lo acusa de
pseudohistoriador y de revisionista. Compartimos el artículo de don
Leopoldo:
Atentar
contra el honor y la dignidad de intelectuales reconocidos a través
de descubrimientos de pequeños detalles de sus vidas, en muchos
casos burdos chismes, que pudieron ser errores o acciones
condicionadas por circunstancias externas, en la mayoría de los
casos muy complicadas, y muy distintas a las que vivimos actualmente,
me parece una infamia. Y mencionar a los autores sin reconocer el
aporte a la cultura y al humanismo que representa su obra me parece
una vileza de la peor especie.
Es
lo que hace el escritor Andrés Trapiello en su recién reeditada
obra titulada Las armas y las letras en alusión a la frase
quijotesca: "Quítenseme de delante los que dijeren que las
letras hacen ventaja a las armas". Deducimos de su texto que
para Trapiello no.
El
autor de Las armas y las letras es un reconocido escritor de
más de cincuenta libros escritos a lo largo de tres décadas, lo
cual tiene mucho mérito, a no ser que detrás del escritor haya todo
un lobby de escribidores dedicados a la investigación documental y
redacción de sus textos. Todo lo que escribe Trapiello tiene un
sello de marca: la misma apariencia, planteamientos parecidos, las
mismas expresiones, que en esta obra se cumplen a rajatabla.
Muchos
de sus libros están dedicados a la Guerra Civil y a la posguerra
españolas como la novela Días y noches que ya he comentado
en otra ocasión. Otros relatan sus experiencias personales como la
saga del Salón de los pasos perdidos (es el nombre de un
salón de conferencias del Congreso de los Diputados y Los pasos
perdidos ya fueron utilizados por el novelista cubano Alejo
Carpentier y por ese gran periodista que fue Corpus Barga para
contarnos sus vidas) que se compone de varios volúmenes de casi mil
páginas cada uno. Algunos más sobre literatura como Al morir Don
Quijote donde rellena más de cuatrocientas páginas elucubrando
sobre lo que pudo acontecer después de la muerte del Caballero de la
Triste Figura, en mi opinión sus imaginaciones no representan
ninguna novedad en la obra cervantina ni despiertan ningún interés.
El
objetivo de un ensayo histórico debe ser siempre el de clarificar
los hechos y las intenciones de los protagonistas de los episodios
del pasado, pero jamás enturbiarlos. No basta con no acusar, tampoco
es aceptable dejar las cosas en el aire para que el lector se lleve a
engaño, porque equivale a sugerir falsedades. Es un método de
exponer argumentos que dialécticamente podría admitirse pero cuando
se analizan hechos y actitudes del pasado donde ya no están los
protagonistas para responder se convierte en una ruindad.
Desgraciadamente, ésta es la impresión que nos dejan los ensayos de
Trapiello que no en vano se ha ganado en algunos círculos la
reputación de "Trampiello".
El
autor descarga cualquier responsabilidad en el lector, porque nos
advierte que su obra no es un ensayo, pero añade que tampoco es una
novela. ¿Cómo diferenciar entonces la realidad de la ficción de lo
que cuenta? Ante esta afirmación el autor se encuentra libre de
decir cualquier barbaridad y el lector de creérsela o no.
Aparte
de ciertas omisiones en su lista de "Las personas del drama"
como la de John Dos Passos, colaborador de Hemingway, decidido
luchador antifascista, que influyó en el bando republicano a través
de sus novelas Manhattan Transfer (1929) y Rocinante vuelve al camino
(1930) etc. publicadas por la editorial republicana Cenit, Trapiello
maneja una documentación exhaustiva de lugares, fechas y anécdotas,
algunas de poca credibilidad. Además contiene dos útiles apéndices,
uno, el ya citado que contiene datos incompletos de las personas que
intervinieron en las Letras de las Armas y otro de la cronología de
los hechos más sobresalientes durante los tres años de guerra.
En
el prólogo declara que la tesis de Las armas y las letras es que la
Guerra Civil no se produjo entre dos Españas sino entre dos
facciones minoritarias extremistas y que el resto de la población
pertenecía a una España virginal que no participó en la guerra y
que podría denominarse la tercera España.
Lo
primero que sorprende es que un libro que no es un ensayo sostenga
una tesis e intente probar una hipótesis mezclando hechos reales,
suposiciones, imaginaciones, anécdotas que corrían entre los
bandos, y si me apuran chascarrillos. No nos parece serio.
Negar
que en los años 30 hubiera dos concepciones políticas
mayoritariamente asentadas en la sociedad, por un lado los
germanófilos partidarios de Hitler y por otro los partidarios de las
libertades de los países democráticos, que dominaban toda la
política de la época, es faltar a la verdad. Con sólo abrir los
periódicos de esos años vemos que había una polarización clara
entre las dos concepciones del mundo que eran diametralmente
opuestas. ¿Que también había exaltados en uno y otro bando? Claro
que sí, los ha habido siempre, aún hoy en el año 2010 los hay,
pero ellos solos no pasan de romper farolas, no llegan a hacer una
guerra. La Guerra Civil fue un enfrentamiento entre dos filosofías
opuestas, y así la vio el mundo entero y por eso vinieron a España
miles de brigadistas extranjeros de Francia, Bélgica, Polonia,
Estados Unidos... a luchar contra el nazismo que empezaba a imponerse
en Europa. En la guerra de España se materializaron las dos
concepciones políticas imperantes en el mundo en el primer cuarto
del siglo XX.
La
segunda deducción del autor es que si en las armas no hubo dos
Españas, en las letras tampoco. ¿Esperaba Trapiello encontrar a los
escritores enfrentados atacándose con las plumas en ristre al igual
que los soldados lo hacían con las armas en las trincheras? También
los hubo, allí están las hemerotecas para comprobarlo, pero lo
fundamental no era eso sino el espíritu fascista o democrático que
inspiraban sus escritos. La firma del Manifiesto a favor de la
República (1936) en las primeras horas candentes del Golpe de Estado
de Franco, demuestra qué escritores estaban a favor de la República:
Menéndez Pidal, Antonio Machado, J.R. Jiménez, Luis Cernuda, Rosa
Chacel, María Zambrano, Manuel Altolaguirre... entre otros muchos. Y
quienes no.
La
asistencia al Congreso Internacional de Escritores Antifascistas en
Valencia en plena guerra (1937) ratificó quiénes eran los
escritores que defendían la democracia y quienes preferían para
España un gobierno dictatorial al estilo del nazismo alemán.
Pertenecieron a la Alianza Miguel Hernández, María Zambrano,
Bergamín, Luis Buñuel, Cernuda, Rafael Alberti, Emilio Prados,
Altolaguirre, Larrea, y muchos más por lo que atañe a los
españoles, y en cuanto a los extranjeros apoyaban la Alianza
Malraux, Aragon, Paul Eluard, César Vallejo, Neruda, André Gide,
Thomas Mann, Romain Rolland, Aldous Huxley, Cocteau, Dos Passos,
Jules Romains etc. Es decir, casi la intelectualidad internacional en
pleno.
En
España no había duda entre quiénes apoyaban la "Cruzada
Nacional" al amparo de Hitler y quienes la rechazaban
rotundamente. Esto no impediría que algunos escritores demócratas,
al terminar la guerra, por miedo o amenazas, y no queriendo
exiliarse, decidieran permanecer en la Península traicionando sus
ideales al plegarse a la España vencedora, renegando de su filiación
republicana, o simplemente manteniéndose en un prudente silencio al
que se llamó “exilio interior”, del cual podría ser buen
ejemplo el premio Nobel Vicente Aleixandre. Pero esto no contradice
su militancia republicana, su actitud posterior a la guerra fue algo
obligado por las circunstancias, si querían salvar la vida.
Andrés
Trapiello hace un repaso de los escritores más significativos pero
parece demostrar una especie de fijación contra Rafael Alberti, a
tal punto que por momentos da la impresión que hubiera escrito las
quinientas y pico páginas de su libro con el sólo objetivo de
denostar al poeta gaditano y que todos los demás sirven de comparsa.
Ya en las primeras páginas del prólogo a la primera edición lo
acusaba de ser el causante del fusilamiento del escritor Ramón
Martínez de la Riva: "al que fusilaron en Madrid una semana más
tarde de que lo señalara con su dedo justiciero el poeta
revolucionario". Se refiere el autor a la colaboracin de Alberti
en una revista literaria titulada El mono azul en la que también
colaboraban Pablo Neruda, María Zambrano, Miguel Hernández, Vicente
Aleixandre, Luis Cernuda, Antonio Machado y muchos más escritores de
primera línea que formaban parte de la izquierda republicana durante
la guerra. Pero para Trapiello era un panfleto sangriento que
señalaba con "dedo justiciero" a quienes se les debía dar
"el paseo" en zona roja, algo equiparable a los pasquines
de ETA. Más adelante, en el capítulo tercero volverá a tocar el
tema mencionando a otros "señalados" pero paradójicamente
ninguno de los mencionados ("señalados") fue fusilado.
Rezuma
el libro un intento constante de justificar el levantamiento
franquista contra la legítima república. Habla de La Gaceta
Literaria (1927-1932) que acogía las vanguardias tanto de izquierdas
como de derechas, puesto que en ella colaboraban escritores de
tendencias políticas opuestas, por un lado los germanófilos Giménez
Caballero, Edgar Neville, Pedro Sáinz Rodríguez, Melchor
Fernández-Almagro... y algunos más que se decantaron decididamente
por el bando franquista, y por otro lado los republicanos José
Bergamín, José Moreno-Villa, Juan Chabás etc., habla de ella como
si allí se hubiera estado fraguando la guerra, un enfrentamiento
bélico considerado en la redacción de dicha revista fatalmente
irreversible.
En
realidad, la redacción de La Gaceta era un ejemplo de libertad de
expresión que indudablemente producía controversia política, pero
para Trapiello "la primera Guerra Civil tuvo lugar, pues, en La
Gaceta". En la revista La Gaceta se llevaba a cabo un debate
enriquecedor y necesario, que se continuaba por innumerables
tertulias de cafés como la del "Pombo" de Gómez de la
Serna, o la del "Mesón del Segoviano" de González-Ruano o
Cansinos Assens, o la del "Gijón" más de la farándula, o
el "Varela" del que era cliente habitual Antonio Machado.
Eran cafés frecuentados por muchos escritores de ideologías
opuestas, pero confundir la naturaleza de ese enfrentamiento
dialéctico con el conflicto bélico que desencadenó Franco es de
una simpleza pasmosa. Y a partir de 1934 el autor presenta esa
"guerra imaginaria" como inevitable: "Ante la sofocada
Revolución de Octubre de 1934, los españoles comenzaron a aceptar
como inevitable el drama de la guerra". Tesis parecidas
mantienen contra toda lógica apasionados historiadores de origen
terrorista como Pio Moa (GRAPO) o tan poco rigurosos como César
Vidal, que creen ver en los sucesos de Asturias la justificación
para un Golpe de Estado.
Pero
estas tesis olvidan que en 1932, dos años antes, ya se había
producido el primer Golpe de Estado a cargo del general Sanjurjo, que
el gobierno de la República afortunadamente pudo reprimir
encarcelando al general felón. ¿A qué viene responsabilizar a los
mineros asturianos del posterior levantamiento de Franco, cuando ya
su compañero de armas, el general Sanjurjo, lo había intentado
apenas instaurada la República? Estaba claro que los germanófilos
querían abortar la república desde el primer momento para imponer
un régimen autoritario al estilo de Hitler.
Es
muy fácil vaticinar en el año 2000 lo que iba a suceder entre 1936
y 1939. Es como las profecías de Nostradamus que a toro pasado se
cumplen todas. Es lo que hace Trapiello: vaticinar los
acontecimientos conocidos espulgando las declaraciones de unos y
otros antes del 36 y polarizando las opiniones y dándoles un sentido
que a lo mejor ni imaginaron sus autores. De esta manera monta un
puzzle con la foto que le interesa para probar "su tesis".
Así,
cuando Antonio Machado exclama: "[Don Miguel de Unamuno] ha
iniciado la fecunda guerra civil de los espíritus",
reconociendo la gran fuerza del pensamiento unamuniano para despertar
las conciencias de los españoles, Trapiello ve en ello una proclama
de guerra sangrienta muy lejos de los espíritus y muy cerca de los
cuerpos y si no dice que ya era un vaticinio de lo que iba a suceder
en la batalla del Ebro o de Brunete es por no exagerar. Seguramente
nada estaba más lejos de la mente del poeta bueno, bueno en el
sentido machadiano, que una guerra fraticida entre españoles.
Naturalmente
los intelectuales estaban divididos ideológicamente entre los dos
proyectos de España: los que estaban de acuerdo con la república
democrática legítima y los que preferían una solución autoritaria
encarnada en el partido falangista de José Antonio, hijo del
anterior dictador. Pero dentro de un debate político democrático
que se debía solucionar en las urnas y en el parlamento, exceptuando
por supuesto a los pequeños núcleos de ultras pistoleros de
Falange.
Muñoz
Molina, en su bien documentada novela La noche de los tiempos,
basándose en testigos de la época, como Barea y Morla Lynch,
ilustra lo inesperada que resultó la guerra para el ciudadano medio.
Cuenta que el último fin de semana de verano antes del
levantamiento, los trenes salían de Madrid llenos de familias que
iban a pasar un día de campo a El Escorial o Navacerrada y al volver
se encontraron las calles llenas de cadáveres. Cuenta que la guerra
sorprendió el curso de verano para extranjeros en Santander donde
las chicas norteamericanas, francesas y británicas huyeron
despavoridas del caserón universitario que se convirtió en cuartel
de ejecuciones. Nadie podía presagiar el repentino levantamiento
faccioso ocurrido el 18 de julio de 1936, ni su feroz
encarnizamiento.
La
guerra no se originó en La Gaceta, como dice Trapiello, la guerra
fue un estallido brutal del ejército franquista apoyado
internacionalmente por los nazis. Una semana después del
levantamiento, el 25 de julio, se reunieron representantes españoles,
entre los que posiblemente se encontraba Ramón Serrano Suñer, con
Hitler para concretar la ayuda que Alemania prestaría a Franco
(Payne). La guerra de España tenía pues poco de guerra civil, tenía
más de ensayo general de guerra mundial preparado por un Hitler que
ya barruntaba invadir Europa. Franco aprovechó el enfrentamiento
entre las dos Españas para prestarse al macabro experimento bélico
nazi. Fue como un Hiroshima voluntario, para luego repartirse los
despojos.
Está
claro que una vez dado el golpe de Estado por el general felón
Francisco Franco y no haber podido sofocarse inmediatamente por las
fuerzas gubernamentales, como ocurrió con el anterior golpe de
Estado de Sanjurjo, Unamuno, como toda la intelectualidad española,
se vio involucrado en el conflicto. Después de guardar la calma con
la prudencia que sólo puede tener un rector de la universidad de
Salamanca, se enfrentó a los insurrectos en el paraninfo de ese
templo de cultura para responder a un energúmeno mutilado llamado
Millán Astray que era uno de los principales generales de las tropas
franquistas. El monstruoso militar había exclamado: "¡Viva la
muerte!" y "¡Muera la inteligencia!". Ante este grito
necrófilo el filósofo vasco le espetó al sanguinario general: "El
general Millán Astray quisiera crear una España [...] según su
propia imagen. Y por ello desearía ver una España mutilada...".
¡Qué razón tenía el filósofo vasco! Unamuno les dejó bien claro
que vencerían, pero no convencerían a nadie. No se equivocó, la
ayuda de Alemania fue decisiva, dejó un país deshecho, monstruoso,
que gobernó el general vencedor durante casi cuarenta años.
Al
anciano rector lo tuvieron que sacar del salón de actos entre la
mujer de Franco y el poeta José María Pemán que desde un principio
se había arrogado el papel de trovador (o bufón) del régimen
autoritario. Tuvo que abandonar el acto debido a un desfallecimiento
a causa de la emoción y también para salvaguardar su integridad
física ante los exaltados revolucionarios. Fallecería pocas semanas
después de un infarto al corazón.
El
filósofo vasco encarnaba hasta entonces todo lo que se entendía por
España. Era el místico hijo de Santa Teresa y San Juan de la Cruz,
pero también era el heroico Cid Campeador dispuesto a enfrentarse al
rey, y también era el Caballero de la Triste Figura de moral
inquebrantable... así lo vió Antonio Machado cuando a su muerte
dijo de él: "Murió, sin duda alguna, tan noblemente como había
vivido". En 1931 había firmado el Manifiesto por la República,
era un decidido antifascista, con el régimen anterior de Primo de
Rivera se había exiliado voluntariamente en Francia. Su personalidad
de español radical no le impidió plegarse al proyecto republicano
de hacer de España un país moderno equiparable a cualquier país
europeo. Franco no se lo perdonó y lo destituyó de todos sus cargos
académicos.
Al
hablar de la revista literaria El Mono azul (1936-1939) donde
colaboraban entre otros Miguel Hernández, Vicente Aleixandre, Rafael
Alberti, María Teresa León, Manuel Altolaguirre, José Bergamín,
César Vallejo, André Malraux, Luis Cernuda, Antonio Machado, Pablo
Neruda, Vicente Huidobro, John Dos Passos, Ramón J. Sender, María
Zambrano, etc., al hablar de esta revista, Trapiello, nos informa que
aparte de sus prestigiosos redactores "también" había
colaboradores exaltados y que una de las secciones de la revista se
titulaba A paseo en fatal coincidencia a como se llamaban los
fusilamientos ilegales en ambos bandos. Leemos en el libro de
Trapiello que esos artículos "venían a ser una invitación o
instigación a estos otros crímenes que acontecían cada madrugada,
en los atochales y cuestos de Madrid".
La
acusación es nauseabunda. Se imagina uno los versos de Neruda o
Aleixandre salpicados de delaciones asesinas hechas por republicanos
fanáticos. También deja claro el autor que los responsables de la
publicación eran Alberti y su mujer. Según esta hipótesis la
siniestra pareja formada por el poeta gaditano y su esposa María
Teresa León urdían los asesinatos.
Trapiello
nos da algunos nombres de los mencionados en la columna A paseo
supuestamente para que sean fusilados al amanecer "en atochales
y cuestos": Eugenio Montes, Miguel de Unamuno, Giménez
Caballero y Sánchez Mazas. Da la casualidad que ninguno de los
nombrados fue fusilado. Es más, a Giménez Caballero se le concedió
salir de Madrid para que fuera a reunirse con Millán Astray en
Burgos. Sánchez Mazas obtuvo permiso de Victoria Kent, directora
general de prisiones, para ir a ver a su hijo a Navarra, luego volvió
a la prisión y nadie lo tocó. Unamuno, como sabemos, falleció poco
después de defender la causa republicana frente a Millán Astray en
Salamanca. Y Eugenio Montes falleció cuarentaitrés años después
de terminada la guerra ocupando un sillón de la Real Academia. ¿Cuál
era entonces esa instigación al crimen desde las páginas de El mono
azul que nos cuenta Trapiello? Estas elucubraciones sólo prosperan
en la mente exaltada de "historiadores revisionistas"
empeñados en desvirtuar el pasado, pero la sola insinuación de
Trapiello es una infamia porque lo que debería dejar claro es que el
poeta no tuvo nada que ver con los asesinatos que se perpetraron en
Madrid durante la guerra. Desgraciadamente, se descubre la mentira
pero la injuria permanece y es utilizada por otros pretendiendo
convertirla en verdad.
Supongo
que Trapiello se da cuenta de la gravedad de su insinuación
calumniosa porque más adelante al hablar de la acusación que se le
hizo a Alberti en 1993 desde un libro dedicado a Franco de haber
asesinado ciudadanos en la checa del teatro Bellas Artes, admite que
fue una acusación gratuita y sin fundamento y que el calumniador
tuvo que desdecirse en público poco tiempo después. El calumniador
arrepentido era nada menos que Torcuato Luca de Tena, director del
diario ABC, aunque Trapiello se lo calle probablemente para no
indisponerse con tan prestigioso diario.
Al
demostrarse que la acusación de la checa de Bellas Artes es falsa y
reconocerlo el propio calumniador, Trapiello no se dará por vencido
e intentará por otros medios ensuciar la memoria del poeta y así
añade una coletilla insidiosa: "No es nada nuevo decir que el
Partido Comunista, al que Alberti pertenecía, no sólo no evitó
muchas de esas ejecuciones, sino que a veces, como en los sucesos del
POUM, las propició. Alberti, como militante pudo o no estar
informado de la política de su partido, pudo estar o no de acuerdo
con sus actuaciones". Ninguna de estas imputaciones puede
admitirla nadie con un mínimo de sentido común, Trapiello eleva sus
conclusiones a un plano absolutamente demencial y agrega:
"Desconocimiento es la primera excusa que aducen también los
criminales de guerra a los que se sienta en un banquillo para hablar
del Holocausto". Presenta al director de la revista literaria El
mono azul, que ha sido acusado sin ningún fundamento de la muerte de
algunos personajes franquistas, como un criminal de guerra aunque él
no lo sepa, al igual que los criminales nazis. ¡El mundo al revés!
en España eran los nazis-falangistas los que mataban a españoles
republicanos como Alberti y que por cierto nunca fueron sentados en
el banquillo. Es decir, para Trapiello, Alberti es culpable de todas
maneras, sin importarle la verdad de los hechos. De milagro no lo
hace responsable de las purgas stalinistas "de las que pudo o no
estar informado o pudo estar o no de acuerdo con la actuación
soviética". Trapiello hace gala de su habilidad para confundir
los términos y los protagonistas de los episodios históricos. Esto,
aquí y en Pernambuco, se llama insinuación calumniosa e infamante.
En
otro momento hace referencia a que Alberti vivía durante la guerra
en el "palacio de los marqueses de Heredia-Spínola". Y
añade con ironía: "De ese afán aristocratizante del comunista
se hicieron en voz baja no pocas burlas". Alberti vivía en un
palacio y el pueblo de Madrid en las trincheras ahogado de hambre y
de pólvora. ¡Escandaloso! Trapiello simula haber estado en Madrid
durante la guerra para haber oído esas "burlas en voz baja",
lo que no entiendo es cómo no se dio cuenta de que el saqueado
palacete de los Spínola donde vivía Alberti se había convertido en
la sede central de la Alianza de Intelectuales y era un refugio
intelectual donde no sólo vivía él con su mujer María Teresa sino
también Emilio Prados, Luis Cernuda, Nicolás Guillén, en alguna
oportunidad León Felipe y otros muchos poetas partidarios de la
República a los que se les daba alojamiento cuando llegaban a
Madrid, porque había sido requisado para esos menesteres.
En
las memorias de Alberti leemos: "Pasaban no sólo los que
llegaban a Madrid de todas las provincias, sino artistas, escritores,
políticos del mundo entero". Hasta "el cholo" Vallejo
se hospedó en el palacete de los Spínola. También serviría de
redacción de la "tenebrosa" revista El mono azul y de
centro de cultura. El palacete de los Heredia-Spínola no era pues la
"lujosa vivienda" de los Alberti, sino un cuartel general
de la intelectualidad republicana al servicio de los escritores y
artistas implicados en la defensa de Madrid frente al ataque de las
tropas rebeldes. El palacio de los Heredia-Spínola era también sede
de la Junta de Incautación y Protección del Tesoro Artístico
creada con el objetivo de salvar las obras de arte del museo del
Prado de las bombas del bando nacional. Allí se decidió llevarse
los cuadros, esculturas y libros a Valencia y la encargada del
traslado fue justamente la mujer del poeta. Cuando el 16 de noviembre
de 1936 el museo del Prado fue bombardeado por la aviación
nazi-franquista, gran parte de las obras de arte ya habían sido
trasladadas a Valencia. De esta manera se salvaron "Las meninas"
de Velázquez, cuadros del Greco, Tiziano etc.
En
el palacete de los Heredia-Spínola también durmieron, entre otros
muchos, los fotógrafos Robert Capa y Gerda Taro que vinieron a
fotografiar la tragedia de la guerra y allí velaron a Gerda Taro
cuando murió tomando fotos de la retirada de Brunete desde el
estribo de un camión. Los Alberti fueron a buscar su cuerpo
destrozado a El Escorial. ¿Este es el palacete que Trapiello
menciona irónicamente como "vivienda aristocratizante" del
poeta? ¿Y quién se reía en voz baja, algún descerebrado
falangista? ¿O es otra gracia inventada por Trapiello?
No
tenía nada de extraño que se utilizaran las casas y palacios
requisados como viviendas y locales de trabajo. El propio Miguel
Hernández, el poeta más apegado a la tierra, y su mujer Josefina
Manresa se alojaron en 1937 en la casa confiscada a una marquesa
principal cuando fueron al frente de Jaén.
Pero
Trapiello, no contento con pretender destruir la imagen de un Alberti
comprometido con el pueblo, pasa a tratar de desprestiagiarlo
literariamente: "Incluso como poeta es difícil tener de Alberti
una idea clara". A pesar del eufemismo "idea clara"
ese "Incluso" freudiano que inicia la oración delata su
malquerencia por Alberti. Ese "Incluso como poeta" equivale
a "Tampoco como poeta" o lo que es peor: "Ni siquiera
como poeta". Es decir, para Trapiello, Alberti, además de ser
un hombre cruel que dirigía una revista diabólica para asesinar
inocentes ayudado por su esposa y que vivía en un palacio mientras
el pueblo se batía en armas, incluso, era un mal poeta y para
demostrarlo recurre a la opinión negativa de su poesía hecha por el
pintor Ramón Gaya en 1979 y a algunos comentarios despectivos de sus
contemporáneos, sobre todo de los surrealistas franceses que nunca
llegaron a entender poemarios como "Sobre los Ángeles".
Sorprendentemente se le olvida mencionar a la crítica nacional e
internacional que considera al autor de "Marinero en tierra"
una de las cumbres de la poesía española del siglo XX. La opinión
de Trapiello sobre Rafael Alberti es verdaderamente grotesca.
Entre
los documentos que el pseudo-historiador Trapiello nos trae como
novedad para la nueva edición de su libro, hay una fotografía
dedicada por Rafael Alberti a Ilia Ehrenburg donde menciona "la
belle epoque". El comentario de Trapiello sobre su hallazgo es
el siguiente: "Lo curioso de Alberti es que veía la guerra como
la 'belle époque' veinticinco años después de que ésta hubiera
terminado, en plena dictadura franquista. Pero es que para el poeta y
su mujer, María Teresa León, la guerra fue eso, una 'belle
époque'…"
¿Pero
es que Trapiello no se ha molestado ni siquiera en leer las memorias
de Alberti? ¿No se ha percatado que Alberti y sus contemporáneos,
artistas y poetas, se referían a la década de 1930 como "la
belle Époque" y no a los tres años de guerra sino a los cinco
restantes donde floreció la cultura, el arte, la libertad etc. etc.
etc.? En La arboleda perdida también menciona "la belle Époque"
con ocasión de la llegada de Juan Ramón Jiménez a Buenos Aires.
Allí el poeta gaditano se refiere al poeta onubense de esta manera:
"¡Quién te ha visto y quién te ve! Entonces, en aquella
nuestra belle Époque, durante la década de los treinta, a Juan
Ramón le molestaba...". El 22 de agosto de 1936 Juan Ramón y
Zenobia habían salido de España, por tanto, no vivieron la guerra.
Difícilmente Alberti podía referirse a una Época que no existió,
sino a los años anteriores de la II República, que fueron años de
ilusión e idealismo. A los años entre 1936 y 1939 Rafael Alberti
solía referirse -y Trapiello debe o debería saberlo- como "aquellos
desgraciados y terribles años de nuestra guerra civil".
Cuando
leemos en la pseudo novela de Andrés Trapiello párrafos como el
comentado, que denotan una manipulación constante para convertir las
virtudes del poeta en tenebrosos pensamientos o burlas macabras, nos
preguntamos si es debido a la ignorancia del autor o a su mala
intención. En el segundo caso no nos quedaría otra alternativa que
admitir que el sobrenombre de "Trampiello" se lo ha ganado
haciendo verdaderos méritos.
No
siendo yo un crítico profesional sino simplemente un comentarista de
mis lecturas, no veo la necesidad de continuar leyendo un libro tan
tendencioso como Las armas y las letras. Literatura y guerra civil.
Hasta aquí he llegado. Abandono su lectura al terminar el capítulo
cuarto para disponerme a releer los cuatro primeros libros de las
memorias de Rafael Alberti y a disfrutar por primera vez del quinto
que aún no había leído. Me daré el gusto de sumergirme en la
prosa poética y humana de La arboleda perdida, tan distinta a la del
"cronista Trapiello". donde el poeta cuenta la intensa vida
que le tocó vivir desde 1902 hasta su muerte a los 96 años de edad
en El Puerto de Santa María, el mismo pueblo gaditano que lo vio
nacer.