Pablo
Neruda fue quien lo vio mejor. Solía repetir: "¡Con esa cara
que tiene Miguel de patata recién sacada de la tierra!"
De
la tierra..., porque si conocí muchacho a quien se le podían ver
las raíces, aún con ese dolor de arrancadura, de tironazo último,
matinal, era él. Raigón, raigones, guías hondas, entramadas,
pegadas todavía de ese terrón mojado que es la carne, la funda de
los huesos, le salían a Miguel del bulbo chato de la cara,
formándole en manojo, en enredo, toda la terrenal figura. Pero
siempre en lo alto, al inclinarse, tosco, con cierto torpe cabeceo de
animal triste, para enlazarle a uno la mano, le resonaban hojas
verdes, llenas de resplandores.
Si,
Miguel venía de la tierra, natural, como una tremenda semilla
desenterrada, puesta de pie en el suelo. Y nunca este sentir, esta
presencia de espíritu y de cuerpo procedente del barro se los sacó
de su poesía:
Me
llamo barro aunque Miguel me llame...
Sonido
de azadón y paletada golpeándole encima, moliéndole el pedrusco de
la osamenta, aunque a la vez cruzado de una canción de arada y
labradores.
Miguel,
como tantos y tantos españoles de hoy, era de entraña católica. De
ahí esa aleteante preocupación de muerte, de materia que se
recuerda en todo momento deleznable, desprendida, a instantes bronca
y dura, de su malograda obra. Cuando yo lo conocí en Madrid acababa
de publicarle Cruz
y Raya,
la revista de José Bergamín, un auto sacramental, de corte
calderoniano, pleno de poder asimilador y fuerza propia: Quién
te ha visto y quién te ve.
Poco después salía de las manos impresoras de Manuel Altolaguirre
su primer libro: El
rayo que no cesa
(1936). Verdadero rayo deslumbrador, revelador, de poeta nativo,
sabio. Un rayo milagroso, pues lo pensaba uno del revés, surtiendo
desde la piedra hacia lo alto, escapando, lumínico, de aquel ser tan
terreno, desmanotado y hosco.
Y
como rayo que lo descuajara, levantándolo, cegándolo hasta abrirle
los ojos, fue también para él el 18 de julio de 1936, día de
provocación y respuesta, de embestida de lo más turbio y triste
español contra lo más puro y luminoso. Data reveladora. En esa
fecha, Miguel se vio como nunca las raíces, se comprendió como
jamás de tierra, arrebatándose de aquel viento candente que
sacudiera de parte a parte nuestro pueblo. Y la diaria pana aldeanota
de sus pantalones la cambió, de súbito, por el valiente mono azul
del miliciano voluntario. Así, pues, a la guerra, a su vida y
contacto -"sangrando por trincheras y hospitales"- con
aquellas gentes heroicas, vivas y simples como el trigo, debió
Miguel Hernández el entero descubrimiento de sí mismo, la completa
iluminación de su entraña nativa, verdadera, arrancándose al fin
con su Viento
del pueblo,
un aplastante alud de cosas épicas y líricas, versos de
encontronazo y empujón, de dentellada y gritos suplicantes, rabia,
llanto, ternura, delicadeza. Todo lo que a él le templaba,
entretejidos a aquellos raigones profundos.
Más
ahora, después de resonado, como un ondear de abares en júbilo,
después de condenado, golpeado, tundido el pecho a borbotón de
sangre por campos de concentración y mazmorras, nuevamente Miguel,
desesperadamente Miguel vuelve a la tierra, al negro hoyo definitivo.
Que no lo han abierto manos campesinas, alegres manos hortelanas,
frescas de paz y relente. Que eran lentas, heladas, las que lo han
cavado, metiéndomelo ahí, enconados, violentos, pensándolo ya mala
semilla muerta, rizoma seco, sin sustancia para la sembradura. Pero
no saben esos tristes que hay vientos rastrojeros, lluvias benéficas,
abonos vivificadores para ciertas raíces, baldías al parecer, para
determinadas tierras que ya se creen exhautas.
Mientras
tanto, llórelo en su flautín de avena algún serio zagal de sus
valles poblanos, con tal poder de ahogo, que haga marchar a todos los
rebaños dispersos hacia los verdes pastizales del día cierto de la
esperanza.
Rafael
Alberti. Imagen primera de… (1940-1944)
Editorial Losada, (Biblioteca Contemporánea) Buenos Aires, 1945.
(Miguel Hernández. Edición de María de Gracia Ifach. El escritor y
la crítica. Altea, Taurus, Alfaguara s.a. Madrid, 1989. pp.18-19)