La estupidez humana
es el nombre que se da a un connotado premio, el Premio Darwin, un
galardón irónico que se otorga a una persona que, estando
aparentemente en su sano juicio, asombra por su falta de sensatez.
Toma su nombre de Charles Darwin, creador de la teoría de la
evolución.
El refrán “En
todas partes cuecen habas”, se utiliza para dar a entender que en
todos los lugares o pueblos hay problemas más o menos parecidos, que
en todas partes suceden cosas parecidas o iguales. Originalmente, el
refrán era “En todas partes cuecen habas y en mi casa calderadas”,
lo que quería decir que los problemas de otras partes, en mi casa, o
en mi pueblo, eran doblemente problemas.
En Peñaflor, el
pueblo en que vivo, amigos (sobre todo a mis amigos de fuera de Chile
y a aquellos chilenos que llevan mucho tiempo fuera del país),
suceden a menudo hechos que tienen que ver con la estupidez y con las
habas. Recuerdo hace unos ocho años atrás, en lo alto de una torre
de telefonía móvil que está en la avenida Vicuña Mackena (una
avenida principal) con la calle Basterrica, había un joven en estado
de ebriedad y, aparentemente, bajo los efectos de algún alucinógeno.
Subió ahí con la declarada intención de suicidarse. Abajo se
arremolinaron los curiosos, llegaron los carabineros poniendo orden y
diciendo: -Despejen, más atrás, por favor -y hasta un móvil de un
canal de televisión llegó para filmar en directo el inminente
suicidio. Cosas del morbo y del rating televisivo.
De entre los curiosos, la voz de un supuesto amigo del suicida
sobresalió de entre las otras voces. El diálogo que entabló con el
que estaba en lo alto de la torre fue digno de Ripley y tiene mucho
que ver con esto de la estupidez humana.
-Ya poh weón, tirate, no vamos a estar todo el día esperando.
-gritaba el que estaba abajo.
-Creí que yo soy weón que me voy a tirar, no veí que ta mah alto
que la chucha.
No era lo que vemos en las películas, cuando nos muestran un
dramático suicidio. El de abajo lo incitaba a matarse, y el decidido
suicida, argumentaba los inconvenientes de saltar al vacío.
Exactamente lo contrario de lo que dicta el manual de Carreño y las
buenas costumbres.
Han pasado varios años de esto. Fue la primera vez que en Peñaflor
vi algo que tenía relación con la estupidez humana. Aquella vez
pensé que era cierto aquello de que en todas partes se cuecen habas.
Hace unos días me tocó participar en otro caso muy estúpido, o
mejor dicho; me tocó presenciar otra estupidez de un humano.
Hace más de una semana, en la calle Rosales de nuestro pueblo,
sucedió un trágico accidente. Un chofer imprudente, drogado y
borracho, según algunos testigos, atropelló a una joven madre que
circulaba por esa calle con sus dos hijos, causándole la muerte a
ella y graves consecuencias a sus hijos, el menor de tres meses. El
chofer se dio a la fuga y no se pudo hacer el examen de alcoholemia.
Cuando se entregó a los carabineros, al otro día, ya era tarde para
tal efecto. A todas luces el chofer fue el culpable del atropello,
pero también hay atenuantes que a este caso le da un carácter de
accidente. La calle Rosales, aparte de mal pavimentada, con la acera
intransitable, está muy mal iluminada.
El sábado recién pasado, algunas personas, por facebook, convocaron
a una velatón en el frontis de la Municipalidad. Se trataba de
encender velas que, según algunas creencias, alumbrarían el camino,
al cielo o donde fuese, a la joven madre. Además, en ese encuentro,
se exigiría de las autoridades una pronta solución a las
deficiencias de la calle Rosales. Pensé que la convocatoria era por
una buena causa, como la que tiempo atrás se hizo para protestar
contra los pedófilos y sus cómplices, por tanto, me pareció un
deber de ciudadano asistir.
Algunos, los menos, llegamos a la plaza antes de la hora citada y nos
enfrascamos en amena conversación. Al poco rato caminamos hacia la
puerta de la Municipalidad y nos percatamos que detrás de una verja
de hierro que está al costado de la fachada, algunos funcionarios
municipales de Seguridad Ciudadana nos esperaban. Son las
conveniencias o los inconvenientes de convocar por Facebook, se
entera todo el mundo.
Al rato, con una concurrencia mínima pero suficiente, alguien
comenzó a encender velas y a pegarlas en una jardinera y, luego, en
las escalinatas de la puerta principal. No me di cuenta cómo ni
cuando se habían colgado carteles en el muro de la fachada.
Sigilosamente, como un profesor que espera pillar a sus alumnos en
pleno desorden, de detrás de la verja de hierro aparecieron unos
personajes vistiendo impecables chaquetas amarillas y azules (creo
que son los colores de un partido político) y con el logo de la
Municipalidad. Uno de ellos, que se identificó (sólo de palabra)
como jefe de seguridad, se dirigió a nosotros:
-A ver, a ver... ¿quién está a cargo de esto? -Todo esto dicho con
una aparente amabilidad que no convencía a nadie. El “A ver, a
ver” más o menos significaba algo así como “Yo soy la autoridad
y ustedes tienen que temerme”, porque, evidentemente la frase no
tenía ninguna relación con ver algo, ya que el lugar estaba bien
iluminado (mejor que la calle Rosales) y se veía todo muy claro. Y
la pregunta: “¿Quién está a cargo de esto?” denotaba la
torpeza del que no piensa que algunas actividades se realizan sin que
nadie lo ordene, sin un mando superior que esté a cargo o, es más,
sin que exista una remuneración de por medio.
Le explicamos a la “autoridad” que nadie estaba a cargo y con un
gesto de Mmmm..., no estoy muy convencido, comenzó su simuladamente
amable retahíla.
-Les tengo que pedir que quiten esos carteles de ahí. Si quieren
protestar por algo, deben seguir el conducto regular.
-¿Y cuál es el conducto regular? Preguntó alguien.
-Si quieren pedir algo al alcalde, deben hacer una carta y traérsela
personalmente. Ese es el procedimiento.
O sea, el autodenominado jefe de seguridad, veladamente proponía que
alguno de nosotros se levantara a las 4 de la madrugada o durmiera en
los pasillos municipales para lograr un número que permitiera hablar
con el alcalde y pedirle que cumpliera con su trabajo de mantener las
calles en buen estado. Pero, eso si, sin meter mucha bulla, sin que
los otros ciudadanos se enteraran de la petición. Estas cosas hay
que hacerlas en silencio, no vaya a ser que los demás se acostumbren
a protestar por cualquier cosa.
Ante la negativa de los manifestantes a quitar los carteles o, por lo
menos que nos dijera por qué había que quitarlos, el proclamado
jefe nos dijo:
-Porque... porque... porque en el cartel hay un nombre, y en los
carteles, según la ley, no se puede poner nombres. -Efectivamente,
en los carteles había un nombre, decía: “Fuentes, arregla las
calles” y otro decía: “Fuentes, no más muertes”. Le
explicamos a la “autoridad” que es al alcalde al que hay que
exigirle que arregle las calles, no es al tesorero municipal o a los
carabineros ni al portero de la municipalidad. Además, le
preguntamos cuál era la ley que no permitía poner nombres en una
pancarta, porque si esa ley existiera, los candidatos Letelier y
Golborne, desde hace un buen tiempo deberían estar presos por
incumplir la supuesta ley. Por otra parte, el primero que incumple la
ley aducida por el supuesto jefe de seguridad es el alcalde, ya que
cada vez que hay algún evento en la comuna, el cartel de la
Municipalidad dice: “Invita su alcalde, Manuel Fuentes Rosales.
La discusión se fue haciendo tensa y muy tonta. Ra como hablar con
una pared. Una persona de lentes que se manifestaba con el grupo, con
el fin de poner término al monólogo del “jefe”, dijo: -Está
bien, quitaremos el nombre, pero... si no podemos poner Fuentes, ¿qué
ponemos?
-¿Ponga lo que quiera, pero no ponga nombres. -Dijo muy enérgico el
“jefe”. Pensé que el funcionario tenía muy bien puesto el
nombre de su cargo; era jefe de seguridad del alcalde, no de la
seguridad del municipio.
La señora de lentes se dirigió a los carteles y yo, rápido e
indignado, la seguí.
-¡Por qué vas a cambiar los carteles! ¡No le hagas caso! -le dije.
-No se preocupe, él dijo que pusiera cualquier cosa, menos un
nombre, bueno... “Peluquín” no es nombre, ni “Cacho de
poroto”, ni “Palmera huacha”. -me respondió, mientras que con
una rapidez inaudita cambiaba el apellido por el apelativo del edil,
otorgándole legalidad al cartel de protesta.
La reacción del “vigilante” fue instantánea. Como un hábil
pistolero del viejo oeste, mostró los dientes, echó mano al cinto y
sacó su teléfono móvil.
-¡Se están burlando de mí! Voy a llamar a los carabineros.
Al poco rato teníamos dos coches de carabineros a nuestro lado. Creo
que eran más carabineros que manifestantes. Ante tal despliegue, el
rostro del “jefe” brillaba de orgullo, sin embargo, si en algún
momento pensó que los carabineros llegarían rompiendo carteles,
dándonos de palos o llevándonos detenidos, se equivocó de lleno.
El sub oficial se acercó a nosotros. Le explicamos lo que hacíamos;
simplemente poner unas velas por una persona muerta y colgar unos
carteles que exigían solución al mal estado de las calles. Cuando
le quisimos explicar quién era la persona fallecida y cómo murió,
nos dijo: -Conozco el caso, ella era mi sobrina. A partir de esa
confesión, la conversación con los carabineros se hizo fluida y en
muy buenos términos. Comprendieron que era una de las protestas más
justas y más pacíficas que se hacía en el pueblo. Mientras tanto,
el ceño fruncido y airado del “jefe” causaba disimuladas
sonrisas.
-Pero... -dijo el sub oficial, al cabo de un rato, -les pido que
saquen los carteles de la fachada municipal y los pongan en otro
sitio, ya que ese es un recinto público.
Así lo hicimos, mientras volvía la cara de triunfo del “jefe”.
Quitamos los carteles de la fachada y los pusimos en la valla
metálica que está en la esquina de la Municipalidad. A alguien se
le ocurrió agregar otro cartel. Escuetamente decía: “Toque la
bocina”.
Si los manifestantes no éramos más de doce o quince personas, con
ese cartel nos convertimos en muchos más. Todos los automovilistas
que pasaban por el lugar, tocaba insistentemente la bocina, aunque
ellos no podían ver cómo cambiaba otra vez el rostro del “jefe”.
Con esos bocinazos recordé la marcha contra la pedofilia. A
diferencia del número de manifestantes, era lo mismo; las
autoridades municipales, en vez de estar junto a su pueblo, en
primera fila, manifestándose junto a su gente por una causa más que
justa, nos miraban como a enemigos y nos fotografiaban como a
sospechosos. Me pregunté dónde estaban ahora esos candidatos a
concejales de la elección anterior, esos con tanta vocación de
servicio, esos que sólo querían trabajar por su pueblo, dónde
estaban los militantes de partidos políticos, esos que alardean de
demócratas. Aparte de su tío, que estaba ahí por otra causa, sólo
estábamos los que sentíamos la muerte de María Parraguez, unas
amigas que sufrían por la suerte de sus hijos y un “jefe de
seguridad” que esperaba nuestra retirada para romper los carteles
que aludían a su jefe. Creo que es cierto, en todas partes se cuecen
habas, y en mi pueblo: calderadas.