miércoles, 16 de diciembre de 2015


Entrañable reseña del académico José Manuel Camacho a mi libro.
Gálvez Barraza, Julio: Winnipeg. Testimonios de un exilio, Sevilla, Editorial Renacimiento, 2014, 419 pp. José Manuel Camacho Delgado, Universidad de Sevilla. Anuario de Estudios Americanos, Vol. 72, Nº 2, julio-diciembre, 2015, (HISTORIOGRAFÍA Y BIBLIOGRAFÍA AMERICANISTAS) ISSN: 0210-5810. RESEÑAS BIBLIOGRÁFICAS. pp. 773-778
http://estudiosamericanos.revistas.csic.es/index.php/estudiosamericanos/article/view/666/669

Más de dos mil refugiados, casi todos españoles, llegaron a las costas de Valparaíso en el amanecer del 3 de septiembre de 1939, a bordo del buque carguero Winnipeg, al mismo tiempo que estallaba en Europa la II Guerra Mundial. Se trataba de un barco fletado por el gobierno de la República en el exilio, en una tentativa tan imposible como titánica de salvar del horror franquista al mayor número posible de españoles que quedaron a merced de las purgas del nuevo régimen político o atrapados en los campos de concentración del sur de Francia, a pesar de que muchos exiliados creyeron encontrar la libertad al cruzar los Pirineos. El Winnipeg fue recibido en el puerto chileno con los más altos honores ordenados por el gobierno del presidente Pedro Aguirre Cerda, quien unos meses antes había ganado las elecciones liderando el Frente Popular chileno. La travesía del Winnipeg desde las costas francesas hasta el puerto de Valparaíso está considerada como una de las grandes epopeyas del siglo XX, tal y como ha rastreado, de manera ejemplar, el periodista y escritor Julio Gálvez Barraza en este revelador libro.
A J. Gálvez ya lo conocíamos por libros importantes como Neruda y España (2003) o El aporte del exilio (2003). Para esta obra magna, importantísima en la bibliografía sobre la memoria histórica, ha recogido multitud de testimonios de los supervivientes o familiares directos de aquellos viajeros, que consiguieron llegar a Chile gracias a los esfuerzos del gobierno en el exilio de la República, pero también gracias a la labor ímproba realizada entonces por el cónsul especial para la inmigración española en Francia: el poeta Pablo Neruda. Con verdadera minuciosidad y rigor histórico, cuestionando mitos e informaciones interesadas, Gálvez rastrea la aventura marítima llevada a cabo setenta años atrás, sumergiéndose en los archivos, cartas, memorias, testamentos y otros documentos personales de los protagonistas, para esclarecer la singladura de un viaje que tuvo una dimensión política, humana y también, cómo no, poética. A través de siete capítulos y un apéndice en el que recoge el testimonio por extenso de dos de sus participantes, el autor recrea paso a paso todos los factores que intervinieron en el éxito de la expedición: el proceso de recaudación del dinero para fletar el barco, con las aportaciones importantísimas de asociaciones particulares de países como Argentina, Colombia, Uruguay y, especialmente, Suecia; la preparación del barco que dejaba de ser carguero para ser buque de pasajeros; la selección de los elegidos entre los republicanos confinados en los campos de concentración franceses —especialmente el de Argelès sur Mer—; la travesía del océano; el miedo de los pasajeros a caer en otra dictadura; el estallido de la Segunda Guerra Mundial; las penalidades del propio viaje; el perfil social y laboral de la mayor parte de los viajeros; las difíciles condiciones de adaptación al país de acogida; el éxito o el fracaso profesional de cuantos permanecieron en Chile; las tensiones políticas con los grupos profranquistas; las campañas de hostigamiento de los grupos más ultraderechistas; o el difícil retorno en los albores de la democracia o a lo largo de la matusalénica dictadura.
La obra, escrita con una gran sensibilidad literaria, está concebida con todo tipo de estrategias literarias, donde la narración del propio Gálvez va dando entrada a testimonios de ahora y de entonces, noticias sacadas de los periódicos, fragmentos de memorias, textos literarios que recrean la epopeya política del Winnipeg o la resolución (casi policial) de episodios que forman parte del imaginario popular a los que el escritor da una solución incontestable. La historia del Winnipeg comienza por el final, es decir, por la llegada del barco a Valparaíso, en medio del júbilo y los gritos a favor de la República de la multitud que abarrota el puerto. Sin embargo, no todo fueron vítores y banderas al viento. Desde que se supo que un barco de refugiados españoles estaba preparando su viaje a territorio chileno, las fuerzas sociales más conservadoras, en perfecta orquestación con los periódicos ultraderechistas El Mercurio y El Diario Ilustrado, articularon una campaña de hostigamiento hacia los exiliados, esgrimiendo todo tipo de falacias históricas y personales para crear un clima de miedo en torno a los recién llegados. Como noveló, a partir de los textos periodísticos de la época, el escritor Juan Uribe Echeverría en su obra Sábadomingo (1973): «llegaban una partida de desalmados ladrones, asesinos de monjas, de curas y de hombres de bien; incendiarios, profanadores de tumbas. Verdaderos chacales» (pp. 26-27). El argumentario tendencioso, apoyado por grupos de filofranquistas vascos y asturianos, acabó generando más de una trifulca y a punto estuvo de provocar una verdadera batalla campal en pleno puerto marítimo.
Tal y como ha investigado Gálvez, desde que en Chile se supo que Pablo Neruda estaba organizando el viaje del Winnipeg con el apoyo del presidente chileno, los sectores más conservadores del país se movilizaron en todos los frentes imaginables para que solo viajaran trabajadores y gente corriente, nunca intelectuales o artistas que pudieran ejercer una nefasta influencia en la sociedad chilena, inoculando el resentimiento con sus ideales revolucionarios y «prosoviéticos». La prensa conservadora se regodeaba en el aislamiento de la España republicana, maltratada por Francia e Inglaterra, ignorada por la Unión Soviética e incomprendida por los Estados Unidos. Es cierto que una buena parte de esos dos mil y pico viajeros contaba con una profesión tradicional, manual o artesanal, campesina o urbana, que podía ser aprovechada en la sociedad chilena, sin embargo, también viajaron intelectuales de toda condición, gracias a la intervención y la complicidad del cónsul especial, Pablo Neruda. Eso permitió que viajaran personalidades como Jaime Valle-Inclán (hijo del creador del esperpento), José y Joaquín Machado (hermanos pequeños de Antonio y Manuel), José Gómez de la Serna (hermano del artífice de las greguerías), numerosos periodistas españoles y corresponsales en España, escritores como Arturo Serrano Plaja o tipógrafos de la talla de Mauricio Amster.
J. Gálvez, con una enorme pericia investigadora, llega a cifrar en 1.108 (p. 115) los profesionales que viajaron en el Winnipeg, entre los que encontramos trabajadores de la industria pesquera, de la agricultura y ganadería, de la industria textil, de la construcción, del cuero y sus derivados, los metalúrgicos, de la industria gastronómica, de la minería, la ingeniería y otras profesiones. Gálvez ajusta la estadística hasta llegar a un total de 2.004 pasajeros —1.297 varones, 397 mujeres y 310 niños de ambos sexos—, lo que supone unos números tan incompletos como necesarios para sortear las trabas políticas y burocráticas que fueron surgiendo por el camino. A la mayoría se les dio un folleto informativo donde se explicaban nociones básicas de Chile, su geografía, riqueza, condiciones climatológicas, historia, etc. Esta diversidad de oficios y profesiones facilitó la integración de los exiliados españoles en su nueva vida, aportando técnicas avanzadas y un grado notable de especialización y profesionalización que fue muy valorado por la sociedad chilena.
Por razones obvias, Gálvez concede un papel central a la figura de Pablo Neruda, quien desde su participación en el II Congreso de Intelectuales Antifascistas (1937) y el contacto directo con la guerra civil española, había asumido en su vida y en su obra un renovado espíritu combativo, con un claro compromiso político hacia los más débiles y los «caídos» en la contienda fratricida. Tras el triunfo del Frente Popular chileno, Neruda fue designado como cónsul especial por el propio presidente Aguirre, misión que estaría jalonada de obstáculos por parte de la diplomacia chilena —que lo veía como un intruso— y de los infiltrados franquistas —que lo consideraban un elemento subversivo—, sin olvidar las autoridades francesas, que parecían haber olvidado sus compromisos con los grandes principios de la Revolución de 1789. Neruda se lanzó a la labor titánica de recaudar fondos de todos los países amigos, al tiempo que sobre el terreno llevaba a cabo la selección de los españoles que podían viajar en el carguero Jacques Cartier, reconvertido en el buque de pasajeros Winnipeg. La preparación del viaje y la travesía del océano se cuentan en los capítulos 3 y 4 del libro. Ahí están desmenuzados los mecanismos que hicieron posible la selección de los pasajeros, la labor extraordinaria desarrollada por Delia del Carril (conocida como la «Hormiguita» y esposa entonces de Neruda) en todo lo relacionado con el acomodo y la intendencia de los niños pequeños en el barco. Neruda se encargó, entre otras cosas, de confeccionar los pasaportes para la entrada legal en Chile, donde el poeta despliega no solo una buena dosis de talento manual, sino también toda su sensibilidad como testigo privilegiado de una época trágica.
El Winnipeg zarpó de las costas francesas el 4 de agosto de 1939, gracias, entre otros apoyos, a las gestiones de Rafael Alberti y su mujer, María Teresa León. El barco llevaba también un buen número de refugiados latinoamericanos y brigadistas internacionales chilenos, rescatados por Neruda de la España bélica. El periplo marítimo del Winnipeg duró un mes completo y durante esos días interminables de navegación el buque se convirtió en un microcosmos flotante, radiografiado minuto a minuto por Gálvez. Asistimos al encuentro con los primeros barcos españoles en medio de la espesa niebla, barcos franquistas o atemorizados que no saludan en alta mar. Vemos cómo se organiza la vida sobre la cubierta, los encontronazos políticos entre comunistas, socialistas y anarquistas que se culpan de la derrota bélica, la creciente mejora en todos los engranajes que tienen que ver con la vida cotidiana en el barco: los horarios de comida, el reparto de camas, de letrinas, la creación de un servicio especial de biberones para los más pequeños, la música como entretenimiento para todos, los periódicos murales que dan buena cuenta de la ponzoñosa actualidad internacional, los mimos y payasos que distraen a los más jóvenes, los botes salvavidas convertidos en niditos de amor para las urgencias del corazón, las clases de historia chilena para preparar la llegada de los exiliados, los nacimientos y muertes a bordo, las dudas del capitán del navío y su intención de regresar a territorio francés, el abatimiento psicológico que se expande entre la tripulación ante la noticia del pacto de no agresión entre Hitler y Stalin o la tremenda humillación que viven los refugiados cuando no pueden atracar en varios puertos del Caribe por ser considerado un «barco de apestados».
Julio Gálvez nos ofrece una investigación tan imprescindible como brillante, una obra monumental en todos los sentidos, que es también un ajuste de cuentas con la amnesia que se ha instalado en la sociedad española, que parece haber olvidado aquella sentencia tremenda escrita por Juan Ramón Jiménez desde su exilio puertorriqueño: «España sale de España». Winnipeg. Testimonios de un exilio es ya un libro fundamental en los repertorios bibliográficos que tratan de aliviar el doloroso vacío con que la historia oficial ha tratado de maquillar los desgarramientos humanos de la guerra y la postguerra civil. Es, además, un título clave en esa formidable Biblioteca del Exilio que desde hace años publica la Editorial Renacimiento con el empeño y la sabiduría siempre afilada de su editor, el poeta Abelardo Linares.—JOSÉ MANUEL CAMACHO DELGADO, Universidad
de Sevilla.

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