lunes, 23 de noviembre de 2009
Vuelvo a la VILLA SUR
A los Farfán, Martínez, Gallardo, Fernández, Bordel, Ortiz, Godoy, Maldonados, mis vecinos de la calle Aurelio
Cuando llegamos a la Villa Sur, parecía que nos habíamos mudado al sur de Chile. Estaba tan lejos de nuestros tíos y primos, de nuestra escuela, del centro de Santiago, que el viaje en la Matadero Palma muchas veces se hacía interminable. Era un viaje tan largo que yo lo hacía en dos etapas. Me bajaba de la micro en el paradero 2 o 3 de la Gran Avenida, caminaba por el césped y bajo los árboles del parque Subercaseaux. Volvía a tomar otra en el paradero 9 y medio. El fin del trayecto se acercaba cuando avistábamos la Escuela Consolidada, en Ochagavía, donde aún no se vislumbraba la Norte-Sur. Llegaba a mi casa muerto de hambre y mareado por el olor a bencina que abundaba en las deterioradas micros de aquella época.
La población, aparte de la implantación de casas, no tenía aún vida propia ni estaba “armada”. Todo ese terreno en que hoy está la Iglesia, la Cancha de Fútbol, la Escuela Gonzalo Rojas, era sólo un campo de yuyos. En verano, cuando el yuyo se había secado, se formaban inmensos remolinos de tierra, que arrastraban papeles, cartones y parte de la eterna basura que esperaba por días la llegada del camión, y sobre todo, tierra, polvo que venía de lo que entonces era un terreno baldío al norte de la Villa Sur. Un buen día de octubre nos despertamos con el Parque La Feria lleno de gente, de carpas y de banderas chilenas. En medio de un tenso ambiente, se veían carabineros por todas partes. Estuvimos una semana llevándoles baldes y garrafas con agua que ellos recibían al borde de la naciente población La Victoria.
Tampoco estaba poblado Lo Valledor. Los días transcurrían entre la escuela, las pichangas y las excursiones que comenzaba nada más cruzar la línea del tren. Una vez que la cruzabas, ya estabas en el campo. Inmensas plantaciones de cebollas, habas y arvejas cubrían los terrenos. Largos senderos de tierra, bordeados de zarzamora y acequias de regadío nos llevaban hasta la reja que encerraba la pista de aterrizaje de Los Cerrillos. Cerca, estaba el vertedero de basura del aeropuerto. Ahí recogíamos extraños y valiosos tesoros. Entre ellos las cajetillas de cigarros Kamel y Chesterfield, que valían por diez o quince de los Liberty, Ideales o Baracoas chilensis. Las despegábamos con cuidado y le doblábamos los bordes, así se convertían en nuestros billetes, que después nos jugábamos a las bolitas.
Todo era nuevo. Evidentemente, también los amigos. Las noches tenían dos centros de reunión, los más pequeños nos juntábamos en el monolito y los más grandes se paraban a conversar en la esquina donde vivían los Melo. Yo alternaba los dos grupos, los pequeños me parecían demasiado niños y, aunque los grandes eran todos mayores que yo, prefería escucharles narrar sus increíbles aventuras. Una de aquellas eternas noches de esquina, se decidió formar un Club de Fútbol. En ese entonces ya existía el Villa Sur, pero, creo, a nosotros nos quedaba demasiado lejos de nuestras casas. No había más de 10 personas en el grupo, entre ellas el Teo y el Nardo Gutiérrez, el Guataca y el Comecacho, el Melón, el Dorian Gallardo y yo. No recuerdo bien si también formaban parte del grupo el Flaco Tito y el Mono Pancho. De la esquina de los Melo nos fuimos a la casa de los Gutiérrez, en la misma calle Aurelio, donde también se adhirió el padre. Ahí, en un cuaderno escolar, hicimos un acta y firmamos. Nacía así el Villa Central. Por esos días me parecía increíble que de un grupo tan reducido, que sólo hablaban de cosas intrascendentes, pudiera nacer una organización que pudiera funcionar y perdurar en el tiempo. Un par de años después, como descendido del Villa Sur, también nació el Juventud La Línea y después, también derivado de éste, nació El Águila, que fue, se podría decir así, un invento de don Lucho Guerra, padre del Roca y del Chico Vito.
Por el Villa Central pasaron enormes jugadores. Sin embargo, a ninguno de ellos los conocimos por sus nombres. Los Gutiérrez se encargaban de bautizar a todo el mundo. Recuerdo a dos enormes arqueros, el Pantera Negra y el Flaco Tito, que vivía frente a lo que hoy es la Escuela Gonzalo Rojas. Otro arquero, de desiguales actuaciones, fue el Guataca, había días en que lo atajaba todo, incluso penales; otros en que entraban las pelotas más fáciles. Uno de los ídolos de los niños de entonces fue Gustavo “El Vinito”, era un maestro, jugaba de forma elegante, nunca se alteraba, aunque le dieran patadas a mansalva. Todo lo contrario a otro jugador de la época, quien, creo, fue uno de los más representativos jugadores del Villa Central; el Loco Tato, bueno para el fútbol y bravo para los combos.
En esos tiempos la cancha no estaba cerrada y su situación era de forma longitudinal al solar. Uno de los arcos quedaba en lo que hoy es la puerta de la escuela y los espectadores nos situábamos pegados a la línea de borde. Recuerdo un día en que se jugaba una disputada final; Villa Central contra Villa Sur, partido de máxima rivalidad. Faltaba poco para terminar el segundo tiempo y seguían cero a cero. Yo estaba apoyado en la parte de afuera del poste que defendía el Guatón Aníbal, arquero del Villa Sur. En un contrataque del Villa Central, llegaba al arco una pelota muy lenta y ligeramente desviada. El Guatón Aníbal hizo vista y se proponía dejarla salir. Yo, en uno de esos actos mecánicos, irreflexivos, sin mucho esfuerzo, sin moverme de mi sitio y sin sacar las manos de los bolsillos, puse el pie, desvié la pelota y ésta entró suavemente al arco. El arbitro estaba lejos de la jugada y, de forma inexplicable, señaló el gol. Primero, los jugadores perjudicados acudieron a él de buenas formas. El arbitro se mostró inflexible y remarcó con su pito y su brazo el gol. Fue cosa de segundos. Alguien lo empujó, otro le lanzó un golpe y al momento estaban los 22 jugadores y muchos espectadores trenzados en una descomunal batalla campal. Yo no ví toda la pelea. Cuando me di cuenta de que algunos buscaban al “cabro chico” que había desviado la pelota, me dio mucho miedo, me escabullí del montón y busque el refugio en mi casa.
A los pocos años de vivir en la población, llegó a nuestra casa, a vivir con nosotros, un primo algo mayor que yo. Formaba parte de esa generación a la que llamaron los “Coléricos”, o los “Carlotos”, por el famoso Carlos Boassi Valdebenito, quien era algo así como el James Dean chileno y de cuyo grupo formaba parte un entonces jovencísimo Peter Rock. Mi primo hizo muchos amigos en la Villa Sur. Un buen día llevó a casa a dos de ellos que cantaban muy bien, Tadeo Menares y Ramón Aguilera. En el barrio había mucha gente que cantaba bien, entre ellos la Lolita Melo, pero ninguno como estos dos amigos de mi primo. Comenzó a ser normal tenerlos en casa las tardes de domingo. También nos acostumbramos a tener gente en el antejardín para escucharlos cantar. Tadeo Menares, al tiempo, emigró hacia algún país europeo. Ramón Aguilera se convirtió en uno de los más populares cantantes chilenos.
Aurelio fue algo así como una calle de puertas abiertas. Los amigos y las amigas entraban en tu casa y en la de los vecinos sin mucho recato. Era usual compartir herramientas, el diario, la manguera para regar el jardín, utensilios de cocina, etc. Claro que, como en todas partes, siempre había vecinos que compartían menos que otros. Durante las fiestas de Pascua y Año Nuevo, las puertas estaban más abiertas que en el resto del año. La noche de Año Nuevo podías comer y, fueras grande o pequeño, emborracharte, sólo con ir a saludar de casa en casa a los vecinos. Tampoco nos gastábamos mucho dinero en fuegos artificiales. Los Gallardo, que siempre inventaban cosas raras, compraban potasio y azufre y con esa mezcla, entre grandes piedras, más otra que lanzábamos desde el monolito, sonaban más fuerte que cualquier petardo.
El calor de las tardes de verano muchas veces se combatía con una guerra de agua. En ella participaban generalmente todos los integrantes de las familias de la calle Aurelio. No necesariamente en el mismo bando, ya que no había dos ni tres sino tantos bandos como combatientes. En esas batallas, muy pocos acababan completamente secos; daba igual si estabas en tu dormitorio, en medio de la calle, estudiando o sentado en el inodoro, siempre corrías el riesgo de recibir un chorro de agua en la espalda o en la cabeza. Las que te caían en la cabeza procedían generalmente del techo de las casas, donde los más jóvenes eran amos y señores. La batalla comenzaba en esa hora de la tarde cuando el calor más aprieta y en la que casi todas las tareas domésticas estaban relacionadas con el agua. El Lucho Gallardo pedía prestada una manguera en cualquiera de las casas vecinas y comenzaba tranquilamente a regar el jardín; era normal que, inocentemente, se le escapara un chorro hacia algún mirón. La señora Tita mandaba a alguna de sus hijas a lavar la ropa, mientras ella comenzaba a amasar la harina para el pan de la tarde y también era muy fácil que a través del patio, por encima del muro medianero, les tiraran un poco de agua a algún vecino para refrescarlos. En mi casa, la Marta comenzaba a lavar los platos y las ollas, sin intención de acabar pronto para no recibir otro encargo, y con su humor sutil y a veces desconcertante había días en que no podía reprimir la necesidad de lanzar un vaso de agua a la cara de alguno y así, de un modo u otro, sin saber exactamente cómo ni dónde, comenzaba una batalla sin cuartel y sin tregua. A partir de ese momento cero, que nadie marcaba con un cronómetro pero que todos sabían detectar al segundo, la orden era una sola; mojar y no ser mojado. Las normas éticas en cuanto a dónde esconderte y cómo atacar no existían. Sólo una ley no escrita y ni siquiera discutida se cumplió siempre; nunca nadie se enojó por un mucho de agua mas o por un poco de agua menos. Era difícil terminar con la agradable batalla, los más pequeños no tenían límite de tiempo en el juego y los más mojados no encontraban su gloriosa acción de venganza. Generalmente, el fin de la contienda lo marcaba el agradable olor del pan recién horneado de la señora Tita, que era la única que terminaba la tarde totalmente seca. Ni siquiera don Ángel, su marido, se atrevía a mojarla. El aroma del pan amasado, o las ricas sopaipillas, atraían a los vecinos con una bolsa vacía que, unas veces pagando, otras regalado o, incluso, al fiado, volvía llena a las casas cuando ya hervía la tetera y se calentaba la leche para la once.
Si ustedes, que leen esta nota, no alcanzaron a comer el pan amasado que hacía la señora Tita, es que no saben lo que es un verdadero pan amasado. Eran grandes, gruesos, bien cocidos y con un sabor inconfundible. No les hacía falta mantequilla ni nada para echarle adentro. Ese pan, las sopaipillas y los calzones rotos de la señora Tita, es lo más rico que he comido en mi vida. Lástima que ninguna de sus cuatro hijas heredara ese don. Aunque, evidentemente, heredaron otros dones más femeninos.
Por aquel entonces yo estaba profundamente enamorado. Ella vivía en Aurelio, frente a la cancha del Gabriela Mistral, el club de Basketball fundado por don Julio. Se llamaba Elisabeth. A costa de vueltas y vueltas por el frente de su casa, lograba verla cuando por las tardes salía a comprar el pan, a pasear a sus hermanitos o a visitar a sus primas. A veces me dejaba acompañarla, otras, porque estaba su padre en casa, me volvía de vacío. Seguramente no fui lo suficientemente guapo, ni inteligente para conquistarla. No logré tomarle la mano y menos darle un beso. Sin embargo, estuve enamorado de ella durante mucho tiempo. Aún la recuerdo como la niña más hermosa de la población. Y éste título, el de la más hermosa, no era fácil ostentar en un barrio donde vivía “La Ciclón”, una joven tan hermosa que por donde pasaba desordenaba el gallinero, o una pequeña niña, hermana del Carlos, del “Pollito” y del “Rucio Martín”, que cuando creció se convirtió en un monumento a la mujer. Con esos guapos hermanos, nadie se atrevía a decirle un piropo. Pobre Ximena, una cruel enfermedad se la llevó de la población y de este mundo. Su prematura muerte nos conmovió a todos.
El tiempo es inexorable. No nos damos cuenta cuando crecemos, nos casamos, tenemos hijos. Muchos nos fuimos a vivir fuera de la población y otros a tierras más lejanas. Los Bordel se fueron a vivir a Arica; el Nano Fernández y el Carlos Castro se fueron a Australia; el Tic-Tac, que era relojero, creo que terminó en Suiza; el Ramón y la Mercedes Godoy se fueron a Suecia, donde también llegaron parte de las hermanas Maldonado; el Arturo Martínez se embarcó en un barco griego; uno de los Aránguiz, mi hermano y yo, llegamos a España. Con eso se acababa la infancia, las primeras novias y los furtivos atraques cerca de la línea del tren. Creo que demasiado de prisa nos fuimos haciendo mayores y así, dejamos atrás los mejores años de nuestra vida. Años de pobreza y necesidades, pero años felices.
Hace ya un tiempo, con motivo del centenario nerudiano, fui invitado por la Universidad de Estocolmo para dar unas charlas sobre el poeta. Me reencontré ahí con varios amigos y conocidos de la Villa Sur; el Ramón Godoy, los Rivera, las Maldonado. Una tarde-noche (En Suecia nunca se sabe cuándo es tarde y cuándo es noche) estábamos un grupo de viejos amigos en una terraza disfrutando de la conversación y de los recuerdos. De pronto, se acercó una muchacha, tendría 15 o 16 años. Se dirigió a su padre, que formaba parte del grupo y algo le dijo. Su padre, apuntándome, le dijo: -Mira, este señor pololeó con tu…. –Con un poco de vergüenza por la situación, puse atención para escuchar el nombre de la supuesta ex polola. ¿Quién sería la madre de tan hermosa niña? -…pololeó con tu abuelita, -terminó diciendo el padre. De golpe, como un ataque a traición, como una puñalada por la espalda, me di cuenta que no me hacía mayor, definitivamente ya era lo que antes, cuando niños, desdeñosamente llamábamos “un viejo”.
Sin embargo, viejo o joven, siempre he vuelto a la Villa Sur. Como dice el tango “Vuelvo al Sur”, yo también llevo esta población como un destino del corazón, y quiero a su buena gente. Cada vez que vuelvo a ella, vuelvo como se vuelve al amor, con mi deseo y con mi temor.
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