A Rodolfo Ortega era imposible imaginarlo exiliado. Lo
fue, sin embargo, y en un libro recién aparecido, editado por sus hijos, se
recogen poemas, aforismos y otros escritos suyos, que son como una antología
del humor negro y también del sufrimiento de los que salieron obligados de
Chile después del golpe militar de 1973. El libro, de circulación familiar, se
titula El río ciego del exilio.
Neruda habría hecho de este exilio
una cosa maravillosa.
Neruda murió.
No es maravilloso.
Conocí a Rodolfo el día de su matrimonio con mi prima
Inés. El novio, una especie de gigante, llegó con chaqueta de cuero negro, en
motocicleta atronando como un demonio por las calles monacales de San Bernardo.
Menos mal que ahora venía por la calzada. Todos recordaban que un año antes se
había metido a la plaza en auto y se había puesto a dar vueltas a toda
velocidad por la vereda del tradicional paseo vespertino, haciendo sonar la
bocina, mientras los paseantes saltaban despavoridos hacia la derecha y hacia
la izquierda para salvar sus vidas.
Las ocurrencias de Rodolfo se convertían en leyenda. Se
recuerda de cuando lanzó a una piscina los abrigos de piel y otras elegancias
de su madre; en otra ocasión, dicen, lo que lanzó al agua fue un piano. Algunas
de sus bromas de niño produjeron efectos peligrosos. Por ejemplo, echó una gran
cantidad de bicarbonato a la bacinica que usaba su abuela. Cuando la señora
hizo su necesidad, se produjo una reacción química y una verdadera erupción de
espuma. La abuela sufrió un soponcio.
Soy un chileno, vivo en México
en la calle Poussin
entre Patriotismo y Revolución.
Estoy completamente jodido.
Locamente aficionado a los motores y a la aviación, fue
dueño de un pequeño avión desde muy joven. En una ocasión lo usó para lanzar en
vuelo rasante, sobre San Bernardo, una catarata de rollos de papel toillette.
Era hijo de Abraham Ortega, quien como Ministro de
Relaciones Exteriores del Gobierno del Frente Popular, con don Pedro Aguirre
Cerda, influyó decisivamente en la decisión de acoger a los republicanos
españoles. Fue él quien envió a Neruda con la misión de fletar un barco (el
legendario Winnipeg), para traerlos a Chile.
Abraham Ortega fue radical y masón. Rodolfo fue
socialista y masón. Supongo que a Salvador Allende lo conoció en casa de su
padre. Se convirtió en su amigo entrañable e incondicional. Junto con Osvaldo
Puccio constituyó el primer GAP y acompañó a Allende en todas sus campañas.
Acompañó es poco decir: además lo acarreó en su avión y en un viejo pero indestructible
Ford que acumuló cientos de miles de kilómetros por los caminos polvorientos de
Chile.
Si tuviéramos la agresividad
de los choferes mexicanos, ya
no habría dictaduras fascistas.
Yo no fui amigo suyo, pero cada vez que lo encontré, a lo
largo de los años, fue cordial, amistoso y gracioso. Solíamos hablar de
literatura. Era un gran lector. Su humor era irónico, a veces corrosivo. Con
sus hijos, con la gente que apreciaba, era de una gran ternura. Una vez lo
encontré en el viejo aeropuerto de Los Cerrillos anunciando en correcto alemán
y en correcto inglés un vuelo de Lufthansa. Dominaba tres o cuatro idiomas,
entre ellos el mapuche, que aprendió en la infancia, en el fundo de su padre,
cerca de Traiguén.
Durante el Gobierno de Salvador Allende ocupó el cargo de
Vicepresidente de la Línea
Aérea Nacional. Después del 11 de septiembre, no quería salir
de Chile. No sé cómo lograron convencerlo de marchar al exilio, a México.
Merquén
en mi mesa, a México emigrada,
puse algo de humo de Purén.
Con cilantro y ají de cacho de
cabra
trae a mi plato sabores de
Malleco,
colores rojos de Trumao,
recuerdos de digüeñes y niñez.
Nunca deshizo las maletas. Siguiendo el consejo de
Bretch, nunca puso ni un clavo en la pared para colgar la chaqueta. ¿Para qué?
Si iba a volver en cuatro días... Sus primeros años en México fueron de
actividad convulsiva. Estaba presente en todas las actividades de solidaridad.
Instaló en la Casa Chile
una "Oficina de cartas", en la que redactaba para los chilenos
exiliados cartas de amor, de ruptura y de reconciliación; peticiones de visas
para el ministerio de Gobernación; fantásticos curriculum; solicitudes de
empleo; conmovedoras historias de presos y familias divididas para obtener
asilo, etc. Se ganó la vida en lo que fuera. Por ejemplo, vendiendo autos. A un
grupo de exiliados le hizo un curso de instrucción de vuelo. Viajó a Managua,
después del triunfo sandinista y participó en las primeras etapas de la
organización de la aeronáutica nicaragüense.
Como vivía siempre añorando a Chile y estaba impedido de
regresar, desarrolló un poco de amarga depresión, que trató de superar volcando
sus sentimientos en poemas y otros escritos que nunca dio a conocer. Estar en
México lo irritaba. Siempre agradeció el apoyo mexicano, pero su aguda
sensación de extrañamiento lo hizo ser injusto a veces.
Mixcoac es injerto de azteca en
rana.
Ni Culiacán ni Tapachula son
cochinadas.
Tampico tampoco.
Era devoto de la belleza femenina. Las mujeres lo
adoraban, por su físico atractivo, por su permanente juventud, por su
disposición a todas las locuras, por su inagotable capacidad de alegría.
Siempre estaba pololeando, como solía decir y varias veces, locamente
enamorado. Para qué decir que no tuvo estabilidad de su vida matrimonial. Ya se
sabe que las esposas carecen de sentido del humor cuando se trata de pololeos
del marido.
Su posición política fue, como la de su amigo Salvador,
invariable y consistente. Nunca se apartó de esa línea, aunque más de una vez
le significó sacrificar legítimos intereses.
Con Dios me acuesto,
con Dios me levanto
con su santo manto.
No me acuesto casi con nadie más.
Contradictorio, vehemente, apasionado en amores y odios,
generoso, responsable hasta jugarse la vida, irresponsable en ocasiones,
romántico y escéptico, hombre de muchas lecturas, franco y duro, cariñoso con
amigos y compañeros, intransigente en los principios.
El 16 de diciembre de 1983 su nombre fue eliminado de las
listas de chilenos proscritos por la dictadura. Tomó el avión esa misma tarde.
No encontró el país de sus añoranzas. Había desaparecido.
El 7 de febrero de 1984, día del cumpleaños de su padre,
se quitó la vida.
José Miguel Varas. Rocinante, Santiago, enero de 2000, pág. 23
1 comentario:
Tanto el autor del escrito ( Tío querido mío ), como mi entrañable padre, ya no están acá. Aún así, agradezco estos afloramientos de bella nostalgia. Mucho amor, estén donde estén.
Carlos Ortega Ponce
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