miércoles, 6 de julio de 2016

Hermosa reseña de mi libro en Barcelona.

En la revista científica "Laberintos" número 17, editada por la Conselleria de Cultura, Educació i Esport de la Generalitat Valenciana, aparece una notable reseña del libro "Winnipeg. Testimonios de un exilio" de mi autoría, escrito por la académica e investigadora del grupo Gexel de Barcelona, Yasmina Yousfi López. Pueden leer la revista en el siguiente link:
http://bv.gva.es/documentos/lab17.pdf



y la reseña se las enseño a continuación:


Winnipeg. Testimonios de un exilio. Gálvez Barraza , Julio. Sevilla: Renacimiento, Biblioteca
del exilio, 2014, pp. 423. Yasmina Yousfi López. gexel - cefid Universidad Autónoma de Barcelona.
Laberinto (Revista de estudios sobre los exilios culturales españoles) N.º 17, 20015. pp. 510-512.

La palabra Winnipeg es alada. La vi volar por primera vez en un atracadero de vapores, cerca de Burdeos. Era un hermoso barco viejo, con esa dignidad que dan los siete mares a lo largo del tiempo.
Pablo Neruda

¿Dónde queda Chile? En el fin del mundo, era la respuesta.
Virginia Miranda, pasajera del Winnipeg.

La profusa trayectoria del escritor y ensayista chileno Julio Gálvez Barraza (Santiago de Chile, 1949) se ha detenido en numerosas ocasiones en el tema del exilio republicano español de 1939 en Chile. Setenta y cinco años después de la llegada del Winnipeg a Valparaíso, Renacimiento publica Winnipeg. Testimonios de un exilio, el resultado de una necesaria investigación que ya vio la luz en 2012 gracias a la editorial chilena Cal Sogas. Se trata de un estudio que, por una parte, reconstruye detenidamente la diáspora de 1939 a Chile y, por otra, el proceso de integración de los españoles en su país de acogida. Es conveniente, pues, hacer hincapié en el modo en que Gálvez realiza esta reconstrucción histórica —«detenidamente»— porque Winnipeg.... se erige como un gran testimonio forjado por múltiples voces recogidas a lo largo de un meritorio trabajo de documentación del que destacan la búsqueda de fuentes hemerográficas y la realización de entrevistas.
El libro comienza con un capítulo titulado «Un exilio distinto» en el que Gálvez narra el desarrollo de los primeros días de exilio chileno, desde que el Winnipeg atracó en Valparaíso, el 3 de septiembre de 1939, hasta el proceso de acomodamiento en pensiones, casas particulares... que el Comité de Ayuda a los Refugiados brindó a los españoles días después. Se trata, pues, de una descripción muy detallada que parte de una concatenación de anécdotas, extraídas, principalmente, de testimonios orales y artículos de la prensa chilena de la época. Este ejercicio de literatura testimonial da al lector la oportunidad de conocer las sensaciones y las primeras impresiones que los españoles tuvieron al pisar tierra firme. Palabras de exiliados, con nombres y apellidos, y de chilenos, entusiasmados por el acontecimiento, contribuyen a mostrar la cara más íntima, también la más emocionante, de tal encuentro, y a poner el acento en un hecho que, relegado frecuentemente a un segundo plano, cobra, aquí, la importancia merecida: el admirable comportamiento altruista de los chilenos, esa primera toma de contacto entre dos pueblos que se disponían a convivir. Gálvez desgrana paulatinamente este punto a lo largo del libro a través de temas diversos como, por ejemplo, las dificultades de la misión de Neruda como Cónsul Especial en Francia, las presiones y la crisis ministerial que sufrió el gobierno de Pedro Aguirre Cerda en el proceso, las campañas de prensa chilena a favor de la llegada de los exiliados, como la de la revista Qué hubo, o la adecuación profesional, por gremios, de los españoles en función de las necesidades del país andino.
Resulta interesante, también, el capítulo dedicado a la odisea marítima del buque, que zarpó de Francia un 4 de agosto y que, según «el informe Neruda» —reproducido en este ensayo—, entre refugiados y algunos chilenos que combatieron en las Brigadas Internacionales, llevaba a bordo 2.004 personas, cifra aún especulativa —que contrasta con los datos de la última investigación sobre el Winnipeg, Los españoles del Winnipeg de Jaime Ferrer Mir que cita a 2.300 tripulantes— e incompleta. Gracias a los recuerdos de Leopoldo Castedo, Montserrat Julió, Roser Bru, Ovidio Oltra, entre otros, a las cartas para el Cónsul Especial para la Inmigración de chilenos combatientes en las Brigadas Internacionales que se conservan en la Fundación Pablo Neruda y a otros relatos recogidos en el homenaje Winnipeg. 60 años editado por el Centro Cultural de España en Chile, la narración incurre en el día a día de los pasajeros y de la tripulación: se habla de los problemas iniciales del viaje como el
insuficiente personal de servicio, que se solventó con la ayuda de doscientos pasajeros en máquinas, cocinas, limpieza, enfermería, comedores..., se describen las actividades culturales ofrecidas, las charlas de «chilenidad», se reconoce el apoyo recibido en las escalas, como en Isla Guadalupe, se señalan los incidentes en puerto de Colón, cerca del Canal de Panamá, donde el barco fue declarado «en cuarentena», o la incertidumbre alentada por informaciones radiofónicas sobre la firma del pacto de no agresión entre la Alemania nazi y la Unión Soviética que generó discusiones políticas y el distanciamiento de los miembros del Partido Comunista.
En cuanto al apartado que analiza el proceso de integración de los exiliados en Chile, merece la pena mencionar que Gálvez, si bien continúa alternando testimonios que evidencian la solidaridad del pueblo chileno, también rescata la dura polémica desatada por parte de la derecha chilena ante las campañas a favor de la inmigración que valoraban la mano de obra española para el desarrollo del país —apoyadas por los miembros de la Conferencia Panamericana de Ayuda a los Refugiados, celebrada en
febrero de 1940 en Ciudad de México, donde se consideró a Chile como uno de los países idóneos para acoger a más exiliados—. El miedo a que los españoles provocaran desocupación en el sector obrero chileno era el argumento de las facciones más conservadoras del país, representadas por cabeceras como El Mercurio y El Diario ilustrado. Gálvez recoge sus artículos más controvertidos, así como otros de la revista Qué Hubo, interesada en ilustrar casos de refugiados para dar muestra de su pronta
integración en el país, por lo que esta batalla periodística, convenientemente documentada, se alza como uno de los capítulos más sugestivos del ensayo.
Tampoco queda atrás la revisión de los aportes del exilio donde el autor describe, princialmente, proyectos intelectuales como la editorial Cruz del Sur, el Teatro Experimental y la trayectoria individual de escritores, críticos, periodistas, filósofos, músicos, pintores e historiadores influyentes como Pablo de la Fuente, José Ricardo Morales, Diana Pey, Leopoldo Castedo, Darío Carmona, Roser Bru, José Ferrater Mora... La edición de Renacimiento, además, añade un valioso epílogo que robustece estos Testimonios de un exilio y revela, definitivamente, parte del modus operandi del autor: se reproducen íntegramente dos recientes entrevistas a pasajeros del Winnipeg, Víctor Rey, «el ingeniero de altos ojos», y el pintor José Balmes, «el más chileno de los exiliados», que despiertan sus recuerdos y hablan largo y tendido acerca de su vida, la guerra, la familia, el trabajo, el exilio ... y, sobre todo, acerca de Chile. Si bien Gálvez es consciente de que los testimonios «no siempre son el reflejo fiel de lo sucedido», mediante el contraste exhaustivo de fuentes orales y escritas, complementarias en muchos casos, consigue dignificar un capítulo más de nuestro exilio republicano de 1939 reconstruyendo no solo la memoria de los que contribuyeron a que «América se hiciese», como tantas veces ha indicado José Ricardo Morales, sino también la de aquellos que, desde antes de que el Winnipeg atracó en Valparaíso, les tendieron su mano solidaria.

viernes, 10 de junio de 2016

Una carta de Luis Enrique Délano a Pablo Neruda



La amistad entre Pablo Neruda y Luis Enrique Délano se remonta a los años en que el poeta se disponía a salir para Rangoon, donde había sido destinado como cónsul. De hecho, ya en 1927, ambos muy jóvenes aún, tenemos muestras de este mutuo aprecio. Délano, en su libro de memorias Aprendiz de escritor, recuerda un regalo que le hizo Neruda con motivo de su viaje a Oriente:

Ese año partió al Oriente designado cónsul en Rangoon. Antes de irse me regaló una mesa pequeña y una silla negra, alta de respaldo, que le había hecho Pachín Bustamante, que además de gran pintor era tallador, ebanista, carpintero, etc. Andando los años le regalé la silla a un amigo. La mesa, que todavía conservo, ha resistido varias capas de pintura. Le dieron a Pablo un gran banquete de despedida en una quinta de los alrededores, del que existe una divulgada fotografía. No pude ir por una razón muy simple; no tenía dinero para pagar la cuota.

Huelga decir que la amistad entre Délano y Neruda comienza basándose en la devoción que ambos profesan por la literatura y la admiración que despertaba el poeta en el joven aprendiz de escritor. A lo largo de los años esta amistad se iría estrechando en largas horas de convivencia; primero en Madrid, donde Neruda fue designado cónsul en reemplazo de Gabriela Mistral y Délano, ya colaborador de la poetisa, siguió ocupando el cargo con el nuevo titular. Luego en la larga convivencia en México, donde ambos desarrollaban cargos diplomáticos. No cabe duda que el testimonio de Luis Enrique Délano constituye un punto de referencia obligatorio en cualquier acercamiento biográfico a la vida y obra de Pablo Neruda.

A partir de 1937 se introduce un elemento vinculante en sus relaciones, que si bien refuerza la amistad personal, les une en un vínculo aún más estrecho que ese; Me refiero, claro está, a la lucha politizada en dos frentes paralelos que tenían su punto de encuentro en Europa, pero cuyas ramificaciones llegaban a Chile como a toda América. Por un lado estaba el fuerte impulso que ambos dieron en Chile a la solidaridad con el gobierno republicano español en plena guerra civil y por otra, la lucha frontal contra la introducción y expansión del nazismo en Chile. Estos dos frentes se canalizaban de forma organizada en la Alianza de Intelectuales de Chile y se reflejaban con toda su fuerza en su órgano de difusión; La Aurora de Chile.

Si bien es cierto que la guerra civil en España terminó con la derrota de los republicanos, no podemos olvidar que en Chile, la contienda política en la que participaban Neruda y Délano, terminó con el triunfo del Frente Popular, encabezado por Pedro Aguirre Cerda, que con el correr de los años y revisando las estadísticas del siglo, se ha convertido en uno de los mejores gobierno que ha tenido Chile en toda su historia.

El texto de esta carta inédita sitúa a Délano, su mujer Lola Falcón y el pequeño Poli, hijo de ambos, a bordo del barco italiano "Virgilio". La familia se había embarcado en el puerto de Marsella, al que llegó acompañado de Pablo Neruda, en los primeros días del mes de diciembre del año 1936. Viajaban de regreso a Chile después de casi tres años de estadía en España. Ahí Délano asistió a clases en la Universidad Central de Madrid, donde tuvo de profesor al poeta Pedro Salinas y como compañero de aulas al escritor Camilo José Cela; desempeñó su cargo de canciller del consulado chileno; nació su hijo Poli y, finalmente, el 18 de julio, los pilló en Madrid la guerra civil.

La carta
 
19 de diciembre de 1936
Querido Pablo:
 
Pasado mañana llegaremos a Colón, donde pienso poner esta carta al correo. Hemos hecho hasta aquí un viaje de perros, en las pocilgas que Ud. vio, y que vistas son casi una delicia, después que uno las ha sufrido y olido. Va con nosotros la gente más inmunda que Ud. se puede imaginar, se suenan con las manos y echan los mocos en el suelo que uno tiene que pisar; es una especie de legión extranjera de la mugre y el mal olor. Con el calor del trópico, aquello no se puede aguantar. Yo duermo todas las noches sentado en una silla en cubierta y como casi todas las noches llueve, me convierto en una sopa. Lola, por su parte, ha pasado las de Caín. Al lado de su cama va una mujer con media docena de chiquillos a los cuales hace mear y cagar en el suelo. Cuando hay mal tiempo y la gente se marea, aquello es un pozo de vómitos sencillamente indescriptibles. Y lo peor de todo es saber que nuestros pasajes son ahí, en el camarote común. A las pocas horas de navegar me llamó el comisario de la tercera clase para decirme que había una cama en una cabina de mujeres, donde podría ir Lola, pero que como el Gobierno había pagado sólo doce libras yo tendría que abonar la diferencia, diez dólares, que por cierto no llevaba. Le prometí pagárselos en el primer puerto chileno, pero no aceptó. Fui a hablar con el contador, aquel señor que tantas disculpas daba al cónsul Bazán, quién ni siquiera me quiso escuchar, tratándome poco menos que a patadas. Nos sentimos los seres más desgraciados del mundo a bordo de este buque. Las pulgas y los piojos son la orden del día en nuestros camarotes. Mi niñito se ha llenado de granos. Hay dos baños, cuatro escusados y siete lavabos para 251 personas. El agua está racionada hasta Colón y uno sólo puede lavarse, bañarse o beber entre 6 y 8 de la mañana. La comida es malísima. me parece que D. Arturo1 no la aguantaría. En Colón hablaré con el Ministro de Chile y en el peor de los casos haré de tripas corazón y le pediré 20 dólares prestados, si no me llegan los que pedí a Chile. Es un horror. Me gustaría mucho que D. Tulio2 conociera esta descripción que le he hecho y que es verdaderamente pálida al lado de la realidad. No por mi, naturalmente, porque cuando esta carta le llegue a Marsella, ya habré terminado el suplicio, sino por todos los pobres desgraciados chilenos que tienen la desgracia de quedarse en el extranjero sin plata. Me parece que la Compañía Italiana podría portarse de otra manera, humanizar un poco las pocilgas, arreglar la comida y cambiar el trato a la gente, aquí donde hasta los camareros que sirven en el comedor se creen con derecho a tratar mal al pasaje. Desde luego yo estoy dispuesto a escribir, ya sea directamente en un articulo o bien en un cuento toda la miseria que he visto y sufrido a bordo del Virgilio.

Van algunos chilenos, un profesor que viene de Alemania, compañero de Díaz Casanueva. Ayer en La Guaira, vinieron a verlo abordo Fuentes Vega,3 Naveas y otros amigos a quienes tuve el gusto de abrazar. Al lado de los pasajeros del Virgilio el chileno más bruto y solemne resulta simpatiquísimo. Por cierto que en La Guaira, no nos han dejado bajar, ni siquiera para comprar cigarrillos. Después de 15 días de viaje,4 habría sido agradable bajar. Pero ¡Qué diablos! es la solidaridad americana. Prefieren que baje el judío de segunda antes que el sudamericano de tercera. Tienen temor de que uno se quede, como si alguien pudiera quedarse en esas tierras del diablo. Los profesores chilenos están hasta la coronilla de Venezuela, del Gobierno y de los frailes, que no los dejan vivir. González Vera parece que se irá pronto a Chile. Rómulo Gallegos piensa también ir pronto a nuestro país.

En este barco existe el fascismo más desenfrenado. El comedor, la cantina, todo, está presidido por retratos de Mussolini. Antenoche hubo una fiesta en segunda. Un español se vistió de oficial y gritaba: ¡Viva Italia, España, Alemania, Portugal! ¡Viva el fascismo internacional!5 A Madrid podría ir a gritar eso, en vez de los moros y los legionarios. Las noticias de España que publica el periódico de a bordo son muy optimistas para ellos, pero por los profesores chilenos ha sabido de que por el contrario, la guerra está siendo favorable al Gobierno. Van aquí muchos españoles con quienes me he peleado. Aunque me había propuesto no discutir ni hablar una sola palabra, no he podido resistir cuando le contaban a la gente que en las carnicerías de Valencia vendían carne de cura a 30 céntimos la libra y que en Madrid fusilaban a los niños en masa. Son cosas que sublevan la sangre.

Estoy escribiendo mi libro sobre España. Por fortuna el profesor chileno lleva esta máquina de escribir.6 Espero tenerlo bien avanzado cuando llegue a Chile.7

He tenido la vaga esperanza de saber algo de Ud. en Colón. Pueda ser que el Ministro tenga alguna noticia. Estoy ansioso de saber si lo han dejado en Marsella o si por el contrario, insisten en castigarlo.8 Escríbame por correo aéreo a Chile, para tener noticias a mi llegada, si Ud. quiere a casa de mi hermana en Valparaíso, donde iré a mi llegada: Camino Real 1884, Recreo, o a Vicuña Mackenna 1525 en Santiago. No se le olvide que estoy dispuesto a organizar una campaña tremenda para su defensa, en el caso de que los rosses y palomos quieran meterse con Ud.
Esperamos de todo corazón, Lola y yo, que Malvita esté bien, ya en Montecarlo9 y camino del restablecimiento definitivo. Nosotros no hemos tenido mucha suerte con Policarpo.10 Primero le supuró el oído, luego le salió un furúnculo en la cabeza, después con el calor se ha llenado de zarpullidos y ahora está con diarreas. También se cayó de la cama y se hizo un cototo en la frente. A pesar de todo, el pobre no pierde su buen humor y es la verdadera sensación de la tercera clase. Todos lo adoran y lo quieren tener en brazos. Naturalmente nosotros tenemos que pedir certificado de higiene a quien lo quiera coger.

¿Qué es de la Hormiguita?11 Queremos tener noticias de ella, de lo que hace y si ha salido de España. Que nos escriba. Déle mi dirección en Chile. Y no se olvide de que, si los cabrones que nos gobiernan quisieran quitarle su puesto, podríamos vivir juntos y felices en Chile por lo menos hasta que el Frente Popular triunfe.
Un apretado abrazo de su compañero y amigo.

(Délano firma con su ancla distintiva y continúa)

Muéstrele a Maquieira la parte de esta carta que se refiere al Virgilio. Creo que él excusará las palabrotas, que son un mínimo y justo desahogo.
Saludos a Marruca. (sic)

1 Se refiere al entonces Presidente de Chile, Arturo Alessandri Palma.
2 Se refiere a Tulio Maquieira, Cónsul General de Chile en España. Por lo tanto, superior inmediato de Neruda en el escalafón diplomático. El Consulado General de Chile en España tenía, y tiene aún, su sede en Barcelona.
3 Délano se refiere al poeta Salvador Fuentes Vega que por entonces estaba en Venezuela. El escritor había conocido a Fuentes Vega en su juventud, en el año 1926, cuando se iniciaba en la poesía, género que luego abandonó. Con él y con Gerardo Seguel, habían leído sus versos en un programa de la Radio Chilena llamado "Hora de Solveig", una especie de veladas literarias periódicas que organizaba la Asociación de Profesores.
4 Luis Enrique Délano y su familia, acompañados de Neruda, salieron de Barcelona con destino a Marsella el 30 de noviembre de 1936. Esta carta está fechada el 19 de diciembre. Si Délano cuenta 15 días de viaje, podríamos deducir la fecha del embarque en el "Virgilio" en el día 4 de diciembre de ese año.
5 Después de la despedida de Luis Enrique Délano a su antigua modalidad literaria, la de los "imaginista", y de su adscripción al realismo social, la relación entre política y ficción, entre novela y sociedad, entre el escritor y su tiempo, son temas que juegan un papel visible en su vida y en su obra. En un pasaje de su novela, El Rumor de la Batalla (Editora Austral, Santiago, 1964), Délano nos hace ver la diversidad de opinión en la tripulación de un barco italiano que había salido de Marsella, y traía a cuatro chilenos que habían combatido en la Guerra Civil Española. En esa historia, el camarero del bar de a bordo se descubre ante los combatientes de las Brigadas Internacionales:
-¿Los señores son los que vienen de España, del lado republicano?
Los chilenos se miraron en silencio. Por fin el doctor Moreno afrontó la pregunta.
-Si -dijo-, exactamente.
-Ah, pues tendré un gran placer en servir a los señores... Créanmelo... No todos los italianos son como los que están en España, al lado de Franco... Y de esos, muchos no están tampoco por su gusto.
Pedro Farias lo miró sin poder disimular su interés.
-Entonces, usted... ¿no es fascista?
-No, claro que no. A veces -dijo con locuacidad un poco triste- usted podrá verme hacer el saludo fascista a los oficiales de la nave... No hay más remedio. Tengo que conservar mi empleo. Pero no soy fascista y, más aún, odio a los fascistas, como muchísimos italianos.
6 Efectivamente la carta está escrita a máquina aunque, en su parte final, hay un saludo de Lola Falcón a Neruda y su familia escrita con lápiz grafito.
7 De hecho, el prólogo de su libro 4 Meses de guerra civil en Madrid (Memorias. Editorial Panorama, Santiago, 1937.), está fechado en Altamar, el 10 de diciembre de 1936. Délano lo titula "Prólogo escrito en el mar".
8 El castigo a Neruda, al que alude Délano, en realidad persistía. El Gobierno chileno, encabezado por Arturo Alessandri Palma, simpatizaba con el bando franquista en el conflicto español. Neruda, abiertamente, se alineaba con el Gobierno republicano. El poeta, primero a través del Cónsul General, Tulio Maquieira, y luego directamente al Subsecretario de Relaciones Exteriores, (carta del 16 de diciembre de 1936) pidió un puesto consular en Marsella o en alguna ciudad cercana a España. El Subsecretario le ofreció, como única alternativa; la repatriación a Chile, naturalmente en la tercera clase de un barco italiano, como el que viajaba Délano. La carta respuesta del Subsecretario, (23 de diciembre de 1936) alude a "circunstancias muy poderosas" que impedían una nueva designación:
"Ya el Cónsul General, señor Maquieira, me había escrito en el mismo sentido en que lo hace usted y, desgraciadamente, no me fue posible acceder a su pedido. Nuevamente, lamento no poder satisfacer este deseo suyo y créame, mi amigo, que, si circunstancias muy poderosas no me lo impidiesen, ya habría usted recibido la designación que desea".
"En estas circunstancias, he creído que lo más acertado sería dar los pasos necesarios para que usted regresase a Chile y, en atención a que la ley no permite que el fisco cancele los gastos de movilización de los cónsules de elección y honorarios, no me ha quedado otro camino que ordenar su repatriación."

Más adelante, después de la conferencia pronunciada por Neruda en París (20 de enero de 1937) explicando el por qué de su cambio en la poesía y el asesinato de su amigo, Federico García Lorca en España y luego del verdadero protagonismo adquirido entre los intelectuales, el Gobierno chileno ofreció repatriarlo en las condiciones que él quisiera. Traslado que el poeta no aceptó. Por esos días Neruda ya trabajaba en la organización del Congreso de Intelectuales Antifascistas que se celebraría en Barcelona, Valencia y Madrid.
9 María Antonieta Hagenaar (Maruca) y su hija, Malva Marina, por esos días ya se encontraban en Montecarlo residiendo en el departamento de unos amigos holandeses, los Van Tricht. Neruda las había acompañado en el viaje el día 8 de diciembre y se había vuelto a Marsella al día siguiente. El matrimonio estaba definitivamente roto. A los pocos meses Maruca y su hija se trasladaron a La Haya. Esa sería la última vez que Neruda vería a su hija, quien murió en Holanda el 2 de marzo de 1943.
10 Policarpo, Poli Délano, nació en Madrid, el 22 de abril de ese mismo año, por lo tanto en esos días tenía sólo ocho meses de edad.
11 Delia del Carril, la "Hormiguita", estaba aún en Barcelona. Neruda, en una carta escrita el 10 de diciembre de 1936, le dice: "Estoy en un hotel muy viejo junto al viejo puerto. Miro cada mañana los veleros. Qué bien estaríamos juntos, pero creo que es mejor aguantarse un tiempo más. Luego de reunirse en Marsella, en los primeros días del mes de enero del año 1937, Neruda y Delia del Carril se trasladan a París. Su primer domicilio en esa ciudad fue el Nº 7 de la Rue Belloni, la casa del pintor chileno Luis Vargas Rosas.

lunes, 8 de febrero de 2016

Fernando Cuadra y el Teatro Experimental

En el verano de 1941 se fundó en Santiago el Teatro Experimental de la Universidad de Chile, movimiento artístico que sirvió de ejemplo a muchas iniciativas similares en Chile y en América Latina. Los fundadores, estudiantes de Filosofía, Pedagogía, Leyes y Bellas Artes, mataban la sed y el hambre en el Café Iris, donde, tertulia tras tertulia acabaron por echar las bases del nuevo Teatro, que con el correr del tiempo se convertiría en el Instituto del Teatro de la Universidad de Chile. Entre los fundadores encontramos nombres como el de Roberto Parada, María Maluenda, María Cánepa, Chela Álvarez, Bélgica Castro, Pedro Orthous, Jorge Lillo y Rubén Sotoconil. Pedro de la Barra fue su primer director, elegido de una terna en la que además figuraban Héctor del Campo y José Ricardo Morales. También entre los fundadores del Teatro Experimental, además del dramaturgo y luego profesor José Ricardo Morales, pasajero del mítico “Winnipeg”, figuraban otros republicanos españoles exiliados en Chile; como asesor literario estaba el profesor de castellano y brillante conocedor de la literatura española del Siglo de Oro, Abelardo Clariana y Santiago del Campo, como maestro de ceremonias. Nos resulta entrañable señalar que los primeros ensayos de los jóvenes del Teatro Experimental se realizaron en el local de la Alianza de Intelectuales para la Defensa de la Cultura, que había fundado Pablo Neruda en 1937.
El estreno de la compañía fue la mañana del 22 de junio de 1941, en el teatro "Imperio". El primer programa incluía “La guarda cuidadosa”, de Miguel de Cervantes, dirigida por Pedro de la Barra y “Ligazón”, de Ramón del Valle‑Inclán, dirigida por José Ricardo Morales. Señalar que en la obra dirigida por Morales actuaban entre otros, María Maluenda y el mismo Pedro de la Barra.
El Teatro Experimental buscó las raíces en la corriente española de los teatros universitarios, iniciada por Federico García Lorca con su mítica compañía de teatro La Barraca. Los jóvenes universitarios chilenos rescatan y reactualizan el teatro clásico español, lo revitalizan, lo hacen vivir ante públicos muy diversos. Esa experiencia la recogen también del teatro El Búho, de la Universidad de Valencia, en la que participaron Max Aub y José Ricardo Morales.
Al comienzo de la década del '50, el Teatro Experimental se había consolidado y ya poseía un inmenso prestigio, sin embargo, nunca habían actuado fuera de la capital. El estreno en provincia tuvo lugar en Rancagua, el miércoles 1º de octubre de 1952. Enmarcado en las actividades “octubrinas” (Aniversario de la defensa de la ciudad por O'Higgins), en el Teatro Apolo se estrenó “Las murallas de Jericó”, obra de Fernando Cuadra, un dramaturgo nacido en Rancagua y que por esa fecha aun no cumplía los veinticinco años.
Por esos años, uno de los medios escritos más leídos en el país era el semanario Vistazo, dirigido por el periodista y escritor Luis Enrique Délano. En la nómina de la revista figuraban nombres señeros del periodismo, como Ricardo García, luego convertido en el primer disc-jockey chileno y creador del festival de Viña del Mar; José Miguel Varas, futuro Premio Nacional de Literatura; Tito Mund, una leyenda del periodismo.
Hablamos de Vistazo porque esta revista consigna en sus páginas una extensa nota dando cuenta del estreno de la obra de Fernando Cuadra por el Teatro Experimental. Señala en su edición del 7 de octubre de dicho año, que la presentación constituyó un evento único en la historia artística de Rancagua y dan cuanta de las entrevistas a diferentes personalidades de la ciudad que asistieron al Teatro: “El primero en contestar a nuestras preguntas fue el propio Fernando Cuadra, en los momentos en que aun no salía de la emoción que le produjo la tremenda y clamorosa ovación que el público le tributó de pie, al finalizar la interpretación de su obra.
-¿Cómo se siente, Fernando, para una declaración rápida para Vistazo?
-Emocionadísimo, como ustedes pueden verlo y orgulloso por la magnífica y real interpretación que el Teatro Experimental ha hecho de mi obra. En este momento siento como nunca el orgullo de haber nacido en Rancagua, pues esta noche he comprobado la alta cultura de este pueblo al que he ligado mi existencia artística y al que agradezco profundamente la demostración de cariño que me dio durante el desarrollo de esta obra que dedico con todo amor a mi ciudad natal.
Y después ya no podemos seguir hablando con el joven dramaturgo, pues el público lo rodea para abrazarlo y estimularlo en su carrera artística.”
Entre los asistentes; dos escritores, Nicomedes Guzmán y González Labbé, quienes expresaron su fascinación por la brillantez de la obra y su representación. González Labbé, por su parte, añadía un agradecimientos: “En Rancagua tenemos que agradecer tanto a Fernando Cuadra como al conjunto del Experimental por la espléndida presentación de esta obra, que ha sido recibida con verdadera emoción y que el público entendió muy bien, a pesar de lo difícil del libreto. Feliz Miranda, presidente del grupo intelectual “Los Inútiles”, expresó: -Muy buena, magnífica. María Maluenda, la mejor, Parada y en general todos, muy bien. La escenografía esplendida.”
Sin duda, Fernando Cuadra era el más ovacionado de la noche, sin embargo, ahí estaba Rubén Sotoconil y también el director del Teatro Experimental, Jorge Lillo: “Sotoconil nos dice que el autor es una esperanza para Chile, un ejemplo de hombre creador. Será un gran dramaturgo del pueblo, remató. Jorge Lillo nos manifiesta con emoción que la obra quedará grabada en la historia artística de Chile. Fernando Cuadra es un dramaturgo joven, que llegará muy lejos.
A la semana siguiente, la revista anunciaba el estreno de la obra de Cuadra en el Teatro Municipal de Santiago. Ese año de 1952, el eatro Experimental estreno cuatro autores: George Bernard Shaw, Lope de Vega, Daniel Barros Grez y Fernando Cuadra.



miércoles, 16 de diciembre de 2015


Entrañable reseña del académico José Manuel Camacho a mi libro.
Gálvez Barraza, Julio: Winnipeg. Testimonios de un exilio, Sevilla, Editorial Renacimiento, 2014, 419 pp. José Manuel Camacho Delgado, Universidad de Sevilla. Anuario de Estudios Americanos, Vol. 72, Nº 2, julio-diciembre, 2015, (HISTORIOGRAFÍA Y BIBLIOGRAFÍA AMERICANISTAS) ISSN: 0210-5810. RESEÑAS BIBLIOGRÁFICAS. pp. 773-778
http://estudiosamericanos.revistas.csic.es/index.php/estudiosamericanos/article/view/666/669

Más de dos mil refugiados, casi todos españoles, llegaron a las costas de Valparaíso en el amanecer del 3 de septiembre de 1939, a bordo del buque carguero Winnipeg, al mismo tiempo que estallaba en Europa la II Guerra Mundial. Se trataba de un barco fletado por el gobierno de la República en el exilio, en una tentativa tan imposible como titánica de salvar del horror franquista al mayor número posible de españoles que quedaron a merced de las purgas del nuevo régimen político o atrapados en los campos de concentración del sur de Francia, a pesar de que muchos exiliados creyeron encontrar la libertad al cruzar los Pirineos. El Winnipeg fue recibido en el puerto chileno con los más altos honores ordenados por el gobierno del presidente Pedro Aguirre Cerda, quien unos meses antes había ganado las elecciones liderando el Frente Popular chileno. La travesía del Winnipeg desde las costas francesas hasta el puerto de Valparaíso está considerada como una de las grandes epopeyas del siglo XX, tal y como ha rastreado, de manera ejemplar, el periodista y escritor Julio Gálvez Barraza en este revelador libro.
A J. Gálvez ya lo conocíamos por libros importantes como Neruda y España (2003) o El aporte del exilio (2003). Para esta obra magna, importantísima en la bibliografía sobre la memoria histórica, ha recogido multitud de testimonios de los supervivientes o familiares directos de aquellos viajeros, que consiguieron llegar a Chile gracias a los esfuerzos del gobierno en el exilio de la República, pero también gracias a la labor ímproba realizada entonces por el cónsul especial para la inmigración española en Francia: el poeta Pablo Neruda. Con verdadera minuciosidad y rigor histórico, cuestionando mitos e informaciones interesadas, Gálvez rastrea la aventura marítima llevada a cabo setenta años atrás, sumergiéndose en los archivos, cartas, memorias, testamentos y otros documentos personales de los protagonistas, para esclarecer la singladura de un viaje que tuvo una dimensión política, humana y también, cómo no, poética. A través de siete capítulos y un apéndice en el que recoge el testimonio por extenso de dos de sus participantes, el autor recrea paso a paso todos los factores que intervinieron en el éxito de la expedición: el proceso de recaudación del dinero para fletar el barco, con las aportaciones importantísimas de asociaciones particulares de países como Argentina, Colombia, Uruguay y, especialmente, Suecia; la preparación del barco que dejaba de ser carguero para ser buque de pasajeros; la selección de los elegidos entre los republicanos confinados en los campos de concentración franceses —especialmente el de Argelès sur Mer—; la travesía del océano; el miedo de los pasajeros a caer en otra dictadura; el estallido de la Segunda Guerra Mundial; las penalidades del propio viaje; el perfil social y laboral de la mayor parte de los viajeros; las difíciles condiciones de adaptación al país de acogida; el éxito o el fracaso profesional de cuantos permanecieron en Chile; las tensiones políticas con los grupos profranquistas; las campañas de hostigamiento de los grupos más ultraderechistas; o el difícil retorno en los albores de la democracia o a lo largo de la matusalénica dictadura.
La obra, escrita con una gran sensibilidad literaria, está concebida con todo tipo de estrategias literarias, donde la narración del propio Gálvez va dando entrada a testimonios de ahora y de entonces, noticias sacadas de los periódicos, fragmentos de memorias, textos literarios que recrean la epopeya política del Winnipeg o la resolución (casi policial) de episodios que forman parte del imaginario popular a los que el escritor da una solución incontestable. La historia del Winnipeg comienza por el final, es decir, por la llegada del barco a Valparaíso, en medio del júbilo y los gritos a favor de la República de la multitud que abarrota el puerto. Sin embargo, no todo fueron vítores y banderas al viento. Desde que se supo que un barco de refugiados españoles estaba preparando su viaje a territorio chileno, las fuerzas sociales más conservadoras, en perfecta orquestación con los periódicos ultraderechistas El Mercurio y El Diario Ilustrado, articularon una campaña de hostigamiento hacia los exiliados, esgrimiendo todo tipo de falacias históricas y personales para crear un clima de miedo en torno a los recién llegados. Como noveló, a partir de los textos periodísticos de la época, el escritor Juan Uribe Echeverría en su obra Sábadomingo (1973): «llegaban una partida de desalmados ladrones, asesinos de monjas, de curas y de hombres de bien; incendiarios, profanadores de tumbas. Verdaderos chacales» (pp. 26-27). El argumentario tendencioso, apoyado por grupos de filofranquistas vascos y asturianos, acabó generando más de una trifulca y a punto estuvo de provocar una verdadera batalla campal en pleno puerto marítimo.
Tal y como ha investigado Gálvez, desde que en Chile se supo que Pablo Neruda estaba organizando el viaje del Winnipeg con el apoyo del presidente chileno, los sectores más conservadores del país se movilizaron en todos los frentes imaginables para que solo viajaran trabajadores y gente corriente, nunca intelectuales o artistas que pudieran ejercer una nefasta influencia en la sociedad chilena, inoculando el resentimiento con sus ideales revolucionarios y «prosoviéticos». La prensa conservadora se regodeaba en el aislamiento de la España republicana, maltratada por Francia e Inglaterra, ignorada por la Unión Soviética e incomprendida por los Estados Unidos. Es cierto que una buena parte de esos dos mil y pico viajeros contaba con una profesión tradicional, manual o artesanal, campesina o urbana, que podía ser aprovechada en la sociedad chilena, sin embargo, también viajaron intelectuales de toda condición, gracias a la intervención y la complicidad del cónsul especial, Pablo Neruda. Eso permitió que viajaran personalidades como Jaime Valle-Inclán (hijo del creador del esperpento), José y Joaquín Machado (hermanos pequeños de Antonio y Manuel), José Gómez de la Serna (hermano del artífice de las greguerías), numerosos periodistas españoles y corresponsales en España, escritores como Arturo Serrano Plaja o tipógrafos de la talla de Mauricio Amster.
J. Gálvez, con una enorme pericia investigadora, llega a cifrar en 1.108 (p. 115) los profesionales que viajaron en el Winnipeg, entre los que encontramos trabajadores de la industria pesquera, de la agricultura y ganadería, de la industria textil, de la construcción, del cuero y sus derivados, los metalúrgicos, de la industria gastronómica, de la minería, la ingeniería y otras profesiones. Gálvez ajusta la estadística hasta llegar a un total de 2.004 pasajeros —1.297 varones, 397 mujeres y 310 niños de ambos sexos—, lo que supone unos números tan incompletos como necesarios para sortear las trabas políticas y burocráticas que fueron surgiendo por el camino. A la mayoría se les dio un folleto informativo donde se explicaban nociones básicas de Chile, su geografía, riqueza, condiciones climatológicas, historia, etc. Esta diversidad de oficios y profesiones facilitó la integración de los exiliados españoles en su nueva vida, aportando técnicas avanzadas y un grado notable de especialización y profesionalización que fue muy valorado por la sociedad chilena.
Por razones obvias, Gálvez concede un papel central a la figura de Pablo Neruda, quien desde su participación en el II Congreso de Intelectuales Antifascistas (1937) y el contacto directo con la guerra civil española, había asumido en su vida y en su obra un renovado espíritu combativo, con un claro compromiso político hacia los más débiles y los «caídos» en la contienda fratricida. Tras el triunfo del Frente Popular chileno, Neruda fue designado como cónsul especial por el propio presidente Aguirre, misión que estaría jalonada de obstáculos por parte de la diplomacia chilena —que lo veía como un intruso— y de los infiltrados franquistas —que lo consideraban un elemento subversivo—, sin olvidar las autoridades francesas, que parecían haber olvidado sus compromisos con los grandes principios de la Revolución de 1789. Neruda se lanzó a la labor titánica de recaudar fondos de todos los países amigos, al tiempo que sobre el terreno llevaba a cabo la selección de los españoles que podían viajar en el carguero Jacques Cartier, reconvertido en el buque de pasajeros Winnipeg. La preparación del viaje y la travesía del océano se cuentan en los capítulos 3 y 4 del libro. Ahí están desmenuzados los mecanismos que hicieron posible la selección de los pasajeros, la labor extraordinaria desarrollada por Delia del Carril (conocida como la «Hormiguita» y esposa entonces de Neruda) en todo lo relacionado con el acomodo y la intendencia de los niños pequeños en el barco. Neruda se encargó, entre otras cosas, de confeccionar los pasaportes para la entrada legal en Chile, donde el poeta despliega no solo una buena dosis de talento manual, sino también toda su sensibilidad como testigo privilegiado de una época trágica.
El Winnipeg zarpó de las costas francesas el 4 de agosto de 1939, gracias, entre otros apoyos, a las gestiones de Rafael Alberti y su mujer, María Teresa León. El barco llevaba también un buen número de refugiados latinoamericanos y brigadistas internacionales chilenos, rescatados por Neruda de la España bélica. El periplo marítimo del Winnipeg duró un mes completo y durante esos días interminables de navegación el buque se convirtió en un microcosmos flotante, radiografiado minuto a minuto por Gálvez. Asistimos al encuentro con los primeros barcos españoles en medio de la espesa niebla, barcos franquistas o atemorizados que no saludan en alta mar. Vemos cómo se organiza la vida sobre la cubierta, los encontronazos políticos entre comunistas, socialistas y anarquistas que se culpan de la derrota bélica, la creciente mejora en todos los engranajes que tienen que ver con la vida cotidiana en el barco: los horarios de comida, el reparto de camas, de letrinas, la creación de un servicio especial de biberones para los más pequeños, la música como entretenimiento para todos, los periódicos murales que dan buena cuenta de la ponzoñosa actualidad internacional, los mimos y payasos que distraen a los más jóvenes, los botes salvavidas convertidos en niditos de amor para las urgencias del corazón, las clases de historia chilena para preparar la llegada de los exiliados, los nacimientos y muertes a bordo, las dudas del capitán del navío y su intención de regresar a territorio francés, el abatimiento psicológico que se expande entre la tripulación ante la noticia del pacto de no agresión entre Hitler y Stalin o la tremenda humillación que viven los refugiados cuando no pueden atracar en varios puertos del Caribe por ser considerado un «barco de apestados».
Julio Gálvez nos ofrece una investigación tan imprescindible como brillante, una obra monumental en todos los sentidos, que es también un ajuste de cuentas con la amnesia que se ha instalado en la sociedad española, que parece haber olvidado aquella sentencia tremenda escrita por Juan Ramón Jiménez desde su exilio puertorriqueño: «España sale de España». Winnipeg. Testimonios de un exilio es ya un libro fundamental en los repertorios bibliográficos que tratan de aliviar el doloroso vacío con que la historia oficial ha tratado de maquillar los desgarramientos humanos de la guerra y la postguerra civil. Es, además, un título clave en esa formidable Biblioteca del Exilio que desde hace años publica la Editorial Renacimiento con el empeño y la sabiduría siempre afilada de su editor, el poeta Abelardo Linares.—JOSÉ MANUEL CAMACHO DELGADO, Universidad
de Sevilla.

jueves, 28 de mayo de 2015

Colectividad Vasca de Chile en el Estadio Español

http://www.estadioespanoldelascondes.cl/noticia.php?seccion=1&depto=18&documento=73&informacion=4341
Socios asistieron a la presentación del libro Winnipeg, testimonios de un exilio



Durante la tarde del pasado viernes 8 de mayo se llevó a cabo, en la sala de teatro “Lope de Vega” de nuestra institución, la presentación del libro “Winnipeg, testimonios de un exilio”, del autor Julio Gálvez Barraza, y que fue organizada de forma conjunta por la Colectividad Vasca de Chile y el Departamento Social y Cultural de Estadio Español.
Al evento, que comenzó pasadas las siete y media de la tarde, asistieron una gran cantidad de socios e invitados de nuestra institución, entre los que se encontraban el presidente y vicepresidente de Estadio Español, señores Jorge Cacho y José Ignacio Cuesta, respectivamente, y el Consejero Laboral de la Embajada de España en Chile, Sr. Carlos Tortuero Martín, los que llenaron la sala de teatro “Lope de Vega”.
Para dar inicio a la presentación del libro, el cuerpo de danza de la Colectividad Vasca le ofreció a todos los presentes un “Aurresku”, que es baile de honor que se ejecuta a modo de reverencia, tras lo cual hizo uso de la palabra el Sr. Jaime Ferrer Mir, editor del libro, quien hizo una breve presentación del autor del libro, haciendo un repaso por su vida y obras, entre las cuales están: primer premio en el concurso internacional de ensayo Neruda; el ser americano, convocado por la Fundación Pablo Neruda (1998); primer finalista en la VI Edición del Premio Así Fue: La historia rescatada 2002, con su obra Neruda: aunque nadie recuerde, concurso convocado por la Editorial Plaza y Janés de Barcelona, España (2003); y el primer premio, categoría inédita, en el concurso “Escrituras de la Memoria”, convocado por el Consejo Nacional de la Cultura y las Artes de Chile, por su libro “Juvencio Valle. El hijo del molinero”.
Concluida la presentación de parte del Sr. Jaime Ferrer, fue el turno de dirigirse a los asistentes del autor del libro, Sr. Julio Gálvez, quien se refirió sobre el proceso de recopilación de antecedentes para la confección del libro, como también de varias historias relacionadas con el viaje del Winnipeg.
A modo de intermedio se ofreció una presentación musical por parte de la chistulari de la Colectividad Vasca de Chile.
La segunda parte de la presentación se basó en una serie de emotivos testimonios por parte de algunos pasajeros y de descendientes de estos, los que aportaron historias inéditas de hechos que sucedieron a bordo del barco, como también luego de su llegada a Chile.
La Colectividad Vasca de Chile ha facilitado su correo electrónico colectividad.vasca@gmail.com para que todos aquellos socios del Estadio y asistentes a la charla puedan enviar sus testimonios relativos al viaje del Winnipeg, los que se harán llegar al autor del libro.
Para finalizar el evento, el Coro Vasco le ofreció a todos los presentes un par de canciones, las que fueron coreadas con mucho entusiasmo.
Todas las fotos de la presentación están disponibles en nuestro portal de Flickr: http://bit.ly/librowinnipegenEE

sábado, 9 de mayo de 2015

Luis Enrique Délano. José Miguel Varas


En su libro Yo lo conocí, de 1965, el periodista Tito Mundt lo describió así: “Luis Enrique Délano tiene cara de noruego, de danés, de sueco, de cualquier cosa menos de chileno. Nació para la pipa, para el abrigo de cuero, para la chimenea lejana y para callar esas palabras que nunca se dicen en los muelles de todo el mundo. Uno no se lo imagina arrellanado, con cara de abuelo, en un viejo sillón, sino con la maleta de viaje al pie de un tren en marcha o junto a un avión con las hélices en movimiento”.
Uno no se lo imagina arrellanado…” La verdad es que, al escuchar su nombre o al recordarlo lo veo, precisamente, arrellanado en su casa de Cartagena haciendo pausados recuerdos. En todo caso, sentado. En la redacción de Vistazo, con la pipa en la boca, escribiendo a máquina velozmente, con dos dedos, como corresponde a todo periodista nacional. Había cierta incongruencia entre sus ojos azules, su bigote rubio-cano y su corpulencia de capitán de barco nórdico de cogote colorado por efecto de la intemperie (o del whisky), y aquel ambiente proletario de la Imprenta Horizonte, calle Lira 363, que hoy nos parece siglo XIX aunque era la realidad de las imprentas en Chile y en el mundo hasta los años 60 o 70: máquinas negras, humo, olor a tinta, aceite de máquina, a antimonio y plomo fundidos y a los ácidos del taller de fotograbado, manchas negras inevitables en las manos, en las caras, en los overoles de los obreros y en los originales de los periodistas. Aquellas emanaciones industriales, punzantes y masculinas, llegaban en oleadas desde el taller hasta la oficina desde donde Luis Enrique dirigía la revista Horizonte. Fumando su pipa, tosiendo en los secos inviernos santiaguinos, que aborrecía, allí estaba cada día el capitán, puntual, desde temprano por la mañana hasta que desaparecían los últimos jirones sangrientos de los crepúsculos de la calle Lira, sentado ante su escritorio atestado de papeles, escribiendo horas enteras sin pausa en la histórica Underwood; revisando lápiz en mano los originales manchados de los bisoños reporteros, discutiendo con ellos y explicándoles los motivos de cada una de las correcciones. O bien, en el taller, junto a las mesas de compaginación de cubierta metálica conversando con el jefe de taller, con los compaginadores, linotipistas, fotograbadores, tituleros, prensistas, correctores de pruebas y hasta con los humildes chongueros sobre horas de entrega, cuadratines, cíceros, tramas, temperaturas, ajustes, cartones de estereotipia, dudas ortográficas.
Y después, a la hora de la “choca”, sentado en su escritorio ante una jarra de fierro enlozado llena de té humeante en el que flotaban algunos palos negros o bien, en el boliche de la esquina, donde solía desplegar ante nosotros, los reporteros y redactores de Vistazo de aquel 1952 —Augusto Olivares, Alfonso Alcalde, Víctor Manuel Reinoso, Guillermo Carvajal— el tapiz maravilloso de sus historias de barcos y muelles lejanos, de bares con mujeres fatales, de las grandes pirámides aztecas, de lo que un día le dijo Picasso a Neruda, de cuando Huidobro fue candidato presidencial, de Einstein, de Frida Kahlo, Diego Rivera, del legendario comandante Carlos de la guerra civil española, de Paul Eluard o de Luis Alfaro Siqueiros, a quien llamaba “coronelazo”… O bien, el anecdotario de la crónica policial y la bohemia periodística en sus tiempos de El Mercurio y más tarde, de la revista Ecran.
Decir que era un buen conversador es poco decir, pero también sabía escuchar. Hacía que sus interlocutores, en la época que comento todos más jóvenes que él, se sintieran cómodos. Sin decirlo, nos alentaba a decir nuestras cosas, y a opinar, lo que no le impedía rebatir a veces con vehemencia pero siempre con respeto, las posiciones o las ideas erróneas. Una gran escuela de discusión abierta, clara y franca, sin denuestos. Su estilo de charlador no era, para nada, como el de otros escritores monopólicos, digamos por ejemplo Ricardo Latcham, que disertaba sin parar con malicia y erudición y a quien resultaba imposible interrumpir. Luis Enrique hablaba, sí, de buen grado, en un ambiente amistoso, con una poderosa capacidad de evocación y cierta manera de distanciarse de sus temas y sus personajes, entre nostálgica y humorística. En “Referencias Críticas” de la Biblioteca Nacional, encuentro en un artículo de Próspero esta caracterización de su escritura: “Hay en su estilo un gran reposo, un poco de nostalgia y cierta sutil ironía, que no hiere ni desentona, sino que atrae”. Así hablaba también.
Sentado lo veo también en una roca a los pies del acantilado de Cartagena, sobre el cual se alza su casa-buque, con la infaltable pipa en la boca, leyendo un libro que sostiene con la mano izquierda, mientras con la derecha sujeta la lienza en cuyo extremo el anzuelo cebado con gusano de tebo aguarda el bocado violento del tomollo costino o de la “vieja” de las rocas profundas.
Con los años, el reposo adquirió gran preponderancia en sus intenciones, como dijo Neruda de sí mismo. De su vieja casa de la calle Valencia, heredada por su hijo Poli, se trasladó a vivir al “buque” a la entrada de Cartagena viniendo de Santiago, cerca de la antigua estación del tren. Jubiló como periodista, pero siguió escribiendo con la regularidad y calidad de siempre sus columnas en El Siglo y Ultima Hora. Cuando lo conocí no era hombre de caminatas. No sé si alguna vez lo fue. Este era uno de los motivos de la discusión perpetua y amorosa, de acritud fingida, que sostuvo con Lola, su esposa, a lo largo de medio siglo. Ella era una caminante infatigable. La acompañé una vez en su circuito matinal, un día sábado, bajando y subiendo las colinas de Cartagena, con escalas breves, de compras, charla e información rápida, en la pescadería de la bajada frente al hotel de la señora Luisa Varas, en la verdulería de la Plaza, en un almacén cerca de la Playa Chica, en la puerta de una casita minúscula y muy bien pintada en la calle en alto paralela a la Playa Grande para dejar un recado a una compañera. En cada lugar era reconocida y bienvenida. Ella inquiría por la salud de la familia de cada cual, averiguaba las noticias y los rumores del día, pedía rebajas, etc. Era un recorrido de gran riqueza sociológica, con muchas estaciones. Una experiencia agotadora.
Luis Enrique prefería observar y trabajar sin moverse de su cabina. En el debate permanente entre ambos, Lola invocaba las virtudes higiénicas de la caminata. Luis Enrique replicaba con alusiones sarcásticas a los boy-scouts y u a vez recortó de una revista un retrato de Baden Powell, el fundador del movimiento scoutivo mundial, y lo pegó a la cabecera de la cama de Lola. Ella se manifestó agraviada, pero nunca lo retiró de allí.
Se conocieron en 1932 en Chonchi. ¿Por qué allí, precisamente?
Hacía poco que habíamos llegado de Francia, me contó Lola Falcón. Formaban parte de mi familia mi madre, mi padrastro, dos hermanas y un hermano. ¡Ah! Y dos perritos pekineses, que en esos tiempos causaban asombro en Santiago. Frecuentaban nuestra casa de la avenida Vicuña Mackenna, Isaías Cabezón, Tomás Lago, Diego Muñoz, Alberto Rojas Jiménez, Rubén Azócar… Cuando se acercaba nuestro primer verano en Chile, mi madre preguntó con inocencia: ¿Y donde se puede ir a veranear en este país? Rubén Azócar respondió instantáneamente: ¡En Chonchi! Y se lanzó a contar maravillas. Mi madre le dijo: Está bien. Entonces, Rubén, usted. que va para allá, haga que nos preparen un par de piezas para mí con las niñitas. Pero surgió un inconveniente. Se vivían aún los efectos de la larga crisis del año 1929, que se prolongaron en Chile hasta el 33. A Rubén, director del liceo de Quillota, no le pagaban todavía su primer sueldo, aunque habían pasado varios meses desde su nombramiento. No tenía ni cobre, por lo cual, a mi mamá le pareció natural anticiparle dinero suficiente para que pudiera viajar antes y organizar nuestro alojamiento”.
Así se fue anudando el destino. Tomás Lago fue hasta la estación Alameda a despedir al viajero y allí se encontró con Luis Enrique Délano, quién también viajaba al sur. Lago se lo presentó a Rubén y los dos se fueron juntos, conversando. Luis Enrique (“en esos tiempos era harto pobre”, dice Lola) había conseguido un pasaje de favor. Probablemente lo había recibido en pago de colaboraciones publicadas en la revista En Viaje, supone Lola. (Pero Julio Gálvez, erudito en datos biográficos, dice que no, que Luis Enrique escribió años después en aquella revista. Será). El plan de Délano era llegar hasta Ancud, donde tenía una conocida, Lala Cavada. Pero Azócar fue categórico, como siempre: Ancud no tiene ningún interés. Tienes que conocer Chonchi, ¡es la maravilla de las maravillas!
Délano se dejó convencer y en Chonchi conoció a Lola. “Empezamos a pololear al tiro, pero del modo como se estilaba en esa época. No fue un pololeo tan virulento como los de hoy día”. Se separaron enamorados. Ella lo fue a despedir al barquito que lo llevaría hasta Puerto Montt y en el tren, en el viaje de regreso, él le escribió una larga carta de amor, “muy bonita”, que le envió desde una estación del trayecto.
Lola: “Conservé esa carta muchísimos años. Luis Enrique me la quiso quitar más de una vez, pero no lo consiguió. Cuando yo se la leía en voz alta, me decía que era apócrifa”.
El noviazgo avanzó con rapidez y no sin algunos obstáculos, que no provenían de la familia de Lola sino de la de Luis Enrique.
Probablemente me consideraban una libertina. ¿Acaso no venía de Francia? Ya entonces, Luis Enrique sufría en invierno de las bronquitis que lo atormentaron toda la vida. Se quedaba en cama y yo iba a visitarlo a su pieza. Era un escándalo mundial. Otra vez fuimos por el día a San Antonio en un automóvil De Soto del tipo llamado roadster, de propiedad de Tomás Lago. Era un auto de dos asientos en cuya parte posterior existía una gran maleta. Al levantar su cubierta de metal, quedaban al descubierto y a la intemperie, dos asientos más. Allí íbamos Luis Enrique y yo, felices, tragando los vientos. Después de dar una vuelta en bote por la bahía, regresamos, ya tarde, borrachos de viento y de sol, con arena en los ojos y en los zapatos y más enamorados que nunca. A los pocos kilómetros se pinchó un neumático. No teníamos otro recurso que esperar, hasta que apareciera alguno de los escasos automovilistas de aquellos tiempos y nos prestara socorro. Llegamos a Santiago de vuelta a las mil y tantas. Esta vez el escándalo fue interplanetario. Quien los desataba era una de mis cuñadas que más tarde, con los años, iba a ser más que una hermana para mí”.
Se casaron pronto, a fines de aquel movido año de 1932 y, después de pasar unos meses en la casa de los padres de Luis Enrique, cerca del Parque Cousiño, se fueron a vivir a una casita en la calle Inés Matte Urrejola, muy cerca del cerro San Cristóbal. Esa calle tiene actualmente cierta nombradía porque en ella se encuentran los estudios del antiguo canal 9 de la Universidad de Chile, hoy canal 11 Chilevisión, y de Televisión Nacional. Pero en aquel tiempo era francamente extramuros, parte de la periferia suburbana de Santiago. En su libro Aprendiz de escritor, Délano describe así la casita:
Era una casita de dos pisos: el de abajo, al parecer una garconière de gentes a quienes jamás vimos. Por debajo de la casa pasaba un siniestro canal de unos cuatro metros de ancho, que corría a tajo abierto, sin ninguna protección para la gente. Desde la ventana del comedor o del dormitorio veíamos las aguas chocolatosas, a la orilla de las cuales, al otro lado de la calle, se alzaban pequeñas viviendas y rancherías. Yo no sabía cómo no se caían a cada rato los niños de estos pobladores. El canal arrastraba roda clase de cosas: ramas. basuras, animales muertos, perros, gallinas… Un día vimos un pato que nadaba alegremente por las aguas. Otra vez traté de salvar a un perro al que arrastraba la corriente, pero no fue posible: el agua se lo llevó. Para nosotros, el canal ofrecía cierta ventaja: la basura de la casa se tiraba desde la ventana de la cocina, sin intermediarios. Más de una vez de las aguas habían sacado cadáveres de ahogados o asesinados y llegaban jueces y policías a reconstruir los crímenes. Esto constituía verdaderas fiestas para los vecinos, que seguíamos todos los detalles del proceso”.
En los años 60, ya jubilado, Luis Enrique siguió participando activamente en su célula del Partido Comunista, en Cartagena. En sus viajes a Santiago conversaba a menudo con los dirigentes de entonces, Galo González, Oscar Astudillo, Orlando Millas, Luis Corvalán, Jorge Montes, Gladys Marín, Víctor Díaz (quien trabajó varios años como prensista en la imprenta Horizonte), José González, tantos más. En diversas ocasiones era llamado por la dirección para conversar, pedirle consejo, analizar situaciones. Cuando llegó el tiempo de la Unidad Popular, Salvador Allende lo sacó de su semi-retiro y lo nombró embajador en Suecia. Tuvo un desempeño, como siempre, eficiente y brillante. Le tocó estar presente representando a Chile, en la ceremonia de entrega del Premio Nobel a su amigo Pablo Neruda en 1971.
Durante los últimos años de su vida que pasó, exiliado, en Ciudad de México, Luis Enrique Délano tuvo un acompañante. Cada una de las páginas que escribía era escudriñada por la mirada vigilante del Licenciado Perico, su amigo y compañero. La convivencia entre Luis Enrique y el Licenciado durante el decenio de exilio mexicano fue cotidiana e intensa. Ambos trabajaban y comían juntos, no sin encochinamiento de manteles y dispersión de grumos y partículas de alimentos, porque los modales de Perico dejaban mucho que desear. En rigor, su papel de atento espectador no resultaba útil para el escritor en materias de redacción, sintaxis o estilo. Además, a ratos, se convertía en un agente diversionista. En las pausas del trabajo que el Licenciado imponía, emitiendo silbidos o sonidos cacofónicos desde su atalaya, Luis Enrique intentaba adiestrarlo en el uso del lenguaje, con expresiones breves y patrióticas como “Viva Chile”. Perico, que era mexicano, mantenía total  mudez. Por deferencia a su origen y a sus títulos, cada vez que lo instaba a repetir “Viva Chile”, Délano agregaba “Andelé, licenciado”. Perico, mudo. Así, largo tiempo. Por fin, después de muchos meses de cansada insistencia, al rogarle Luis Enrique por enésima vez: “¡Viva Chile! Andelé, licenciado”, éste se dignó responder, con gran énfasis: “¡Andelé, licenciado!”
Perico medía quince centímetros de la cabeza a la cola. Durante la jornada de trabajo se instalaba sobre el hombro izquierdo del escritor. En la gruesa hombrera de la chaqueta de tweed, sus garras aceradas habían deshilachado, desgastado, desflocado, deshilado y raído la tela de manera profunda, llegando casi al revés de la trama, como dijo Graham Greene. Era verde, —Perico, no la chaqueta— como corresponde a todo loro que se respete, y llevaba en las puntas de las alas algunas plumas azules, por elegancia. Sobre su gran pico curvo lucía una franja anaranjada. Según su filiación mexicana, era un “Perico Atolero”, lo que indica que tenía predilección por el atole, una especie de ulpo a base de harina de maíz que se bebe caliente.
El licenciado Perico murió en 1985, debido a las caricias demasiado toscas de un perro, poco después de llegar a Chile con Luis Enrique Délano, su compañera Lola Falcón y el hijo único de ambos, único, Poli.
Luis Enrique disfrutó poco tiempo del retorno que tanto soñaba. Murió ese mismo año, a los 78 años de edad, y nos quedó debiendo muchos relatos y crónicas. Dejó también sin escribir la historia de Perico, el Licenciado, como también las de Waikiki, Pelele, Zorrito, Poroto Pérez y otros perros históricos de diversas dinastías, además de gatos y monos, que formaron parte de su vida y de su familia.
La obra literaria y periodística de Luis Enrique Délano, que fue toda su vida un trabajador prodigioso, es caudalosa. Entre sus libros de cuentos, novelas largas y breves y reportajes se llega a más de veinte volúmenes. Se calcula que sus cuentos y artículos no incluidos en libros superan el millar.
Varias de sus novelas, llenas de acción y de color, han sido para mí inolvidables. Sobre todo La base, una recreación literaria de la vida y la muerte de Alicia Ramírez, la muchacha asesinada por la policía a raíz de los disturbios del 2 de abril de 1957; Viento del rencor, que se basa en los sucesos que siguieron al famoso episodio del “Baltimore”, cuando Estados Unidos exigió a Chile arriar su bandera como desagravio por un incidente portuario de taberna, en el que murió un marinero yanqui; El rumor de la batalla, que trata de la ignorada participación de voluntarios chilenos en la guerra civil española. Y sus estupendos libros de memorias: Sobre todo Madrid y Aprendiz de escritor, ahora reunidos en un volumen. Y sus cuentos…
A Luis Enrique le debo gran parte de lo que pueda saber de periodismo y de literatura y, en general de los seres humanos. Por sobre todo le debo la experiencia de la amistad fraternal del más noble de los seres humanos que he conocido.