sábado, 9 de mayo de 2015

Luis Enrique Délano. José Miguel Varas


En su libro Yo lo conocí, de 1965, el periodista Tito Mundt lo describió así: “Luis Enrique Délano tiene cara de noruego, de danés, de sueco, de cualquier cosa menos de chileno. Nació para la pipa, para el abrigo de cuero, para la chimenea lejana y para callar esas palabras que nunca se dicen en los muelles de todo el mundo. Uno no se lo imagina arrellanado, con cara de abuelo, en un viejo sillón, sino con la maleta de viaje al pie de un tren en marcha o junto a un avión con las hélices en movimiento”.
Uno no se lo imagina arrellanado…” La verdad es que, al escuchar su nombre o al recordarlo lo veo, precisamente, arrellanado en su casa de Cartagena haciendo pausados recuerdos. En todo caso, sentado. En la redacción de Vistazo, con la pipa en la boca, escribiendo a máquina velozmente, con dos dedos, como corresponde a todo periodista nacional. Había cierta incongruencia entre sus ojos azules, su bigote rubio-cano y su corpulencia de capitán de barco nórdico de cogote colorado por efecto de la intemperie (o del whisky), y aquel ambiente proletario de la Imprenta Horizonte, calle Lira 363, que hoy nos parece siglo XIX aunque era la realidad de las imprentas en Chile y en el mundo hasta los años 60 o 70: máquinas negras, humo, olor a tinta, aceite de máquina, a antimonio y plomo fundidos y a los ácidos del taller de fotograbado, manchas negras inevitables en las manos, en las caras, en los overoles de los obreros y en los originales de los periodistas. Aquellas emanaciones industriales, punzantes y masculinas, llegaban en oleadas desde el taller hasta la oficina desde donde Luis Enrique dirigía la revista Horizonte. Fumando su pipa, tosiendo en los secos inviernos santiaguinos, que aborrecía, allí estaba cada día el capitán, puntual, desde temprano por la mañana hasta que desaparecían los últimos jirones sangrientos de los crepúsculos de la calle Lira, sentado ante su escritorio atestado de papeles, escribiendo horas enteras sin pausa en la histórica Underwood; revisando lápiz en mano los originales manchados de los bisoños reporteros, discutiendo con ellos y explicándoles los motivos de cada una de las correcciones. O bien, en el taller, junto a las mesas de compaginación de cubierta metálica conversando con el jefe de taller, con los compaginadores, linotipistas, fotograbadores, tituleros, prensistas, correctores de pruebas y hasta con los humildes chongueros sobre horas de entrega, cuadratines, cíceros, tramas, temperaturas, ajustes, cartones de estereotipia, dudas ortográficas.
Y después, a la hora de la “choca”, sentado en su escritorio ante una jarra de fierro enlozado llena de té humeante en el que flotaban algunos palos negros o bien, en el boliche de la esquina, donde solía desplegar ante nosotros, los reporteros y redactores de Vistazo de aquel 1952 —Augusto Olivares, Alfonso Alcalde, Víctor Manuel Reinoso, Guillermo Carvajal— el tapiz maravilloso de sus historias de barcos y muelles lejanos, de bares con mujeres fatales, de las grandes pirámides aztecas, de lo que un día le dijo Picasso a Neruda, de cuando Huidobro fue candidato presidencial, de Einstein, de Frida Kahlo, Diego Rivera, del legendario comandante Carlos de la guerra civil española, de Paul Eluard o de Luis Alfaro Siqueiros, a quien llamaba “coronelazo”… O bien, el anecdotario de la crónica policial y la bohemia periodística en sus tiempos de El Mercurio y más tarde, de la revista Ecran.
Decir que era un buen conversador es poco decir, pero también sabía escuchar. Hacía que sus interlocutores, en la época que comento todos más jóvenes que él, se sintieran cómodos. Sin decirlo, nos alentaba a decir nuestras cosas, y a opinar, lo que no le impedía rebatir a veces con vehemencia pero siempre con respeto, las posiciones o las ideas erróneas. Una gran escuela de discusión abierta, clara y franca, sin denuestos. Su estilo de charlador no era, para nada, como el de otros escritores monopólicos, digamos por ejemplo Ricardo Latcham, que disertaba sin parar con malicia y erudición y a quien resultaba imposible interrumpir. Luis Enrique hablaba, sí, de buen grado, en un ambiente amistoso, con una poderosa capacidad de evocación y cierta manera de distanciarse de sus temas y sus personajes, entre nostálgica y humorística. En “Referencias Críticas” de la Biblioteca Nacional, encuentro en un artículo de Próspero esta caracterización de su escritura: “Hay en su estilo un gran reposo, un poco de nostalgia y cierta sutil ironía, que no hiere ni desentona, sino que atrae”. Así hablaba también.
Sentado lo veo también en una roca a los pies del acantilado de Cartagena, sobre el cual se alza su casa-buque, con la infaltable pipa en la boca, leyendo un libro que sostiene con la mano izquierda, mientras con la derecha sujeta la lienza en cuyo extremo el anzuelo cebado con gusano de tebo aguarda el bocado violento del tomollo costino o de la “vieja” de las rocas profundas.
Con los años, el reposo adquirió gran preponderancia en sus intenciones, como dijo Neruda de sí mismo. De su vieja casa de la calle Valencia, heredada por su hijo Poli, se trasladó a vivir al “buque” a la entrada de Cartagena viniendo de Santiago, cerca de la antigua estación del tren. Jubiló como periodista, pero siguió escribiendo con la regularidad y calidad de siempre sus columnas en El Siglo y Ultima Hora. Cuando lo conocí no era hombre de caminatas. No sé si alguna vez lo fue. Este era uno de los motivos de la discusión perpetua y amorosa, de acritud fingida, que sostuvo con Lola, su esposa, a lo largo de medio siglo. Ella era una caminante infatigable. La acompañé una vez en su circuito matinal, un día sábado, bajando y subiendo las colinas de Cartagena, con escalas breves, de compras, charla e información rápida, en la pescadería de la bajada frente al hotel de la señora Luisa Varas, en la verdulería de la Plaza, en un almacén cerca de la Playa Chica, en la puerta de una casita minúscula y muy bien pintada en la calle en alto paralela a la Playa Grande para dejar un recado a una compañera. En cada lugar era reconocida y bienvenida. Ella inquiría por la salud de la familia de cada cual, averiguaba las noticias y los rumores del día, pedía rebajas, etc. Era un recorrido de gran riqueza sociológica, con muchas estaciones. Una experiencia agotadora.
Luis Enrique prefería observar y trabajar sin moverse de su cabina. En el debate permanente entre ambos, Lola invocaba las virtudes higiénicas de la caminata. Luis Enrique replicaba con alusiones sarcásticas a los boy-scouts y u a vez recortó de una revista un retrato de Baden Powell, el fundador del movimiento scoutivo mundial, y lo pegó a la cabecera de la cama de Lola. Ella se manifestó agraviada, pero nunca lo retiró de allí.
Se conocieron en 1932 en Chonchi. ¿Por qué allí, precisamente?
Hacía poco que habíamos llegado de Francia, me contó Lola Falcón. Formaban parte de mi familia mi madre, mi padrastro, dos hermanas y un hermano. ¡Ah! Y dos perritos pekineses, que en esos tiempos causaban asombro en Santiago. Frecuentaban nuestra casa de la avenida Vicuña Mackenna, Isaías Cabezón, Tomás Lago, Diego Muñoz, Alberto Rojas Jiménez, Rubén Azócar… Cuando se acercaba nuestro primer verano en Chile, mi madre preguntó con inocencia: ¿Y donde se puede ir a veranear en este país? Rubén Azócar respondió instantáneamente: ¡En Chonchi! Y se lanzó a contar maravillas. Mi madre le dijo: Está bien. Entonces, Rubén, usted. que va para allá, haga que nos preparen un par de piezas para mí con las niñitas. Pero surgió un inconveniente. Se vivían aún los efectos de la larga crisis del año 1929, que se prolongaron en Chile hasta el 33. A Rubén, director del liceo de Quillota, no le pagaban todavía su primer sueldo, aunque habían pasado varios meses desde su nombramiento. No tenía ni cobre, por lo cual, a mi mamá le pareció natural anticiparle dinero suficiente para que pudiera viajar antes y organizar nuestro alojamiento”.
Así se fue anudando el destino. Tomás Lago fue hasta la estación Alameda a despedir al viajero y allí se encontró con Luis Enrique Délano, quién también viajaba al sur. Lago se lo presentó a Rubén y los dos se fueron juntos, conversando. Luis Enrique (“en esos tiempos era harto pobre”, dice Lola) había conseguido un pasaje de favor. Probablemente lo había recibido en pago de colaboraciones publicadas en la revista En Viaje, supone Lola. (Pero Julio Gálvez, erudito en datos biográficos, dice que no, que Luis Enrique escribió años después en aquella revista. Será). El plan de Délano era llegar hasta Ancud, donde tenía una conocida, Lala Cavada. Pero Azócar fue categórico, como siempre: Ancud no tiene ningún interés. Tienes que conocer Chonchi, ¡es la maravilla de las maravillas!
Délano se dejó convencer y en Chonchi conoció a Lola. “Empezamos a pololear al tiro, pero del modo como se estilaba en esa época. No fue un pololeo tan virulento como los de hoy día”. Se separaron enamorados. Ella lo fue a despedir al barquito que lo llevaría hasta Puerto Montt y en el tren, en el viaje de regreso, él le escribió una larga carta de amor, “muy bonita”, que le envió desde una estación del trayecto.
Lola: “Conservé esa carta muchísimos años. Luis Enrique me la quiso quitar más de una vez, pero no lo consiguió. Cuando yo se la leía en voz alta, me decía que era apócrifa”.
El noviazgo avanzó con rapidez y no sin algunos obstáculos, que no provenían de la familia de Lola sino de la de Luis Enrique.
Probablemente me consideraban una libertina. ¿Acaso no venía de Francia? Ya entonces, Luis Enrique sufría en invierno de las bronquitis que lo atormentaron toda la vida. Se quedaba en cama y yo iba a visitarlo a su pieza. Era un escándalo mundial. Otra vez fuimos por el día a San Antonio en un automóvil De Soto del tipo llamado roadster, de propiedad de Tomás Lago. Era un auto de dos asientos en cuya parte posterior existía una gran maleta. Al levantar su cubierta de metal, quedaban al descubierto y a la intemperie, dos asientos más. Allí íbamos Luis Enrique y yo, felices, tragando los vientos. Después de dar una vuelta en bote por la bahía, regresamos, ya tarde, borrachos de viento y de sol, con arena en los ojos y en los zapatos y más enamorados que nunca. A los pocos kilómetros se pinchó un neumático. No teníamos otro recurso que esperar, hasta que apareciera alguno de los escasos automovilistas de aquellos tiempos y nos prestara socorro. Llegamos a Santiago de vuelta a las mil y tantas. Esta vez el escándalo fue interplanetario. Quien los desataba era una de mis cuñadas que más tarde, con los años, iba a ser más que una hermana para mí”.
Se casaron pronto, a fines de aquel movido año de 1932 y, después de pasar unos meses en la casa de los padres de Luis Enrique, cerca del Parque Cousiño, se fueron a vivir a una casita en la calle Inés Matte Urrejola, muy cerca del cerro San Cristóbal. Esa calle tiene actualmente cierta nombradía porque en ella se encuentran los estudios del antiguo canal 9 de la Universidad de Chile, hoy canal 11 Chilevisión, y de Televisión Nacional. Pero en aquel tiempo era francamente extramuros, parte de la periferia suburbana de Santiago. En su libro Aprendiz de escritor, Délano describe así la casita:
Era una casita de dos pisos: el de abajo, al parecer una garconière de gentes a quienes jamás vimos. Por debajo de la casa pasaba un siniestro canal de unos cuatro metros de ancho, que corría a tajo abierto, sin ninguna protección para la gente. Desde la ventana del comedor o del dormitorio veíamos las aguas chocolatosas, a la orilla de las cuales, al otro lado de la calle, se alzaban pequeñas viviendas y rancherías. Yo no sabía cómo no se caían a cada rato los niños de estos pobladores. El canal arrastraba roda clase de cosas: ramas. basuras, animales muertos, perros, gallinas… Un día vimos un pato que nadaba alegremente por las aguas. Otra vez traté de salvar a un perro al que arrastraba la corriente, pero no fue posible: el agua se lo llevó. Para nosotros, el canal ofrecía cierta ventaja: la basura de la casa se tiraba desde la ventana de la cocina, sin intermediarios. Más de una vez de las aguas habían sacado cadáveres de ahogados o asesinados y llegaban jueces y policías a reconstruir los crímenes. Esto constituía verdaderas fiestas para los vecinos, que seguíamos todos los detalles del proceso”.
En los años 60, ya jubilado, Luis Enrique siguió participando activamente en su célula del Partido Comunista, en Cartagena. En sus viajes a Santiago conversaba a menudo con los dirigentes de entonces, Galo González, Oscar Astudillo, Orlando Millas, Luis Corvalán, Jorge Montes, Gladys Marín, Víctor Díaz (quien trabajó varios años como prensista en la imprenta Horizonte), José González, tantos más. En diversas ocasiones era llamado por la dirección para conversar, pedirle consejo, analizar situaciones. Cuando llegó el tiempo de la Unidad Popular, Salvador Allende lo sacó de su semi-retiro y lo nombró embajador en Suecia. Tuvo un desempeño, como siempre, eficiente y brillante. Le tocó estar presente representando a Chile, en la ceremonia de entrega del Premio Nobel a su amigo Pablo Neruda en 1971.
Durante los últimos años de su vida que pasó, exiliado, en Ciudad de México, Luis Enrique Délano tuvo un acompañante. Cada una de las páginas que escribía era escudriñada por la mirada vigilante del Licenciado Perico, su amigo y compañero. La convivencia entre Luis Enrique y el Licenciado durante el decenio de exilio mexicano fue cotidiana e intensa. Ambos trabajaban y comían juntos, no sin encochinamiento de manteles y dispersión de grumos y partículas de alimentos, porque los modales de Perico dejaban mucho que desear. En rigor, su papel de atento espectador no resultaba útil para el escritor en materias de redacción, sintaxis o estilo. Además, a ratos, se convertía en un agente diversionista. En las pausas del trabajo que el Licenciado imponía, emitiendo silbidos o sonidos cacofónicos desde su atalaya, Luis Enrique intentaba adiestrarlo en el uso del lenguaje, con expresiones breves y patrióticas como “Viva Chile”. Perico, que era mexicano, mantenía total  mudez. Por deferencia a su origen y a sus títulos, cada vez que lo instaba a repetir “Viva Chile”, Délano agregaba “Andelé, licenciado”. Perico, mudo. Así, largo tiempo. Por fin, después de muchos meses de cansada insistencia, al rogarle Luis Enrique por enésima vez: “¡Viva Chile! Andelé, licenciado”, éste se dignó responder, con gran énfasis: “¡Andelé, licenciado!”
Perico medía quince centímetros de la cabeza a la cola. Durante la jornada de trabajo se instalaba sobre el hombro izquierdo del escritor. En la gruesa hombrera de la chaqueta de tweed, sus garras aceradas habían deshilachado, desgastado, desflocado, deshilado y raído la tela de manera profunda, llegando casi al revés de la trama, como dijo Graham Greene. Era verde, —Perico, no la chaqueta— como corresponde a todo loro que se respete, y llevaba en las puntas de las alas algunas plumas azules, por elegancia. Sobre su gran pico curvo lucía una franja anaranjada. Según su filiación mexicana, era un “Perico Atolero”, lo que indica que tenía predilección por el atole, una especie de ulpo a base de harina de maíz que se bebe caliente.
El licenciado Perico murió en 1985, debido a las caricias demasiado toscas de un perro, poco después de llegar a Chile con Luis Enrique Délano, su compañera Lola Falcón y el hijo único de ambos, único, Poli.
Luis Enrique disfrutó poco tiempo del retorno que tanto soñaba. Murió ese mismo año, a los 78 años de edad, y nos quedó debiendo muchos relatos y crónicas. Dejó también sin escribir la historia de Perico, el Licenciado, como también las de Waikiki, Pelele, Zorrito, Poroto Pérez y otros perros históricos de diversas dinastías, además de gatos y monos, que formaron parte de su vida y de su familia.
La obra literaria y periodística de Luis Enrique Délano, que fue toda su vida un trabajador prodigioso, es caudalosa. Entre sus libros de cuentos, novelas largas y breves y reportajes se llega a más de veinte volúmenes. Se calcula que sus cuentos y artículos no incluidos en libros superan el millar.
Varias de sus novelas, llenas de acción y de color, han sido para mí inolvidables. Sobre todo La base, una recreación literaria de la vida y la muerte de Alicia Ramírez, la muchacha asesinada por la policía a raíz de los disturbios del 2 de abril de 1957; Viento del rencor, que se basa en los sucesos que siguieron al famoso episodio del “Baltimore”, cuando Estados Unidos exigió a Chile arriar su bandera como desagravio por un incidente portuario de taberna, en el que murió un marinero yanqui; El rumor de la batalla, que trata de la ignorada participación de voluntarios chilenos en la guerra civil española. Y sus estupendos libros de memorias: Sobre todo Madrid y Aprendiz de escritor, ahora reunidos en un volumen. Y sus cuentos…
A Luis Enrique le debo gran parte de lo que pueda saber de periodismo y de literatura y, en general de los seres humanos. Por sobre todo le debo la experiencia de la amistad fraternal del más noble de los seres humanos que he conocido.

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