En
su libro Yo
lo conocí,
de 1965, el periodista Tito Mundt lo describió así: “Luis Enrique
Délano tiene cara de noruego, de danés, de sueco, de cualquier cosa
menos de chileno. Nació para la pipa, para el abrigo de cuero, para
la chimenea lejana y para callar esas palabras que nunca se dicen en
los muelles de todo el mundo. Uno no se lo imagina arrellanado, con
cara de abuelo, en un viejo sillón, sino con la maleta de viaje al
pie de un tren en marcha o junto a un avión con las hélices en
movimiento”.
“Uno
no se lo imagina arrellanado…” La verdad es que, al escuchar su
nombre o al recordarlo lo veo, precisamente, arrellanado en su casa
de Cartagena haciendo pausados recuerdos. En todo caso, sentado. En
la redacción de Vistazo,
con la pipa en la boca, escribiendo a máquina velozmente, con dos
dedos, como corresponde a todo periodista nacional. Había cierta
incongruencia entre sus ojos azules, su bigote rubio-cano y su
corpulencia de capitán de barco nórdico de cogote colorado por
efecto de la intemperie (o del whisky), y aquel ambiente proletario
de la Imprenta Horizonte, calle Lira 363, que hoy nos parece siglo
XIX aunque era la realidad de las imprentas en Chile y en el mundo
hasta los años 60 o 70: máquinas negras, humo, olor a tinta, aceite
de máquina, a antimonio y plomo fundidos y a los ácidos del taller
de fotograbado, manchas negras inevitables en las manos, en las
caras, en los overoles de los obreros y en los originales de los
periodistas. Aquellas emanaciones industriales, punzantes y
masculinas, llegaban en oleadas desde el taller hasta la oficina
desde donde Luis Enrique dirigía la revista Horizonte. Fumando su
pipa, tosiendo en los secos inviernos santiaguinos, que aborrecía,
allí estaba cada día el capitán, puntual, desde temprano por la
mañana hasta que desaparecían los últimos jirones sangrientos de
los crepúsculos de la calle Lira, sentado ante su escritorio
atestado de papeles, escribiendo horas enteras sin pausa en la
histórica Underwood; revisando lápiz en mano los originales
manchados de los bisoños reporteros, discutiendo con ellos y
explicándoles los motivos de cada una de las correcciones. O bien,
en el taller, junto a las mesas de compaginación de cubierta
metálica conversando con el jefe de taller, con los compaginadores,
linotipistas, fotograbadores, tituleros, prensistas, correctores de
pruebas y hasta con los humildes chongueros sobre horas de entrega,
cuadratines, cíceros, tramas, temperaturas, ajustes, cartones de
estereotipia, dudas ortográficas.
Y
después, a la hora de la “choca”, sentado en su escritorio ante
una jarra de fierro enlozado llena de té humeante en el que flotaban
algunos palos negros o bien, en el boliche de la esquina, donde solía
desplegar ante nosotros, los reporteros y redactores de Vistazo de
aquel 1952 —Augusto Olivares, Alfonso Alcalde, Víctor Manuel
Reinoso, Guillermo Carvajal— el tapiz maravilloso de sus historias
de barcos y muelles lejanos, de bares con mujeres fatales, de las
grandes pirámides aztecas, de lo que un día le dijo Picasso a
Neruda, de cuando Huidobro fue candidato presidencial, de Einstein,
de Frida Kahlo, Diego Rivera, del legendario comandante Carlos de la
guerra civil española, de Paul Eluard o de Luis Alfaro Siqueiros, a
quien llamaba “coronelazo”… O bien, el anecdotario de la
crónica policial y la bohemia periodística en sus tiempos de El
Mercurio y
más tarde, de la revista Ecran.
Decir
que era un buen conversador es poco decir, pero también sabía
escuchar. Hacía que sus interlocutores, en la época que comento
todos más jóvenes que él, se sintieran cómodos. Sin decirlo, nos
alentaba a decir nuestras cosas, y a opinar, lo que no le impedía
rebatir a veces con vehemencia pero siempre con respeto, las
posiciones o las ideas erróneas. Una gran escuela de discusión
abierta, clara y franca, sin denuestos. Su estilo de charlador no
era, para nada, como el de otros escritores monopólicos, digamos por
ejemplo Ricardo Latcham, que disertaba sin parar con malicia y
erudición y a quien resultaba imposible interrumpir. Luis Enrique
hablaba, sí, de buen grado, en un ambiente amistoso, con una
poderosa capacidad de evocación y cierta manera de distanciarse de
sus temas y sus personajes, entre nostálgica y humorística. En
“Referencias Críticas” de la Biblioteca Nacional, encuentro en
un artículo de Próspero esta caracterización de su escritura: “Hay
en su estilo un gran reposo, un poco de nostalgia y cierta sutil
ironía, que no hiere ni desentona, sino que atrae”. Así hablaba
también.
Sentado
lo veo también en una roca a los pies del acantilado de Cartagena,
sobre el cual se alza su casa-buque, con la infaltable pipa en la
boca, leyendo un libro que sostiene con la mano izquierda, mientras
con la derecha sujeta la lienza en cuyo extremo el anzuelo cebado con
gusano de tebo aguarda el bocado violento del tomollo costino o de la
“vieja” de las rocas profundas.
Con
los años, el reposo adquirió gran preponderancia en sus
intenciones, como dijo Neruda de sí mismo. De su vieja casa de la
calle Valencia, heredada por su hijo Poli, se trasladó a vivir al
“buque” a la entrada de Cartagena viniendo de Santiago, cerca de
la antigua estación del tren. Jubiló como periodista, pero siguió
escribiendo con la regularidad y calidad de siempre sus columnas en
El Siglo y Ultima Hora. Cuando lo conocí no era hombre de caminatas.
No sé si alguna vez lo fue. Este era uno de los motivos de la
discusión perpetua y amorosa, de acritud fingida, que sostuvo con
Lola, su esposa, a lo largo de medio siglo. Ella era una caminante
infatigable. La acompañé una vez en su circuito matinal, un día
sábado, bajando y subiendo las colinas de Cartagena, con escalas
breves, de compras, charla e información rápida, en la pescadería
de la bajada frente al hotel de la señora Luisa Varas, en la
verdulería de la Plaza, en un almacén cerca de la Playa Chica, en
la puerta de una casita minúscula y muy bien pintada en la calle en
alto paralela a la Playa Grande para dejar un recado a una compañera.
En cada lugar era reconocida y bienvenida. Ella inquiría por la
salud de la familia de cada cual, averiguaba las noticias y los
rumores del día, pedía rebajas, etc. Era un recorrido de gran
riqueza sociológica, con muchas estaciones. Una experiencia
agotadora.
Luis
Enrique prefería observar y trabajar sin moverse de su cabina. En el
debate permanente entre ambos, Lola invocaba las virtudes higiénicas
de la caminata. Luis Enrique replicaba con alusiones sarcásticas a
los boy-scouts y u a vez recortó de una revista un retrato de Baden
Powell, el fundador del movimiento scoutivo mundial, y lo pegó a la
cabecera de la cama de Lola. Ella se manifestó agraviada, pero nunca
lo retiró de allí.
Se
conocieron en 1932 en Chonchi. ¿Por qué allí, precisamente?
“Hacía
poco que habíamos llegado de Francia, me contó Lola Falcón.
Formaban parte de mi familia mi madre, mi padrastro, dos hermanas y
un hermano. ¡Ah! Y dos perritos pekineses, que en esos tiempos
causaban asombro en Santiago. Frecuentaban nuestra casa de la avenida
Vicuña Mackenna, Isaías Cabezón, Tomás Lago, Diego Muñoz,
Alberto Rojas Jiménez, Rubén Azócar… Cuando se acercaba nuestro
primer verano en Chile, mi madre preguntó con inocencia: ¿Y donde
se puede ir a veranear en este país? Rubén Azócar respondió
instantáneamente: ¡En Chonchi! Y se lanzó a contar maravillas. Mi
madre le dijo: Está bien. Entonces, Rubén, usted. que va para allá,
haga que nos preparen un par de piezas para mí con las niñitas.
Pero surgió un inconveniente. Se vivían aún los efectos de la
larga crisis del año 1929, que se prolongaron en Chile hasta el 33.
A Rubén, director del liceo de Quillota, no le pagaban todavía su
primer sueldo, aunque habían pasado varios meses desde su
nombramiento. No tenía ni cobre, por lo cual, a mi mamá le pareció
natural anticiparle dinero suficiente para que pudiera viajar antes y
organizar nuestro alojamiento”.
Así
se fue anudando el destino. Tomás Lago fue hasta la estación
Alameda a despedir al viajero y allí se encontró con Luis Enrique
Délano, quién también viajaba al sur. Lago se lo presentó a Rubén
y los dos se fueron juntos, conversando. Luis Enrique (“en esos
tiempos era harto pobre”, dice Lola) había conseguido un pasaje de
favor. Probablemente lo había recibido en pago de colaboraciones
publicadas en la revista En
Viaje, supone
Lola. (Pero Julio Gálvez, erudito en datos biográficos, dice que
no, que Luis Enrique escribió años después en aquella revista.
Será). El plan de Délano era llegar hasta Ancud, donde tenía una
conocida, Lala Cavada. Pero Azócar fue categórico, como siempre:
Ancud no tiene ningún interés. Tienes que conocer Chonchi, ¡es la
maravilla de las maravillas!
Délano
se dejó convencer y en Chonchi conoció a Lola. “Empezamos a
pololear al tiro, pero del modo como se estilaba en esa época. No
fue un pololeo tan virulento como los de hoy día”. Se separaron
enamorados. Ella lo fue a despedir al barquito que lo llevaría hasta
Puerto Montt y en el tren, en el viaje de regreso, él le escribió
una larga carta de amor, “muy bonita”, que le envió desde una
estación del trayecto.
Lola:
“Conservé esa carta muchísimos años. Luis Enrique me la quiso
quitar más de una vez, pero no lo consiguió. Cuando yo se la leía
en voz alta, me decía que era apócrifa”.
El
noviazgo avanzó con rapidez y no sin algunos obstáculos, que no
provenían de la familia de Lola sino de la de Luis Enrique.
“Probablemente
me consideraban una libertina. ¿Acaso no venía de Francia? Ya
entonces, Luis Enrique sufría en invierno de las bronquitis que lo
atormentaron toda la vida. Se quedaba en cama y yo iba a visitarlo a
su pieza. Era un escándalo mundial. Otra vez fuimos por el día a
San Antonio en un automóvil De Soto del tipo llamado roadster,
de propiedad de Tomás Lago. Era un auto de dos asientos en cuya
parte posterior existía una gran maleta. Al levantar su cubierta de
metal, quedaban al descubierto y a la intemperie, dos asientos más.
Allí íbamos Luis Enrique y yo, felices, tragando los vientos.
Después de dar una vuelta en bote por la bahía, regresamos, ya
tarde, borrachos de viento y de sol, con arena en los ojos y en los
zapatos y más enamorados que nunca. A los pocos kilómetros se
pinchó un neumático. No teníamos otro recurso que esperar, hasta
que apareciera alguno de los escasos automovilistas de aquellos
tiempos y nos prestara socorro. Llegamos a Santiago de vuelta a las
mil y tantas. Esta vez el escándalo fue interplanetario. Quien los
desataba era una de mis cuñadas que más tarde, con los años, iba a
ser más que una hermana para mí”.
Se
casaron pronto, a fines de aquel movido año de 1932 y, después de
pasar unos meses en la casa de los padres de Luis Enrique, cerca del
Parque Cousiño, se fueron a vivir a una casita en la calle Inés
Matte Urrejola, muy cerca del cerro San Cristóbal. Esa calle tiene
actualmente cierta nombradía porque en ella se encuentran los
estudios del antiguo canal 9 de la Universidad de Chile, hoy canal 11
Chilevisión, y de Televisión Nacional. Pero en aquel tiempo era
francamente extramuros, parte de la periferia suburbana de Santiago.
En su libro Aprendiz
de escritor,
Délano describe así la casita:
“Era
una casita de dos pisos: el de abajo, al parecer una garconière de
gentes a quienes jamás vimos. Por debajo de la casa pasaba un
siniestro canal de unos cuatro metros de ancho, que corría a tajo
abierto, sin ninguna protección para la gente. Desde la ventana del
comedor o del dormitorio veíamos las aguas chocolatosas, a la orilla
de las cuales, al otro lado de la calle, se alzaban pequeñas
viviendas y rancherías. Yo no sabía cómo no se caían a cada rato
los niños de estos pobladores. El canal arrastraba roda clase de
cosas: ramas. basuras, animales muertos, perros, gallinas… Un día
vimos un pato que nadaba alegremente por las aguas. Otra vez traté
de salvar a un perro al que arrastraba la corriente, pero no fue
posible: el agua se lo llevó. Para nosotros, el canal ofrecía
cierta ventaja: la basura de la casa se tiraba desde la ventana de la
cocina, sin intermediarios. Más de una vez de las aguas habían
sacado cadáveres de ahogados o asesinados y llegaban jueces y
policías a reconstruir los crímenes. Esto constituía verdaderas
fiestas para los vecinos, que seguíamos todos los detalles del
proceso”.
En
los años 60, ya jubilado, Luis Enrique siguió participando
activamente en su célula del Partido Comunista, en Cartagena. En sus
viajes a Santiago conversaba a menudo con los dirigentes de entonces,
Galo González, Oscar Astudillo, Orlando Millas, Luis Corvalán,
Jorge Montes, Gladys Marín, Víctor Díaz (quien trabajó varios
años como prensista en la imprenta Horizonte), José González,
tantos más. En diversas ocasiones era llamado por la dirección para
conversar, pedirle consejo, analizar situaciones. Cuando llegó el
tiempo de la Unidad Popular, Salvador Allende lo sacó de su
semi-retiro y lo nombró embajador en Suecia. Tuvo un desempeño,
como siempre, eficiente y brillante. Le tocó estar presente
representando a Chile, en la ceremonia de entrega del Premio Nobel a
su amigo Pablo Neruda en 1971.
Durante
los últimos años de su vida que pasó, exiliado, en Ciudad de
México, Luis Enrique Délano tuvo un acompañante. Cada una de las
páginas que escribía era escudriñada por la mirada vigilante del
Licenciado Perico, su amigo y compañero. La convivencia entre Luis
Enrique y el Licenciado durante el decenio de exilio mexicano fue
cotidiana e intensa. Ambos trabajaban y comían juntos, no sin
encochinamiento de manteles y dispersión de grumos y partículas de
alimentos, porque los modales de Perico dejaban mucho que desear. En
rigor, su papel de atento espectador no resultaba útil para el
escritor en materias de redacción, sintaxis o estilo. Además, a
ratos, se convertía en un agente diversionista. En las pausas del
trabajo que el Licenciado imponía, emitiendo silbidos o sonidos
cacofónicos desde su atalaya, Luis Enrique intentaba adiestrarlo en
el uso del lenguaje, con expresiones breves y patrióticas como “Viva
Chile”. Perico, que era mexicano, mantenía total mudez. Por
deferencia a su origen y a sus títulos, cada vez que lo instaba a
repetir “Viva Chile”, Délano agregaba “Andelé, licenciado”.
Perico, mudo. Así, largo tiempo. Por fin, después de muchos meses
de cansada insistencia, al rogarle Luis Enrique por enésima vez:
“¡Viva Chile! Andelé, licenciado”, éste se dignó responder,
con gran énfasis: “¡Andelé, licenciado!”
Perico
medía quince centímetros de la cabeza a la cola. Durante la jornada
de trabajo se instalaba sobre el hombro izquierdo del escritor. En la
gruesa hombrera de la chaqueta de tweed,
sus garras aceradas habían deshilachado, desgastado, desflocado,
deshilado y raído la tela de manera profunda, llegando casi al revés
de la trama, como dijo Graham Greene. Era verde, —Perico, no la
chaqueta— como corresponde a todo loro que se respete, y llevaba en
las puntas de las alas algunas plumas azules, por elegancia. Sobre su
gran pico curvo lucía una franja anaranjada. Según su filiación
mexicana, era un “Perico Atolero”, lo que indica que tenía
predilección por el atole, una especie de ulpo a base de harina de
maíz que se bebe caliente.
El
licenciado Perico murió en 1985, debido a las caricias demasiado
toscas de un perro, poco después de llegar a Chile con Luis Enrique
Délano, su compañera Lola Falcón y el hijo único de ambos, único,
Poli.
Luis
Enrique disfrutó poco tiempo del retorno que tanto soñaba. Murió
ese mismo año, a los 78 años de edad, y nos quedó debiendo muchos
relatos y crónicas. Dejó también sin escribir la historia de
Perico, el Licenciado, como también las de Waikiki, Pelele, Zorrito,
Poroto Pérez y otros perros históricos de diversas dinastías,
además de gatos y monos, que formaron parte de su vida y de su
familia.
La
obra literaria y periodística de Luis Enrique Délano, que fue toda
su vida un trabajador prodigioso, es caudalosa. Entre sus libros de
cuentos, novelas largas y breves y reportajes se llega a más de
veinte volúmenes. Se calcula que sus cuentos y artículos no
incluidos en libros superan el millar.
Varias
de sus novelas, llenas de acción y de color, han sido para mí
inolvidables. Sobre todo La
base,
una recreación literaria de la vida y la muerte de Alicia Ramírez,
la muchacha asesinada por la policía a raíz de los disturbios del 2
de abril de 1957; Viento
del rencor,
que se basa en los sucesos que siguieron al famoso episodio del
“Baltimore”, cuando Estados Unidos exigió a Chile arriar su
bandera como desagravio por un incidente portuario de taberna, en el
que murió un marinero yanqui; El
rumor de la batalla,
que trata de la ignorada participación de voluntarios chilenos en la
guerra civil española. Y sus estupendos libros de memorias: Sobre
todo Madrid
y Aprendiz
de escritor,
ahora reunidos en un volumen. Y sus cuentos…
A
Luis Enrique le debo gran parte de lo que pueda saber de periodismo y
de literatura y, en general de los seres humanos. Por sobre todo le
debo la experiencia de la amistad fraternal del más noble de los
seres humanos que he conocido.
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