Pasé meses pensando en llamarte, Lucho, y no lo hice. Que mañana, que pasado, que a esta hora ya estarás durmiendo, o que ahora es muy temprano. No lo hice. En Cartagena, una tarde de domingo, Walter Garib, me contó de tu estado de salud. –Parece que volvió de España con un mal diagnóstico, -dijo y miró a Lenka como esperando una aprobación a tan fuerte afirmación. –Tengo que llamarlo, -pensé. Al tiempo, aprovechando a los amigos que sabían de ti, pregunté a Jaime Valdivieso. –Está bastante mejor, yo creo que lo ha superado, -me contó Jaime. –Tengo que llamarlo, -me dije. El pasado domingo coincidí con Jaime en casa de Poli Délano. La primera pregunta fue: -¿Cómo está nuestro amigo Luchito. -Me miró extrañado. –Murió, -dijo como si él tampoco lo creyera. –Si, murió esta semana, -afirmó Poli. Luego de los ¿Cuándo?, ¿Cómo? y de todas esas tontas preguntas que se hacen en esos casos, pensé en que ya no podría llamarte.
Por eso te escribo y te recuerdo, Lucho. Te recuerdo aquella vez, en el Centro Cultural de España, cuando conmemorábamos los sesenta años de la llegada del Winnipeg. Una señora algo despistada, después de tu intervención, te preguntó: -¿Usted vino en el Winnipeg? La señora no tenía por qué saber de tu humildad ni de tu tremenda ironía. –No señora, el Winnipeg vino porque yo me quedé.- No podía saber esa señora que tu, casi un niño luchando en la Guerra Civil española, integrabas el cuerpo de Carabineros que freno el avance de los nacionales para permitir el éxodo republicano a Francia.
Me consta que no soportabas a los pedantes. Recuerdo con qué gracia y con cuántos chilenismos relatabas la anécdota de aquel republicano español afincado en Chile, que en Madrid, en medio de una comitiva de más de doscientas personas, le dio la mano al Rey. Desde entonces, decías en medio de la risa, ese huevón, cuando se refiere a don Juan Carlos, dice: -Mi amigo el Rey….
Recuerdo que, dentro de tu dureza de viejo español, te derretías de ternura cuando te referías a tu hermana Elvira y a tu sobrina Elena. Recuerdo con qué orgullo me mostraste aquel estudio que habías logrado construir en el patio de tu casa para dedicarte con más comodidad a tus lecturas y a tus escritos. Recuerdo tus planes y tus proyectos de futuro, sin embargo, así, de repente, te fuiste.
Te fuiste como viviste, Lucho, humilde, aunque todos sabíamos de tu grandeza; silencioso pero haciendo valer tu voluntad. Te fuiste al momento de pensar que esto ya no era vida, cuando ya no tenías ganas de luchar contra una enfermedad tan miserable. Tu, que habías luchado tanto. Y yo no alcancé a llamarte, Lucho. Pero…, en un último intento de comunicarme contigo, acabo de llamar a Luisa. La encontré tranquila, ocultando su dolor y…, ¿sabes? en vez de estar abatida y esperando un consuelo, estaba atendiendo y consolando a los suyos.
Estés dónde estés, un fuerte abrazo, amigo Lucho Magaña.
Julio Gálvez Barraza
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