A mi querido José Miguel Varas
El hombre ha acumulado muchos conocimientos, descubrimientos, avances científicos y tecnológicos. Sin embargo, hasta ahora, nadie conoce lo que hay más allá de la muerte. Las teorías, religiosas o materialistas, son sólo eso; teorías. Algunos hablan de un cielo a la diestra de Dios, lo que llaman el paraíso, aunque también, según nuestro comportamiento, se puede ir a lo que llaman el infierno. Otros van más lejos y con el afán de quedarse en este mudo, creen en la reencarnación. Para muchos, el futuro después de muerto no existe, no hay nada. Nada de nada. Pero, ¿quién sabe cuál es nuestro destino después de muerto?
Cuando una persona muere a una edad considerada “normal”, cuando ya ha vivido, sufrido y disfrutado de todo lo que nos permite la naturaleza humana, es posible que, donde quiera que vaya, descanse en paz. He escuchado a muchos adultos mayores, entre ellos mi padre, decir eso de: -Ya es hora, o –Ya está bien. Y se van tranquilos, conforme a su (a nuestro) inexorable destino.
El dolor, la ira, la negación ante la muerte, es de quienes nos quedamos, es de la familia, es de los amigos. No aceptamos la partida de un ser querido. Nos negamos a no verlo más con nosotros. Nos rebelamos ante la partida. Es entonces cuando nos invade el dolor por la ausencia.
Conocí a José Miguel Varas cuando era editor en la desaparecida revista Rocinante, en las oficinas de la calle General Flores. Antes, como cualquier lector, sabía de él por sus cuentos y novelas. Me había citado para una posible colaboración en la revista. Cuando acudía a la cita, pensaba en esa equivoca fama que le habían echado algunos que no lo conocían bien, fama de serio, mal genio y bastante adusto. Nos reunimos en su pequeña oficina, rodeados de rumas de revistas que esperaban su distribución. Pienso que inmediatamente hubo empatía, eso que algunos llaman “feeling”. Comencé, desde ese día, a conocer un personaje afable y con un sentido del humor increíble. Eso sí, nunca le oí una carcajada. Su fino humor siempre lo practicaba con un rostro que reflejaba la más estricta seriedad.
A partir de ese día, nos seguimos encontrando, en eventos culturales, en presentaciones de libros o en actividades sociales, pero, sobre todo, hubo un par de años que nos encontramos muy seguido en la casa del arquitecto Fernán Meza, uno de sus grandes amigos. Varias veces, después de aquellas veladas, iba a dejar a su casa a Iris Largo, su esposa, y a mi ya entonces amigo José Miguel.
Recuerdo que cuando nació Oscar, mi primer nieto, me invadió una desbordante “abuelitis” aguda. Envié un correo a todos mis amigos comunicando la buena nueva y mi inmensa felicidad. José Miguel fue de los pocos amigos que contestó mi carta. Me contó su feliz experiencia como abuelo y me hizo varias recomendaciones, entre ellas que no permitiera que mi nieto me llamara Tata. -Es una costumbre muy chilena, -me dijo, -pero tiene connotaciones políticas. Hasta el día de hoy, mis nietos me llaman Yayo.
Cuando se editó mi libro “Neruda y España”, José Miguel escribió una hermosa presentación. En ella decía: “Erudito en los grandes hechos y en las minucias de la vida y la poesía de Neruda, preciso en fechas y sucesos, diestro y riguroso en el manejo de las fuentes”. Creo que nunca le dije lo orgulloso que me sentí por sus palabras, escritas por alguien que no regalaba elogios ni tenía compromisos con nadie.
Recuerdo un Primero de Mayo de hace ya varios años. Nos encontramos en la Alameda, cerca de la Estación Central, en medio de la manifestación. Él andaba solo, yo también, y nos acompañamos en medio de la gente. Cuando ya comenzaba a ser la hora de terminar el acto, vimos sin mucho asombro cómo los carabineros provocaron una batalla campal al pasar con sus carros por encima de los tenderetes que vendían libros. Nos fuimos caminando por una calle lateral para evitar al guanaco y las bombas lacrimógenas. -Estos no me caen bien, me dijo en aquella caminata. –son los que mataron a mi cuñado. Y me contó la historia de René Largo Farías, víctima de un crimen que ha quedado impune, como tantos otros.
Nos vimos muchas veces y cada vez lo admiraba más. Hace poco más de dos meses nos encontramos por última vez. Fue en el Segundo Encuentro de Escritores de Puerto Montt. Fueron seis días compartiendo viajes, cenas, desayunos, más de alguna actividad y, por supuesto, un asado y un curanto. Lo encontré feliz, aparentemente sano, con su fino sentido del humor intacto. Cuenta nuestro amigo Rolando Rojo el entusiasmo que despertó en los estudiantes su presencia. Por primera vez los alumnos del Liceo Politécnico Mirasol estaban frente a un Premio Nacional de Literatura.
Uno de esos días, cuando ya se acercaba la hora de una de sus participaciones en una mesa de trabajo, no lo encontrábamos. Wilma González me dijo preocupada: -Lo último que sé es que fue a almorzar a Angelmó y de ahí ya no lo he visto. Me preocupé mucho, fui caminando al hotel para ver si se había dormido. No lo encontré. Cuando volví a la sede de la universidad donde se realizaban las actividades, se me ocurrió ir a mirar a los baños. De ahí venía saliendo José Miguel. ¿Dónde estabas, le pregunté con cara de susto. –Es que uno no puede ir a mear, -me dijo con su cara de serio en broma.
No sé si me despedí de él en el aeropuerto. Sólo sé que, aunque parezca increíble, esta mañana tuve una acuciante necesidad de llamarlo, sólo para saber cómo estaba. No lo hice, no sé por qué no lo hice. Quizá por no molestar, quizá porque no encontré una buena excusa para llamarlo. Decidí que lo haría más tarde. Después me olvidé. No lo llamé.
Esta noche, cuando me disponía a ver una película de esas que distraen, me ha llamado alguien muy querida. –Se ha muerto Varas, -me dijo llena de incredulidad. Llamé a nuestro común amigo Poli Délano y me confirmó la triste noticia. José Miguel Varas ha muerto. Esta nota son mis lágrimas de dolor por tu ausencia, José Miguel, son mi lamento por no haberte llamado. No es la primera vez que me sucede. Dos veces he sentido la necesidad de llamar a sendos amigos y no lo he hecho. A los pocos días ya era tarde para hacerlo.
Querido José Miguel, donde quiera que estés, descansa en paz, con el amor de tu familia, con la satisfacción del deber cumplido y con el cariño y reconocimiento de tus amigos.