Desde hace
un tiempo a esta parte pareciera ser que ya constituye una moda el denostar a
Sarmiento. Me he encontrado con notas y artículos en diferentes medios con
supuestas frases del político argentino hablando mal de indios y de emigrantes.
Sin embargo, cuando quiero investigar sus vilipendiadas frases, me encuentro
con notables aciertos del citado personajes: “¡Bárbaros! Las ideas no se matan.”;
“Toda la historia de los progresos humanos es la simple imitación del genio.”;
“Lo escrito permanece.”; “Todos los problemas son problemas de educación.”; “La
ignorancia es atrevida.”; “Los discípulos son la mejor biografía del maestro.”
Muchas otras frases que nos hablan de un ser lúcido y señero.
Una
querida amiga, académica en el norte chileno, señala incluso que le ofende profundamente que muchas
de nuestras escuelas lleven el nombre de Domingo Faustino Sarmiento. Ojalá se den cuenta, -dice-, que los colegios no deberían llamarse así, y
que quienes alaban y respetan a este hombre, no lo conocen realmente...
Yo lo conocí siendo muy niño. Iba a la primaria en la
Escuela Anexa a la Normal José Abelardo Núñez, fundada en 1842, por
iniciativa de Domingo Faustino Sarmiento. Cada día, al cruzar la Alameda para regresar a casa, me
encontraba con los solemnes bustos de Núñez y de Sarmiento frente a la
“Normal”. Al pie de cada uno de ellos había una pequeña reseña con su obras.
Este singular político,
escritor, docente, periodista, militar y estadista argentino, se vio obligado a
emigrar a Chile, donde trabajó como maestro, minero y empleado de comercio. A
finales de 1931, cuando Sarmiento tenía 21 años de edad, se desempeñó como
maestro en una escuela de la provincia
de Los Andes. En ese tiempo tuvo un romance con una de sus alumnas. De esta
relación, nació su única hija, Ana Faustina Sarmiento. La familia de la joven
era acomodada. Sarmiento no era un buen
candidato para ellos, porque era pobre, maestro, y encima extranjero, Lo cuenta la historiadora argentina Luciana
Sabina, autora del libro “Héroes y Villanos”:
La familia de la mujer "no lo quiso, por pobre y sin clase, pero él se
hizo cargo de la pequeña a la que reconoció y crió". El caso es que
tampoco quisieron hacerse cargo de la niña. Lo
que hicieron fue darle a la bebé y sacarse así el problema de encima, dice Luciana.
De no hacerse cargo Sarmiento, lo más probable es que la pequeña hubiese ido a
parar a un orfanato o a un convento. Resulta extraño, para esa época e incluso
para hoy, que un hombre asuma así una paternidad extramatrimonial, sobre todo
un hombre que comenzó a ser vilipendiado por el revisionismo hace ya diecisiete
años.
Sarmiento volvió a la
Argentina, sin embargo, debido a sus constantes ataques al gobierno federal, el
18 de noviembre de 1840 fue apresado y nuevamente obligado a exiliarse en Chile. En nuestro país se dedicó a la actividad cultural. Escribió para los
periódicos El Mercurio, El Heraldo Nacional y El Nacional; y fundó El Progreso.
Precisamente en este medio, Sarmiento nos relata un viaje a Peñaflor (El Progreso, Nº 92, año 1, Diario Comercial, Político y Literario,
Santiago, lunes 27 de febrero de 1843).
De su relato extraemos algunas interesantes conclusiones, entre ellas que la fiesta de la primavera peñaflorina ya se festejaba en 1843, y todo hace
suponer que en esa fecha ya constituía una tradición. Esto contraría algún escrito local que
sitúa los inicios de esta fiesta a partir de 1940. “La ignorancia es atrevida.”,
señala Sarmiento.
Debemos
asumir que el relato no nos deja muy bien parados como peñaflorinos. Sin
embargo, examinando el escrito, vemos que el viaje ya comenzó mal antes de su
llegada a Peñaflor. La fiesta de verano en el pueblo era muy concurrida. Cuando
llegó Sarmiento, aquel sábado 11 de febrero de 1843, ya no quedaban alojamientos disponibles y eran escasos los sitios en los que se podía disfrutar de una buena mesa. Bueno… nada
diferente de lo que son hoy nuestras fiestas. Pero… lean ustedes la aventura
que vivió don Domingo en nuestro pueblo hace más de ciento setenta y cinco
años.
Un viaje a Peñaflor, por Domingo Faustino Sarmiento
Sin
duda que es imposible dejarse estar tranquilo en una ciudad como Santiago, cuando
hai en la población un movimiento tan jeneral hacia el campo. En vano uno se
echa a rodar por las calles y paseos públicos que hermosean nuestra capital,
porque no encontrará nada que le pueda causar unos pocos momentos de placer. La
seductora Alameda con su llano piso, el zuzarro de sus aguas que acarician
mansamente el pie de los árboles, y la pila que se alza con sus bellos chorros
de agua, como el ramaje de una palma, está desierta; apenas se divisa por entre
sus troncos alguno que otro frac; jamás se distingue un cuerpo elegante y
jentíl, una de esas bellas flores cuyo follaje mece con coquetería el viento.
En el teatro no es uno tan desgraciado, porque a pesar de verse en gran parte
renovada la concurrencia con lo que no ganamos gran cosa, se presenta una
reunión mui regular. Las causas de estas repentinas transformaciones están mui
a las claras, la estación calurosa, la verdura del campo, la proximidad de la
cuaresma, época de silencio en que la estación nos recuerda un deber, nos canta
un "Memento". En ella no se oye mas que el acento de la relijión,
cuya voz de bronce llega al alma; es menester apresurarse a gozar de las sombras
de nuestro campo, y de la fresca brisa de la tarde que cargada de aroma zauma
nuestros cabellos y aletarga el sentimiento, como el beso de un niño sobre la
frente de la madre.
Yo
pues, siguiendo este impulso y ansiando ver lo que pasaba por los mundos adonde
se emplazan tantos y de donde se cuenta tantísimo, caí en la tentación de
marcharme a alguna de tantas partes. Recorrí mil lugares en mi imajinación y
los desprecié. Al fin me acuerdo de Peñaflor y a Peñaflor dirijí mis visuales.
Desde entonces ya no oí en todos los corrillos más que el nombre de Peñaflor,
sus baños, sus niñas y sus bailes; el carnabal perpetuo.
Una
vez decidido a hacer algo es preciso cumplirlo. Mil ilusiones formaban mi
imajinación. Era forzoso salir de la ciudad. Pero como no se puede ejecutar sin
coche o caballo, tuve que dirijirme a contratar la Dilijencia, o mejor la Neglijencia. Llegué
pues a la casa de la interpérrita Neglijencia, me metí dentro y el dueño me
introdujo y me la presentó. "-Esta es, señor... si gusta -Espérese V...
reflexionaré..." le respondí-. La Neglijencia que parecía que jamás la habrían
pintado presentaba aquel aire impasible y grotesco que suele observarse en
ciertos hombres sólidos... El dueño que observaba tal vez mis jestos y miradas,
no dejaba de fruncir las cejas y estirar el ocico. Más de una vez quiso
contarme la historia de su ajuar... los hombres que había conducido, los lances
en que había salido con honor. Con respecto a la edad anduvo como andan las
mujeres... me confesó que tenía veinte y que había sido reformada mui pocas
veces. esto no se me hizo difícil creerlo porque a pesar de la mano de tierra
mui gruesa que tenía en los cachetes y en la calva, aun se divisaban aquellos
grandes tajos que da la vejez y esas hondas arrugas que deja el tiempo y que vienen
a ser depósitos de las borras de la pintura y de los pelotones de tierra... En
seguida el buen hombre, inspector del barrio, me presentó el caballo y junto
con él, el postillón. Ambos tendrían una misma edad con la Neglijencia, aunque en
la velocidad eran diferentes, pues el postillón parecía tener más trazas de
lijero que sus camaradas. Ponderóme el caballo muchísimo, más que lo que
enzalza el adelantamiento de un pueblo la memoria de un ministro. El caballo
estaba delgado como el alumno del licenciado Cabrera, pero el dueño decía, esa
flacura es lo que le hace apto para marchar como se debe en este siglo: aquí
soltó la taravilia mi hombre y me dejó sin poder articular palabra. Trajo al
caso la honradez del postillón alegando entre sus muchos títulos, que era
sobrino de un fraile y que tenía su tintura de buena educación.
Al
fin dejé a mi buen hombre con la palabra en los dientes y me despedí. Por
supuesto no pudo seducirme con las informaciones de la excelente calidad de la Neglijencia; porque
tengo mi regla para no creer en palabras, esas palabras que abundan en este
siglo de puras palabras. Se le antojó a un ministro hacer que ciertas juntas
promulgasen un folleto y se le dijo al pueblo que era cosa de él y que se
llamaba "Constitución", palabra sangrienta que en su sentido real
quiere decir: venda fatídica con que se cubre la vista del ajusticiado o velo
puesto a los que están debajo. La facultad de mandar se llama también gobierno,
precisamente porque no lo hai y gobierno pues es el de Rozas y gobierno fue el
del año 39 y gobierno es todo lo que precisamente anda mui mal y en
contradicción con los principios sociales. Mas no hay que asustarse, estas
cosas constituyen las armonías que rijen al mando, y lo que no es armónico por
sí, lo hacen armonizarse a la fuerza, sin hacer por eso violencia a su voluntad
que Dios declaró libre.
La Neglijencia pues se
quedó en su casa, ni mas ni menos como una solicitud en el bufete de un
ministro. Un amigo me ofreció un caballo de silla y lo acepté. Pasaron dos,
tres, cuatro horas y el caballo aun no se divisaba (esto es que el amigo nunca
miente, aunque si suele faltar a su palabra); los compañeros de viaje me
instaban, yo me desesperaba y entre tanto mando por otro caballo y me lo traen,
aparece al mismo tiempo el del amigo ¡Santo cielo!, exclamé, y sin saber cómo
ni por donde, monté y salí a trote acelerado por las ásperas calles de la
ciudad. Ya pude decir sin temor de ser desmentido que estaba en camino del
dichoso Peñaflor que me había hecho pasar tan pésimos ratos y me había
proporcionado lanzar mil votos de condenación y pronunciamientos contra el
amigo, el cochero, el caballo, el gobierno y todo el jenero humano. Ya se ve.
Era una cuestión humanitaria cuya resolución interesaba altamente a la
humanidad sin caballo.
El
camino además de ser de buen piso presenta paisajes de la mas rica matiz. Por
donde se echa una mirada, allí se encuentra una frondosa arboleda, llanos
inmensos de verdinegra alfalfa y numerosas chozas que abrigan esas solitarias
familias que no tienen mas placeres que su soledad, los frutos de su cultivado
campo, los cantos matinales y los arrullos de las brisas de la tarde. Mientras
mas se aleja el viajante de la gran población, mas encuentra estas dichas
desconocidas en las suntuosas casas.
Al bullicio
inmenso de la capital, al calor de sus habitaciones, se sucede la tranquilidad
del desierto, el zuzurro de los árboles, el murmullo de las aguas y los
suspiros del viento que lleva entre sus pliegues la pureza de las flores. El
alma respira entonces, el corazón se alegra, el espíritu medita. Al acercarse a
Peñaflor, una gran alameda le conduce; su término no se ve y se pierde en la
falda de los cerros; desde luego se suelen oír voces de una aldea ajitada,
conmovida, entregada al regocijo; estos acentos preludian los placeres de una
diversión inmensa y el alma ansía zambullirse en el sitio donde corre el
placer.
Al
fin llégase a la Posada
entre mil caballos que se cruzan, empolvando a los de a pie. Es preciso buscar
alojamiento, llamar al posadero, tertuliar a los que se le pegan al estrivo
para saber algo de la ciudad. Pero el posadero no se mueve, apenas habla; insta
uno, reniega y se le contesta fríamente: "no hai alojamientos todo está
ocupado". Aquí de reniegos sobre las barbas de todo el mundo. Empleó una
hora en decir esto y el posadero se mandó mudar con su paso de tortuga, después
que nos había inspeccionado. Hasta aquí todo se me había frustrado; me hallaba
precisamente peor que en la ciudad y entre las determinaciones de mi vuelta o
de mi quedada, me agregué a unos amigos y me metí en su cuartito en que estaban
mas de seis. No me convidaron, es cierto; pero aunque la resolución fue dura,
la alternativa también era terrible y quise mas bien pasar por impávido que
volverme "in albis" para la ciudad.
Ya
estamos en el célebre Peñaflor. El día se había concluido; la noche estaba
oscura, negras nubes entoldaban el cielo y apenas se entreveía una que otra
estrella a través de los velos flotantes. Un gran murmullo se extendía por
todas partes, era el de la multitud que se aprestaba para un baile, el de los
jóvenes que se preparaban para el campo del placer, el de una caterva de
solterones y maridos que querían recordar sus pasados abriles y rejuvenecer sus
carcomidos tallos. El placer de hacer iguales las edades, como el sol alumbra
todas las frentes. Y el salón es invadido por las familias; las luces que
arrojan las arañas no es mui abundante, pero en cambio las bellas destellan
rayos de luz; en un momento todos los asientos son ocupados y la falanje de
galanes comienza a moverse. La contradanza principia; los cuerpos de las bellas
se deslizan al son de la música, los jiros se alternan, las voces se cruzan,
las palabras se cambian y el campo es una palestra en que unos siegan laureles
y otros calabazas. Pero el baile serio no ensancha los pechos, no conmueve los
corazones ni da las fisonomías aquella viveza de espresión, y aquel alegre
colorido, producto de emociones placenteras. La "zamacueca", las
"resbalosas" se sustituyen; entonces la ajitación crece; el
movimiento es jeneral; todas las edades se agolpan, se apiñan, se encaraman
para saborear de cerca las vivas vueltas de los bailarines, sus voluptuosos
jiros, los armónicos sonidos del canto y la música, la espresión de los que lo
ejecutan. Por otro lado mas de un galán no se desprende de su querida, la bulla
no le distrae, el baile no lo exita; no quiere desasirse de su prenda; un rayo
perdido de los ojos de su bella, será una oscuridad eterna; una sonrisa
desperdiciada, será una esperanza de menos, una palabra no oida será la
destrucción de su fe, un porvenir oscuro, un deseo que el tiempo ocultó bajo
sus alas envenenadas. En otra parte se alza el punzante ruido de los cristales,
entre las voces que sueltan mil labios lánguidos y balbucientes; allí no se
alaba la belleza, no, el ponche es el dueño de las caricias, se lisonjea su
fortaleza y su colorido azulado. El uno quiebra un vaso, el otro hace beber por
fuerza a uno; y en estas idas y venidas se pasa la noche, el baile se concluye,
el ponche se agota y las familias se retiran. ¡Ah, qué triste la retirada para
los que no se hartaron! ¡qué seductora para los que oyeron una amable mentira,
una promesa de amor!... Han dado las doce de la noche y aun se divisa el
vestido de las que se alejan, todavía hai uno que oye su voz, bien, pero esos
contornos vagos y fluctuantes, como un gobierno del justo medio, se ven todavía
a la distancia mejor que su corazón cuando estamos a su lado, y son como las
nubes de la niebla matinal que cubre con sus delicadas tocas la Cruz de Peñaflor ¡terrible
verdad! más de cuatro oí maldecir porque un boquirubio les arrebataba su bella
compañera, ¡qué tontería! Los boquirubios son jente que no trata de hacer nada
sino de parecer que hacen algo, abundan en todas partes y son las nubes que se
interponen entre el sol y los ojos, entre la verdad y la mentira, sombras
malditas que oprimen al pensamiento y hielan el labio. Son unos hombres que
todo lo quieren para la opinión y nada para el corazón; que viven para los
demás y no para ellos, un artefacto de bello exterior que todos miran, pero que
adentro está vacío, encarnaciones de la vanidad. Estos hombres, si lo son,
serían capaces de pagar a la multitud para que los declarase enamorados de
fulana o sutana, aunque estas los desprecien y los miren como una paja que se
pega al vestido, hasta que el viento la arroja al suelo sin ser sentida. Esta
es una de las muchas fisonomías que suele tomar el paquete; por consiguiente no
es enteramente el paquete "chef d'auvre", el paquete nativo que creó
Dios y que el destino echó a rodar por el mundo, independiente de toda voluntad
si no era la ajena. Al fin llegó la hora de concluirse la fiesta; la noche se
hizo un minuto y el día apareció tan repentinamente que mui pocos serían los
que gozaron del sueño. El sol del 12 de febrero mas quemante que otros días
trajo a la memoria la célebre batalla de Chacabuco. El entusiasmo por un día de
victoria. Las victorias de la libertad viven siempre en los recuerdos del
pueblo; ya no se trataba del placer de cada cual, no, todo se consagraba al día
memorable, al día que vio caer mil valientes, y levantarse la libertad; que una
lágrima de la juventud refresque sus laureles. ¡Ah! por qué no se alza un
monumento en ese campo yermo y pedregoso que retembló bajo la uña de sus
corceles, bajo el estampido del cañón y el acento de libertad y de victoria.
Tal vez sus labios se rien al ver el porvenir cuyo velo desgarraron, quizá sus
huesos se incorporan y toman figuras de ánjeles que vacían la urna del porvenir
sobre nuestras cabezas, y lanzan de sus bocas el viento de civilización que nos
empuja de progreso en progreso, a la humanidad y a la perfección...
De
alegría en alegría se pasaba el tiempo. El sol descendiendo a su ocaso,
balanceaba en el horizonte su franja de oro, púrpura y azul. Vino la noche, y
tornó a jirarla copa del placer. Las mismas bellas volvían a perfumar los
salones. Los galanes cada vez mas se hacían notar; el que no se declaraba
enfermo, se declaraba en quiebra y se manoseaba la barba en un rincón. Era
preciso tener levita económica con bolsillos laterales y llamarse enfermo para
admirar. ¡Ya se ve! de la compasión al amor no hay más que un paso, del amor al
engaño no hai ninguno. Mientras unos rabiaban, quejándose de su mala suerte,
otros reían al pie de sus altares, mientras unos se veían confundios por la
palabra de una bella, otros pateaban por poder sacar una palabra. El mundo es
así.
Era
preciso volverse. Comer mal y dormir peor, podía sufrirse dos días, pero mas...
¡Guarda Pablo! Mas los caballos no aparecían, el sol quemaba y el posadero mas
que el sol. Busca aquí, corre allá, al fin se encontráron y partimos. Peñaflor
quedaba con sus puras aguas y sus flores; y nosotros veníamos como un vaso
vacío que solo empaña el polvo del camino. Y no se crea que decimos mentira en
nada; porque si no nos creen, nos vindicarémos. Es lo que quiero, hoi que están
tan de moda las vindicaciones. Apénas una persona despliega el labio en bien o
en mal, zas, una pregunta y luego una carga de papeles al público. El
"Descarado", y lo llamo así por lo difícil que es pronunciar
"Desmascarado) es el mas colosal en esta industria; su escritor, que
además de ser hombre, debe ser mui racional y de talento, da mucho honor al
país, en algunas cosas es verdad nos deja a ciegas, pero en otras es mas claro
que un verdulero. Es inagotable en sus producciones, tanto que antes de
escribir un número lo espeta entero "in prima facie" a sus amigos.
Luego de aquí sale el coro; es decir un ejemplar hombre (también hai periódicos
hombres) que va repitiendo de pe a pa; o mas bien se va multiplicando en nuevas
o añadidas ediciones. Algunos dirán que esto es una disgresión, y no hai tal;
es cuando mas una figura retórica para ensalzar por medio de ella a mi paisano
(esto para entre nosotros) el autor del "Descarado". Yo he presentado
a Peñaflor como es hoi; y el periódico de que hablo ha presentado a su autor,
como realmente es; desnudo, sin máscara como Dios lo hizo.