viernes, 29 de febrero de 2008

Volodia Teitelboim

Julio Gálvez Barraza

Para los que lo conocimos casi al final de su vida, podía parecer un señor despistado y ajeno, que disimulaba bien sus olvidos. Sin embargo, detrás de ese hablar pausado, de ese físico gastado por años de lucha, brillaba una de las mentes más lúcidas que he conocido.
En 1978, en Barcelona, celebramos el 70 aniversario del nacimiento de Salvador Allende. Ahí estreché su mano por primera vez. Recuerdo que hablamos de su hermano Miguel, con quien mi padre había trabajado fabricando muebles. Aún conservo la tarjeta de invitación a ese acto, firmada por él, con una letra grande y temblorosa que no cambió durante toda su vida.
Cuando la Fundación Pablo Neruda convocó a un concurso de ensayos para conmemorar los 25 años de la muerte del poeta, conformó un jurado de lujo. Lo presidía Volodia. No obstante participar en él los más connotados nerudianos, el notable tribunal me concedió el galardón. -Un obrero de la construcción cesante gana Premio Neruda, -fue el título de un diario. Durante el acto de premiación, no sé si la alegría de mi padre era por mi premio o por compartir con el presidente del jurado.
Después lo encontré en diferentes eventos culturales. Siempre me las arreglaba para romper el cerco de admiradores que querían estrechar su mano. Volodia, con su tranquilidad y amabilidad acostumbrada, me contestaba con palabras de buena crianza. -¿Cómo estás? ¿Cómo te va? y así pasó un buen tiempo. Un día, mi esposa me dijo: -Yo creo que Volodia te saluda, pero no te reconoce, como a tanta gente a la que saluda.
Me pareció razonable la duda. En el siguiente encuentro, además de saludarlo, derechamente le pregunté: -¿Se acuerda de mí? -¡Claro!, -me dijo-, cómo no me voy acordar. -Y me quedé muy contento. Volodia no era tan despistado como a simple vista parecía. -Ves, se acuerda de mí, -dije a mi compañera.
-Pero..., te contestó como le podría responder a cualquiera, -dijo ella. Y otra vez pensé que su apariencia de hombre despistado podía obedecer a una realidad. No podía acordarse de tanta gente a la que saludaba o que, de modo circunstancial, pasaba por su lado.

A finales de 1999, en Michoacán de los Guindos se celebraban unas concurridas tertulias que tenían por objeto financiar parte de la reconstrucción de la casa que habitara Neruda y Delia del Carril. Yo asistía a ellas como el niño que tiene la oportunidad de conocer a los superhéroes. Nunca había visto junta una constelación de escritores, músicos, pintores, actores y políticos mas granada que entonces. En una de esas tertulias, de improviso, me ofrecieron la palabra. A mí me cuesta mucho hablar en público, menos cuando no he madurado alguna idea y, menos con tan selecta concurrencia. Debo de haber estado fatal en aquella intervención. Quedé con un mal sabor de boca y, en un aparte, me disculpé con Volodia. -No se me ocurrió nada interesante qué decir, -le comenté.
-Podrías haber contado ese episodio que narras en tu libro, -me dijo Volodia, -la presencia de la Hormiga en el puerto de Trompeloup, despidiendo al Winnipeg. -A continuación me citó casi una página del libro, hasta ese momento inédito y que él, posiblemente, había leído sólo para dar su veredicto en el concurso.

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