jueves, 11 de abril de 2013

La estupidez no tiene nombre


La estupidez humana es el nombre que se da a un connotado premio, el Premio Darwin, un galardón irónico que se otorga a una persona que, estando aparentemente en su sano juicio, asombra por su falta de sensatez. Toma su nombre de Charles Darwin, creador de la teoría de la evolución.
El refrán “En todas partes cuecen habas”, se utiliza para dar a entender que en todos los lugares o pueblos hay problemas más o menos parecidos, que en todas partes suceden cosas parecidas o iguales. Originalmente, el refrán era “En todas partes cuecen habas y en mi casa calderadas”, lo que quería decir que los problemas de otras partes, en mi casa, o en mi pueblo, eran doblemente problemas.
En Peñaflor, el pueblo en que vivo, amigos (sobre todo a mis amigos de fuera de Chile y a aquellos chilenos que llevan mucho tiempo fuera del país), suceden a menudo hechos que tienen que ver con la estupidez y con las habas. Recuerdo hace unos ocho años atrás, en lo alto de una torre de telefonía móvil que está en la avenida Vicuña Mackena (una avenida principal) con la calle Basterrica, había un joven en estado de ebriedad y, aparentemente, bajo los efectos de algún alucinógeno. Subió ahí con la declarada intención de suicidarse. Abajo se arremolinaron los curiosos, llegaron los carabineros poniendo orden y diciendo: -Despejen, más atrás, por favor -y hasta un móvil de un canal de televisión llegó para filmar en directo el inminente suicidio. Cosas del morbo y del rating televisivo.
De entre los curiosos, la voz de un supuesto amigo del suicida sobresalió de entre las otras voces. El diálogo que entabló con el que estaba en lo alto de la torre fue digno de Ripley y tiene mucho que ver con esto de la estupidez humana.
-Ya poh weón, tirate, no vamos a estar todo el día esperando. -gritaba el que estaba abajo.
-Creí que yo soy weón que me voy a tirar, no veí que ta mah alto que la chucha.
No era lo que vemos en las películas, cuando nos muestran un dramático suicidio. El de abajo lo incitaba a matarse, y el decidido suicida, argumentaba los inconvenientes de saltar al vacío. Exactamente lo contrario de lo que dicta el manual de Carreño y las buenas costumbres.
Han pasado varios años de esto. Fue la primera vez que en Peñaflor vi algo que tenía relación con la estupidez humana. Aquella vez pensé que era cierto aquello de que en todas partes se cuecen habas.
Hace unos días me tocó participar en otro caso muy estúpido, o mejor dicho; me tocó presenciar otra estupidez de un humano.
Hace más de una semana, en la calle Rosales de nuestro pueblo, sucedió un trágico accidente. Un chofer imprudente, drogado y borracho, según algunos testigos, atropelló a una joven madre que circulaba por esa calle con sus dos hijos, causándole la muerte a ella y graves consecuencias a sus hijos, el menor de tres meses. El chofer se dio a la fuga y no se pudo hacer el examen de alcoholemia. Cuando se entregó a los carabineros, al otro día, ya era tarde para tal efecto. A todas luces el chofer fue el culpable del atropello, pero también hay atenuantes que a este caso le da un carácter de accidente. La calle Rosales, aparte de mal pavimentada, con la acera intransitable, está muy mal iluminada.
El sábado recién pasado, algunas personas, por facebook, convocaron a una velatón en el frontis de la Municipalidad. Se trataba de encender velas que, según algunas creencias, alumbrarían el camino, al cielo o donde fuese, a la joven madre. Además, en ese encuentro, se exigiría de las autoridades una pronta solución a las deficiencias de la calle Rosales. Pensé que la convocatoria era por una buena causa, como la que tiempo atrás se hizo para protestar contra los pedófilos y sus cómplices, por tanto, me pareció un deber de ciudadano asistir.
Algunos, los menos, llegamos a la plaza antes de la hora citada y nos enfrascamos en amena conversación. Al poco rato caminamos hacia la puerta de la Municipalidad y nos percatamos que detrás de una verja de hierro que está al costado de la fachada, algunos funcionarios municipales de Seguridad Ciudadana nos esperaban. Son las conveniencias o los inconvenientes de convocar por Facebook, se entera todo el mundo.
Al rato, con una concurrencia mínima pero suficiente, alguien comenzó a encender velas y a pegarlas en una jardinera y, luego, en las escalinatas de la puerta principal. No me di cuenta cómo ni cuando se habían colgado carteles en el muro de la fachada.
Sigilosamente, como un profesor que espera pillar a sus alumnos en pleno desorden, de detrás de la verja de hierro aparecieron unos personajes vistiendo impecables chaquetas amarillas y azules (creo que son los colores de un partido político) y con el logo de la Municipalidad. Uno de ellos, que se identificó (sólo de palabra) como jefe de seguridad, se dirigió a nosotros:
-A ver, a ver... ¿quién está a cargo de esto? -Todo esto dicho con una aparente amabilidad que no convencía a nadie. El “A ver, a ver” más o menos significaba algo así como “Yo soy la autoridad y ustedes tienen que temerme”, porque, evidentemente la frase no tenía ninguna relación con ver algo, ya que el lugar estaba bien iluminado (mejor que la calle Rosales) y se veía todo muy claro. Y la pregunta: “¿Quién está a cargo de esto?” denotaba la torpeza del que no piensa que algunas actividades se realizan sin que nadie lo ordene, sin un mando superior que esté a cargo o, es más, sin que exista una remuneración de por medio.
Le explicamos a la “autoridad” que nadie estaba a cargo y con un gesto de Mmmm..., no estoy muy convencido, comenzó su simuladamente amable retahíla.
-Les tengo que pedir que quiten esos carteles de ahí. Si quieren protestar por algo, deben seguir el conducto regular.
-¿Y cuál es el conducto regular? Preguntó alguien.
-Si quieren pedir algo al alcalde, deben hacer una carta y traérsela personalmente. Ese es el procedimiento.
O sea, el autodenominado jefe de seguridad, veladamente proponía que alguno de nosotros se levantara a las 4 de la madrugada o durmiera en los pasillos municipales para lograr un número que permitiera hablar con el alcalde y pedirle que cumpliera con su trabajo de mantener las calles en buen estado. Pero, eso si, sin meter mucha bulla, sin que los otros ciudadanos se enteraran de la petición. Estas cosas hay que hacerlas en silencio, no vaya a ser que los demás se acostumbren a protestar por cualquier cosa.
Ante la negativa de los manifestantes a quitar los carteles o, por lo menos que nos dijera por qué había que quitarlos, el proclamado jefe nos dijo:
-Porque... porque... porque en el cartel hay un nombre, y en los carteles, según la ley, no se puede poner nombres. -Efectivamente, en los carteles había un nombre, decía: “Fuentes, arregla las calles” y otro decía: “Fuentes, no más muertes”. Le explicamos a la “autoridad” que es al alcalde al que hay que exigirle que arregle las calles, no es al tesorero municipal o a los carabineros ni al portero de la municipalidad. Además, le preguntamos cuál era la ley que no permitía poner nombres en una pancarta, porque si esa ley existiera, los candidatos Letelier y Golborne, desde hace un buen tiempo deberían estar presos por incumplir la supuesta ley. Por otra parte, el primero que incumple la ley aducida por el supuesto jefe de seguridad es el alcalde, ya que cada vez que hay algún evento en la comuna, el cartel de la Municipalidad dice: “Invita su alcalde, Manuel Fuentes Rosales.
La discusión se fue haciendo tensa y muy tonta. Ra como hablar con una pared. Una persona de lentes que se manifestaba con el grupo, con el fin de poner término al monólogo del “jefe”, dijo: -Está bien, quitaremos el nombre, pero... si no podemos poner Fuentes, ¿qué ponemos?
-¿Ponga lo que quiera, pero no ponga nombres. -Dijo muy enérgico el “jefe”. Pensé que el funcionario tenía muy bien puesto el nombre de su cargo; era jefe de seguridad del alcalde, no de la seguridad del municipio.
La señora de lentes se dirigió a los carteles y yo, rápido e indignado, la seguí.
-¡Por qué vas a cambiar los carteles! ¡No le hagas caso! -le dije.
-No se preocupe, él dijo que pusiera cualquier cosa, menos un nombre, bueno... “Peluquín” no es nombre, ni “Cacho de poroto”, ni “Palmera huacha”. -me respondió, mientras que con una rapidez inaudita cambiaba el apellido por el apelativo del edil, otorgándole legalidad al cartel de protesta.
La reacción del “vigilante” fue instantánea. Como un hábil pistolero del viejo oeste, mostró los dientes, echó mano al cinto y sacó su teléfono móvil.
-¡Se están burlando de mí! Voy a llamar a los carabineros.
Al poco rato teníamos dos coches de carabineros a nuestro lado. Creo que eran más carabineros que manifestantes. Ante tal despliegue, el rostro del “jefe” brillaba de orgullo, sin embargo, si en algún momento pensó que los carabineros llegarían rompiendo carteles, dándonos de palos o llevándonos detenidos, se equivocó de lleno.
El sub oficial se acercó a nosotros. Le explicamos lo que hacíamos; simplemente poner unas velas por una persona muerta y colgar unos carteles que exigían solución al mal estado de las calles. Cuando le quisimos explicar quién era la persona fallecida y cómo murió, nos dijo: -Conozco el caso, ella era mi sobrina. A partir de esa confesión, la conversación con los carabineros se hizo fluida y en muy buenos términos. Comprendieron que era una de las protestas más justas y más pacíficas que se hacía en el pueblo. Mientras tanto, el ceño fruncido y airado del “jefe” causaba disimuladas sonrisas.
-Pero... -dijo el sub oficial, al cabo de un rato, -les pido que saquen los carteles de la fachada municipal y los pongan en otro sitio, ya que ese es un recinto público.
Así lo hicimos, mientras volvía la cara de triunfo del “jefe”. Quitamos los carteles de la fachada y los pusimos en la valla metálica que está en la esquina de la Municipalidad. A alguien se le ocurrió agregar otro cartel. Escuetamente decía: “Toque la bocina”.
Si los manifestantes no éramos más de doce o quince personas, con ese cartel nos convertimos en muchos más. Todos los automovilistas que pasaban por el lugar, tocaba insistentemente la bocina, aunque ellos no podían ver cómo cambiaba otra vez el rostro del “jefe”.
Con esos bocinazos recordé la marcha contra la pedofilia. A diferencia del número de manifestantes, era lo mismo; las autoridades municipales, en vez de estar junto a su pueblo, en primera fila, manifestándose junto a su gente por una causa más que justa, nos miraban como a enemigos y nos fotografiaban como a sospechosos. Me pregunté dónde estaban ahora esos candidatos a concejales de la elección anterior, esos con tanta vocación de servicio, esos que sólo querían trabajar por su pueblo, dónde estaban los militantes de partidos políticos, esos que alardean de demócratas. Aparte de su tío, que estaba ahí por otra causa, sólo estábamos los que sentíamos la muerte de María Parraguez, unas amigas que sufrían por la suerte de sus hijos y un “jefe de seguridad” que esperaba nuestra retirada para romper los carteles que aludían a su jefe. Creo que es cierto, en todas partes se cuecen habas, y en mi pueblo: calderadas.