viernes, 10 de agosto de 2018

Domingo Faustino Sarmiento: fin de semana en Peñaflor






Desde hace un tiempo a esta parte pareciera ser que ya constituye una moda el denostar a Sarmiento. Me he encontrado con notas y artículos en diferentes medios con supuestas frases del político argentino hablando mal de indios y de emigrantes. Sin embargo, cuando quiero investigar sus vilipendiadas frases, me encuentro con notables aciertos del citado personajes: “¡Bárbaros! Las ideas no se matan.”; “Toda la historia de los progresos humanos es la simple imitación del genio.”; “Lo escrito permanece.”; “Todos los problemas son problemas de educación.”; “La ignorancia es atrevida.”; “Los discípulos son la mejor biografía del maestro.” Muchas otras frases que nos hablan de un ser lúcido y señero.
Una querida amiga, académica en el norte chileno, señala incluso que le ofende profundamente que muchas de nuestras escuelas lleven el nombre de Domingo Faustino Sarmiento. Ojalá se den cuenta, -dice-, que los colegios no deberían llamarse así, y que quienes alaban y respetan a este hombre, no lo conocen realmente...
Yo lo conocí siendo muy niño. Iba a la primaria en la Escuela Anexa a la Normal José Abelardo Núñez, fundada en 1842, por iniciativa de Domingo Faustino Sarmiento. Cada día, al cruzar la Alameda para regresar a casa, me encontraba con los solemnes bustos de Núñez y de Sarmiento frente a la “Normal”. Al pie de cada uno de ellos había una pequeña reseña con su obras.
Este singular político, escritor, docente, periodista, militar y estadista argentino, se vio obligado a emigrar a Chile, donde trabajó como maestro, minero y empleado de comercio. A finales de 1931, cuando Sarmiento tenía 21 años de edad, se desempeñó como maestro en una escuela de la  provincia de Los Andes. En ese tiempo tuvo un romance con una de sus alumnas. De esta relación, nació su única hija, Ana Faustina Sarmiento. La familia de la joven era acomodada. Sarmiento no era un buen candidato para ellos, porque era pobre, maestro, y encima extranjero,   Lo cuenta la historiadora argentina Luciana Sabina, autora del libro “Héroes y Villanos”: La familia de la mujer "no lo quiso, por pobre y sin clase, pero él se hizo cargo de la pequeña a la que reconoció y crió". El caso es que tampoco quisieron hacerse cargo de la niña. Lo que hicieron fue darle a la bebé y sacarse así el problema de encima, dice Luciana. De no hacerse cargo Sarmiento, lo más probable es que la pequeña hubiese ido a parar a un orfanato o a un convento. Resulta extraño, para esa época e incluso para hoy, que un hombre asuma así una paternidad extramatrimonial, sobre todo un hombre que comenzó a ser vilipendiado por el revisionismo hace ya diecisiete años.
            Sarmiento volvió a la Argentina, sin embargo, debido a sus constantes ataques al gobierno federal, el 18 de noviembre de 1840 fue apresado y nuevamente obligado a exiliarse en Chile. En nuestro país se dedicó a la actividad cultural. Escribió para los periódicos El Mercurio, El Heraldo Nacional y El Nacional; y fundó El Progreso. Precisamente en este medio, Sarmiento nos relata un viaje a Peñaflor
(El Progreso, Nº 92, año 1, Diario Comercial, Político y Literario, Santiago, lunes 27 de febrero de 1843).
De su relato extraemos algunas interesantes conclusiones, entre ellas que la fiesta de la primavera peñaflorina ya se festejaba en 1843, y todo hace suponer que en esa fecha ya constituía una tradición. Esto contraría algún escrito local que sitúa los inicios de esta fiesta a partir de 1940. “La ignorancia es atrevida.”, señala Sarmiento.
Debemos asumir que el relato no nos deja muy bien parados como peñaflorinos. Sin embargo, examinando el escrito, vemos que el viaje ya comenzó mal antes de su llegada a Peñaflor. La fiesta de verano en el pueblo era muy concurrida. Cuando llegó Sarmiento, aquel sábado 11 de febrero de 1843, ya no quedaban alojamientos disponibles y eran escasos los sitios en los que se podía disfrutar de una buena mesa. Bueno… nada diferente de lo que son hoy nuestras fiestas. Pero… lean ustedes la aventura que vivió don Domingo en nuestro pueblo hace más de ciento setenta y cinco años.



Un viaje a Peñaflor, por Domingo Faustino Sarmiento

            Sin duda que es imposible dejarse estar tranquilo en una ciudad como Santiago, cuando hai en la población un movimiento tan jeneral hacia el campo. En vano uno se echa a rodar por las calles y paseos públicos que hermosean nuestra capital, porque no encontrará nada que le pueda causar unos pocos momentos de placer. La seductora Alameda con su llano piso, el zuzarro de sus aguas que acarician mansamente el pie de los árboles, y la pila que se alza con sus bellos chorros de agua, como el ramaje de una palma, está desierta; apenas se divisa por entre sus troncos alguno que otro frac; jamás se distingue un cuerpo elegante y jentíl, una de esas bellas flores cuyo follaje mece con coquetería el viento. En el teatro no es uno tan desgraciado, porque a pesar de verse en gran parte renovada la concurrencia con lo que no ganamos gran cosa, se presenta una reunión mui regular. Las causas de estas repentinas transformaciones están mui a las claras, la estación calurosa, la verdura del campo, la proximidad de la cuaresma, época de silencio en que la estación nos recuerda un deber, nos canta un "Memento". En ella no se oye mas que el acento de la relijión, cuya voz de bronce llega al alma; es menester apresurarse a gozar de las sombras de nuestro campo, y de la fresca brisa de la tarde que cargada de aroma zauma nuestros cabellos y aletarga el sentimiento, como el beso de un niño sobre la frente de la madre.
            Yo pues, siguiendo este impulso y ansiando ver lo que pasaba por los mundos adonde se emplazan tantos y de donde se cuenta tantísimo, caí en la tentación de marcharme a alguna de tantas partes. Recorrí mil lugares en mi imajinación y los desprecié. Al fin me acuerdo de Peñaflor y a Peñaflor dirijí mis visuales. Desde entonces ya no oí en todos los corrillos más que el nombre de Peñaflor, sus baños, sus niñas y sus bailes; el carnabal perpetuo.
            Una vez decidido a hacer algo es preciso cumplirlo. Mil ilusiones formaban mi imajinación. Era forzoso salir de la ciudad. Pero como no se puede ejecutar sin coche o caballo, tuve que dirijirme a contratar la Dilijencia, o mejor la Neglijencia. Llegué pues a la casa de la interpérrita Neglijencia, me metí dentro y el dueño me introdujo y me la presentó. "-Esta es, señor... si gusta -Espérese V... reflexionaré..." le respondí-. La Neglijencia que parecía que jamás la habrían pintado presentaba aquel aire impasible y grotesco que suele observarse en ciertos hombres sólidos... El dueño que observaba tal vez mis jestos y miradas, no dejaba de fruncir las cejas y estirar el ocico. Más de una vez quiso contarme la historia de su ajuar... los hombres que había conducido, los lances en que había salido con honor. Con respecto a la edad anduvo como andan las mujeres... me confesó que tenía veinte y que había sido reformada mui pocas veces. esto no se me hizo difícil creerlo porque a pesar de la mano de tierra mui gruesa que tenía en los cachetes y en la calva, aun se divisaban aquellos grandes tajos que da la vejez y esas hondas arrugas que deja el tiempo y que vienen a ser depósitos de las borras de la pintura y de los pelotones de tierra... En seguida el buen hombre, inspector del barrio, me presentó el caballo y junto con él, el postillón. Ambos tendrían una misma edad con la Neglijencia, aunque en la velocidad eran diferentes, pues el postillón parecía tener más trazas de lijero que sus camaradas. Ponderóme el caballo muchísimo, más que lo que enzalza el adelantamiento de un pueblo la memoria de un ministro. El caballo estaba delgado como el alumno del licenciado Cabrera, pero el dueño decía, esa flacura es lo que le hace apto para marchar como se debe en este siglo: aquí soltó la taravilia mi hombre y me dejó sin poder articular palabra. Trajo al caso la honradez del postillón alegando entre sus muchos títulos, que era sobrino de un fraile y que tenía su tintura de buena educación.
            Al fin dejé a mi buen hombre con la palabra en los dientes y me despedí. Por supuesto no pudo seducirme con las informaciones de la excelente calidad de la Neglijencia; porque tengo mi regla para no creer en palabras, esas palabras que abundan en este siglo de puras palabras. Se le antojó a un ministro hacer que ciertas juntas promulgasen un folleto y se le dijo al pueblo que era cosa de él y que se llamaba "Constitución", palabra sangrienta que en su sentido real quiere decir: venda fatídica con que se cubre la vista del ajusticiado o velo puesto a los que están debajo. La facultad de mandar se llama también gobierno, precisamente porque no lo hai y gobierno pues es el de Rozas y gobierno fue el del año 39 y gobierno es todo lo que precisamente anda mui mal y en contradicción con los principios sociales. Mas no hay que asustarse, estas cosas constituyen las armonías que rijen al mando, y lo que no es armónico por sí, lo hacen armonizarse a la fuerza, sin hacer por eso violencia a su voluntad que Dios declaró libre.
            La Neglijencia pues se quedó en su casa, ni mas ni menos como una solicitud en el bufete de un ministro. Un amigo me ofreció un caballo de silla y lo acepté. Pasaron dos, tres, cuatro horas y el caballo aun no se divisaba (esto es que el amigo nunca miente, aunque si suele faltar a su palabra); los compañeros de viaje me instaban, yo me desesperaba y entre tanto mando por otro caballo y me lo traen, aparece al mismo tiempo el del amigo ¡Santo cielo!, exclamé, y sin saber cómo ni por donde, monté y salí a trote acelerado por las ásperas calles de la ciudad. Ya pude decir sin temor de ser desmentido que estaba en camino del dichoso Peñaflor que me había hecho pasar tan pésimos ratos y me había proporcionado lanzar mil votos de condenación y pronunciamientos contra el amigo, el cochero, el caballo, el gobierno y todo el jenero humano. Ya se ve. Era una cuestión humanitaria cuya resolución interesaba altamente a la humanidad sin caballo.
            El camino además de ser de buen piso presenta paisajes de la mas rica matiz. Por donde se echa una mirada, allí se encuentra una frondosa arboleda, llanos inmensos de verdinegra alfalfa y numerosas chozas que abrigan esas solitarias familias que no tienen mas placeres que su soledad, los frutos de su cultivado campo, los cantos matinales y los arrullos de las brisas de la tarde. Mientras mas se aleja el viajante de la gran población, mas encuentra estas dichas desconocidas en las suntuosas casas.
            Al bullicio inmenso de la capital, al calor de sus habitaciones, se sucede la tranquilidad del desierto, el zuzurro de los árboles, el murmullo de las aguas y los suspiros del viento que lleva entre sus pliegues la pureza de las flores. El alma respira entonces, el corazón se alegra, el espíritu medita. Al acercarse a Peñaflor, una gran alameda le conduce; su término no se ve y se pierde en la falda de los cerros; desde luego se suelen oír voces de una aldea ajitada, conmovida, entregada al regocijo; estos acentos preludian los placeres de una diversión inmensa y el alma ansía zambullirse en el sitio donde corre el placer.
            Al fin llégase a la Posada entre mil caballos que se cruzan, empolvando a los de a pie. Es preciso buscar alojamiento, llamar al posadero, tertuliar a los que se le pegan al estrivo para saber algo de la ciudad. Pero el posadero no se mueve, apenas habla; insta uno, reniega y se le contesta fríamente: "no hai alojamientos todo está ocupado". Aquí de reniegos sobre las barbas de todo el mundo. Empleó una hora en decir esto y el posadero se mandó mudar con su paso de tortuga, después que nos había inspeccionado. Hasta aquí todo se me había frustrado; me hallaba precisamente peor que en la ciudad y entre las determinaciones de mi vuelta o de mi quedada, me agregué a unos amigos y me metí en su cuartito en que estaban mas de seis. No me convidaron, es cierto; pero aunque la resolución fue dura, la alternativa también era terrible y quise mas bien pasar por impávido que volverme "in albis" para la ciudad.
            Ya estamos en el célebre Peñaflor. El día se había concluido; la noche estaba oscura, negras nubes entoldaban el cielo y apenas se entreveía una que otra estrella a través de los velos flotantes. Un gran murmullo se extendía por todas partes, era el de la multitud que se aprestaba para un baile, el de los jóvenes que se preparaban para el campo del placer, el de una caterva de solterones y maridos que querían recordar sus pasados abriles y rejuvenecer sus carcomidos tallos. El placer de hacer iguales las edades, como el sol alumbra todas las frentes. Y el salón es invadido por las familias; las luces que arrojan las arañas no es mui abundante, pero en cambio las bellas destellan rayos de luz; en un momento todos los asientos son ocupados y la falanje de galanes comienza a moverse. La contradanza principia; los cuerpos de las bellas se deslizan al son de la música, los jiros se alternan, las voces se cruzan, las palabras se cambian y el campo es una palestra en que unos siegan laureles y otros calabazas. Pero el baile serio no ensancha los pechos, no conmueve los corazones ni da las fisonomías aquella viveza de espresión, y aquel alegre colorido, producto de emociones placenteras. La "zamacueca", las "resbalosas" se sustituyen; entonces la ajitación crece; el movimiento es jeneral; todas las edades se agolpan, se apiñan, se encaraman para saborear de cerca las vivas vueltas de los bailarines, sus voluptuosos jiros, los armónicos sonidos del canto y la música, la espresión de los que lo ejecutan. Por otro lado mas de un galán no se desprende de su querida, la bulla no le distrae, el baile no lo exita; no quiere desasirse de su prenda; un rayo perdido de los ojos de su bella, será una oscuridad eterna; una sonrisa desperdiciada, será una esperanza de menos, una palabra no oida será la destrucción de su fe, un porvenir oscuro, un deseo que el tiempo ocultó bajo sus alas envenenadas. En otra parte se alza el punzante ruido de los cristales, entre las voces que sueltan mil labios lánguidos y balbucientes; allí no se alaba la belleza, no, el ponche es el dueño de las caricias, se lisonjea su fortaleza y su colorido azulado. El uno quiebra un vaso, el otro hace beber por fuerza a uno; y en estas idas y venidas se pasa la noche, el baile se concluye, el ponche se agota y las familias se retiran. ¡Ah, qué triste la retirada para los que no se hartaron! ¡qué seductora para los que oyeron una amable mentira, una promesa de amor!... Han dado las doce de la noche y aun se divisa el vestido de las que se alejan, todavía hai uno que oye su voz, bien, pero esos contornos vagos y fluctuantes, como un gobierno del justo medio, se ven todavía a la distancia mejor que su corazón cuando estamos a su lado, y son como las nubes de la niebla matinal que cubre con sus delicadas tocas la Cruz de Peñaflor ¡terrible verdad! más de cuatro oí maldecir porque un boquirubio les arrebataba su bella compañera, ¡qué tontería! Los boquirubios son jente que no trata de hacer nada sino de parecer que hacen algo, abundan en todas partes y son las nubes que se interponen entre el sol y los ojos, entre la verdad y la mentira, sombras malditas que oprimen al pensamiento y hielan el labio. Son unos hombres que todo lo quieren para la opinión y nada para el corazón; que viven para los demás y no para ellos, un artefacto de bello exterior que todos miran, pero que adentro está vacío, encarnaciones de la vanidad. Estos hombres, si lo son, serían capaces de pagar a la multitud para que los declarase enamorados de fulana o sutana, aunque estas los desprecien y los miren como una paja que se pega al vestido, hasta que el viento la arroja al suelo sin ser sentida. Esta es una de las muchas fisonomías que suele tomar el paquete; por consiguiente no es enteramente el paquete "chef d'auvre", el paquete nativo que creó Dios y que el destino echó a rodar por el mundo, independiente de toda voluntad si no era la ajena. Al fin llegó la hora de concluirse la fiesta; la noche se hizo un minuto y el día apareció tan repentinamente que mui pocos serían los que gozaron del sueño. El sol del 12 de febrero mas quemante que otros días trajo a la memoria la célebre batalla de Chacabuco. El entusiasmo por un día de victoria. Las victorias de la libertad viven siempre en los recuerdos del pueblo; ya no se trataba del placer de cada cual, no, todo se consagraba al día memorable, al día que vio caer mil valientes, y levantarse la libertad; que una lágrima de la juventud refresque sus laureles. ¡Ah! por qué no se alza un monumento en ese campo yermo y pedregoso que retembló bajo la uña de sus corceles, bajo el estampido del cañón y el acento de libertad y de victoria. Tal vez sus labios se rien al ver el porvenir cuyo velo desgarraron, quizá sus huesos se incorporan y toman figuras de ánjeles que vacían la urna del porvenir sobre nuestras cabezas, y lanzan de sus bocas el viento de civilización que nos empuja de progreso en progreso, a la humanidad y a la perfección...
            De alegría en alegría se pasaba el tiempo. El sol descendiendo a su ocaso, balanceaba en el horizonte su franja de oro, púrpura y azul. Vino la noche, y tornó a jirarla copa del placer. Las mismas bellas volvían a perfumar los salones. Los galanes cada vez mas se hacían notar; el que no se declaraba enfermo, se declaraba en quiebra y se manoseaba la barba en un rincón. Era preciso tener levita económica con bolsillos laterales y llamarse enfermo para admirar. ¡Ya se ve! de la compasión al amor no hay más que un paso, del amor al engaño no hai ninguno. Mientras unos rabiaban, quejándose de su mala suerte, otros reían al pie de sus altares, mientras unos se veían confundios por la palabra de una bella, otros pateaban por poder sacar una palabra. El mundo es así.
            Era preciso volverse. Comer mal y dormir peor, podía sufrirse dos días, pero mas... ¡Guarda Pablo! Mas los caballos no aparecían, el sol quemaba y el posadero mas que el sol. Busca aquí, corre allá, al fin se encontráron y partimos. Peñaflor quedaba con sus puras aguas y sus flores; y nosotros veníamos como un vaso vacío que solo empaña el polvo del camino. Y no se crea que decimos mentira en nada; porque si no nos creen, nos vindicarémos. Es lo que quiero, hoi que están tan de moda las vindicaciones. Apénas una persona despliega el labio en bien o en mal, zas, una pregunta y luego una carga de papeles al público. El "Descarado", y lo llamo así por lo difícil que es pronunciar "Desmascarado) es el mas colosal en esta industria; su escritor, que además de ser hombre, debe ser mui racional y de talento, da mucho honor al país, en algunas cosas es verdad nos deja a ciegas, pero en otras es mas claro que un verdulero. Es inagotable en sus producciones, tanto que antes de escribir un número lo espeta entero "in prima facie" a sus amigos. Luego de aquí sale el coro; es decir un ejemplar hombre (también hai periódicos hombres) que va repitiendo de pe a pa; o mas bien se va multiplicando en nuevas o añadidas ediciones. Algunos dirán que esto es una disgresión, y no hai tal; es cuando mas una figura retórica para ensalzar por medio de ella a mi paisano (esto para entre nosotros) el autor del "Descarado". Yo he presentado a Peñaflor como es hoi; y el periódico de que hablo ha presentado a su autor, como realmente es; desnudo, sin máscara como Dios lo hizo.

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